– ¿Cómo te atreves a fingir que te importa la justicia? -gritó Liska-. No fue esa tu motivación, te estás limitando a racionalizar tu culpa. Hiciste la vista gorda con lo de Verma para potenciar tu carrera.
– Como si tú nunca hubieras hecho nada para potenciar tu carrera -siseó Springer.
– Nunca he manipulado una investigación, eso desde luego. ¿Se te ocurrió alguna vez que quizá Verma no matara a Curtis, un policía homosexual seropositivo que había cambiado de compañero tres veces en cinco años y había presentado quejas formales por acoso?
– ¿Cuando pillé a Verma por el asesinato de Franz? No.
– Corta el rollo, Springer -terció Castleton-. Fue Bobby Kerwin quien le echó el guante a Verma por lo de Franz. Tú ni siquiera participaste en eso.
Springer apretó la mandíbula.
– Era una forma de hablar. Verma había cometido un asesinato idéntico y no sé cuántos atracos. ¿Por qué no cargarle el muerto?
– Entre otras cosas, porque no tenías pruebas físicas -le recordó Tippen.
Springer lo miró con expresión ceñuda.
– ¿Por qué iba a sospechar de otro policía, por el amor de Dios? Hablamos con todos los antiguos compañeros de Curtis y no encontramos nada raro.
– Pues no os esforzasteis lo suficiente -replicó Liska-. El último compañero de Curtis, Engle, me contó, y eso que no me conoce de nada, que creía que había algo entre Curtis y Rubel. ¿No te lo contó cuando investigabas el asesinato de Curtis?
– No tenía sentido -señaló Springer-. Joder, échale un vistazo a Rubel; no es marica. Además, ¿por qué iba a matar a Curtis? Hacía mucho que no eran compañeros.
– Pues por el sida, capullo. Si Curtis contagió a Rubel una enfermedad incurable, a mí me parece móvil suficiente.
Springer respiró hondo.
– ¿Y no te pareció extraño que un par de meses después del asesinato de Curtis, Derek Rubel, uno de los ex compañeros de Curtis, de repente se hiciera compañero del tipo que había manipulado las pruebas del caso? -prosiguió Liska.
Springer daba la impresión de estar a punto de tener una rabieta, pero Liska lo asustaba demasiado.
– A los polis los cambian de compañero cada dos por tres -masculló, lívido y tembloroso-. Además, por entonces el caso ya estaba cerrado.
– Ah, ya, el caso estaba cerrado, así que, ¿qué más daba cargarle el muerto a un tipo que no lo había hecho? A fin de cuentas, había cometido un crimen igual de espantoso, y además, Ogden te tenía bien pillado, ¿verdad? Podía entregarte a Asuntos Internos en cualquier momento. Claro que eso le habría costado el puesto, pero a ti te habría costado mucho más. De modo que cuando Ogden y Rubel necesitaron una coartada para el jueves por la noche, Ogden no tuvo más que llamarte por teléfono.
– Ogden me habría destruido.
– Los polis malos se destruyen solos -musitó Liska.
Recordó que Savard le había dicho lo mismo cuando fue a Asuntos Internos tras el descubrimiento del cadáver de Andy Fallon. Tenía la sensación de que había pasado un año entero desde aquel día.
– ¿Tampoco te importaba lo que le habían hecho a Ken Ibsen? -quiso saber.
Springer apartó el rostro, avergonzado. No le había importado lo suficiente para poner en peligro su carrera, y alguien había estado a punto de pagar con su vida por ello.
– Me gustaría poder arrastrarte junto a la cama de Ken Ibsen para que estuvieras allí cuando los médicos lo examinaran Me gustaría poder coger sus recuerdos de lo que esos dos animales le hicieron en aquel callejón y grabártelos para siempre en la memoria para que tuvieras que revivir el ataque cada día de tu mísera vida.
– ¡Lo siento! -gritó Springer.
– Ya.
Kovac se interpuso entre ambos y asió a Liska del brazo.
