Joseph Finder - Poderes Extraordinarios

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En el mundo del espionaje, poderes extraordinarios es un término que se utiliza para referirse al permiso que se le otorga a un agente secreto de mucha confianza para que en circunstancias extremadamente especiales viole las órdenes de su empleador si es absolutamente necesario para cumplir el objetivo de una misión de suma importancia.
Poderes extraordinarios es una novela de suspenso escrita por un novelista catalogado como uno de los mejores escritores de thrillers del mundo, Joseph Finder, graduado en la universidad de Yale y Harvard.
La novela narra la historia de Ben Ellison, quien se encarga de investigar el accidente que terminó con la vida de su suegro, director de la CIA en el momento más exitoso de su carrera. Pero, aparentemente, no se trata de un accidente. Ben utilizará sus poderes de percepción extrasensorial para buscar al ex jefe de la KGB, el único que puede revelar la verdad. Pero mientras Ben lleva a cabo su investigación, un asesino le asecha.
Joseph Finder describe una conspiración concebida en el corazón de la inteligencia norteamericana. Una fortuna perdida, de origen soviético y habilidades parapsicológicas condimentan una trama muy atrapante.
El libro tiene un valor tremendo, es muy bueno. Además, su autor afirma que si bien ciertas cosas de la novela son parte de la ficción, la historia está basada en hechos históricos muy misteriosos y poco conocidos, pero existen registros muy interesantes que demuestran su veracidad. A medida que se avanza en la lectura, Joseph Finder presenta artículos periodísticos que respaldan su afirmación.
Se trata de una verdadera obra de arte, te la recomiendo.
Te dejo el link de la página oficial del autor para que encuentres más información si es de tu interés.

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Pero me latía con fuerza el corazón cuando pasé. Los latidos me llenaban los oídos con un golpeteo rápido que bloqueaba todo lo demás.

Sentí que me corría el sudor por la frente, sobre las cejas y luego, más abajo, en un arroyito hacia las mejillas.

No, claro que nadie oía el espanto de mi corazón. Pero la transpiración era algo que todos podían ver. Y cualquier agente de seguridad entrenado para detectar señales de nerviosismo y tensión se arrojaría directamente sobre mí. ¿Por qué sudaba tanto ese caballero próspero en su silla de ruedas? No hacía tanto calor en el vestíbulo. En realidad, estaba bastante fresco.

De pronto, me pareció que habría debido tomar algo para controlar mis respuestas anatómicas, pero lo cierto era que no quería atontar mis reflejos.

Y mientras el sudor me corría por la frente, uno de los guardias de seguridad, un joven negro, me llamó a un costado.

– ¿Señor? -preguntó.

Yo lo miré, sonreí con amabilidad, y me acerqué a un costado de la puerta del detector.

– Su pase, por favor.

– Claro -dije y le entregué el papel azul-. Dios, ¿cuándo llega el invierno? Odio este clima.

El asintió sin prestar demasiada atención, miró el pase y me lo devolvió.

– A mí me encanta -dijo-. Ojalá fuera así todo el año. El invierno viene pronto, demasiado pronto. Yo odio el frío.

– A mí, me encanta -dije-. Me gustaba mucho esquiar.

Él sonrió, con pena.

– Señor… ¿está usted…?

Adiviné lo que quería decir.

– No puedo salir fácilmente de esta cosa, si eso es lo que quiere decir. -Golpeé los brazos de la silla imitando a Toby. -Espero no causar muchos problemas.

– No, señor, claro que no. Obviamente no puede pasar por el detector, así que voy a usar uno de mano.

Se refería a la unidad de detección de metales Search Alert, de mano, que emite un tono de oscilación. Si alguien la pone cerca del metal, el tono se hace agudo.-Adelante -dije-. Lamento todo esto.

– No hay problema, hombre. No hay problema. Yo lamento tener que hacerlo pasar por esto. Pero por alguna razón hoy hay mucho control. -Levantó de la mesa la pequeña máquina, una caja unida a una gran U de metal. -Se supone que es suficiente con los pases… Pero hoy hacen de todo. Hay otro detector ahí. -Señaló la estación de seguridad a la entrada de la sala misma. -Va a tener que pasar por todo esto de nuevo, se lo prevengo. Supongo que está acostumbrado, ¿no?

– Es el menor de mis problemas -dije con