– Vamos, Tinks. Están a punto de llegar; vayamos a escondernos para la fiesta sorpresa
La condujo hasta la despensa, un cubículo lleno de estantes con comida en lata y vajillas. Liska se apoyó contra una de las estanterías, Kovac contra la otra.
– Los tienes, Tinks -musitó Kovac.
– Casi, pero no del todo. Los quiero bien pillados y machacados.
– Entonces, puede que te convenga no pasarte tanto con el tipo que te los va a entregar.
– Se merece eso y mucho más.
– Se merece exactamente lo que le has dicho, revivir el ataque cada día de su vida, pero tendremos que conformarnos con arruinar su carrera y meterlo en la cárcel.
– Amenazaron a mis hijos, Sam -le recordó Liska, temblando de nuevo al rememorar las fotografías-. ¿Sabes? Me he pasado la semana entera preguntándome qué homófobo mataría a un homosexual de una paliza exponiéndose a semejante cantidad de sangre. No tenía sentido. Todos los tíos que conozco están cagados con el tema del sida. Creen que lo pueden pillar sentándose en un retrete, estrechando la mano o incluso respirando. Tenía que ser alguien que desconociera el riesgo o bien alguien ya infectado. Y entonces vi a Rubel en el hospital…
– Rubel no odiaba a Curtis porque fuera homosexual -constató Kovac-. Lo mató porque Curtis le había contagiado la enfermedad, por venganza.
– Y Ogden falsificó las pruebas contra Verma para proteger a Rubel porque son amantes.
– Son los malos, Tinks, y los has pillado -declaró Kovac, dándole una palmada en el hombro-. Estoy orgulloso de ti, pequeña…
– Gracias -repuso Liska antes de desviar la mirada y morderse el labio inferior-. ¿Crees que Springer puede hacerles confesar lo de Andy Fallon?
– Si fueron ellos, puede.
En aquel momento, Tippen asomó la cabeza a la despensa.
– Acaban de llegar los invitados. Todo el mundo a sus puestos.
Liska desenfundó el arma y la verificó, al igual que Kovac. Ambos adoptaron una expresión resuelta y profesional. Permanecerían donde estaban mientras Springer intentaba que Ogden y Rubel se incriminaran. Una vez hubieran escuchado lo suficiente, tenderían la trampa a ambos en la cocina. Entretanto acudirían varios coches patrulla de la oficina del sheriff.
Sonó el timbre. Se oyeron varias voces, aunque Liska no alcanzó a distinguir las palabras. Visualizó a Springer saludando a los dos hombres, invitándolos a entrar, asegurándoles que estaba de su parte. Sin embargo, el tono de la conversación cambió de repente, y Springer profirió un grito quebrado por un disparo.
– ¡Mierda! -masculló Kovac mientras salía de la despensa como una exhalación.
Liska le pisaba los talones.
– ¡No se muevan, policía! -gritó Castleton.
Otros tres disparos.
Kovac corrió al salón y se agazapó. Liska salió al garaje por la puerta lateral y de allí al sendero de entrada.
– ¡Rubel! -chilló antes de vaciar el cargador y esconderse tras la puerta.
Le respondieron dos disparos muy seguidos, uno de los cuales astilló el marco de la puerta tras la que se ocultaba. Otros tres disparos y el grito de un hombre.
El motor del 4x4 cobró vida con un rugido y salió en marcha atrás del sendero. Al abandonar el cobijo de la puerta, Liska vio a Rubel con el brazo asomado a la ventana, disparando.
Entre luces y aullidos de sirenas, dos coches patrulla se acercaban a toda velocidad al final de la calle sin salida. Rubel no aminoró la marcha y se abrió paso entre ambos vehículos. Uno de ellos chocó contra la parte trasera derecha de su camioneta con un fuerte golpe. Rubel siguió adelante mientras uno de los coches del sheriff daba media vuelta para perseguirlo.
Bruce Ogden yacía sollozante en el sendero de entrada, rodando sobre sí mismo como una foca varada mientras intentaba en vano tocarse la espalda.
Liska corrió hacia él sin dejar de apuntarlo con el arma y apartó su revólver de un puntapié. Kovac llegó desde la acera, mascullando juramentos.
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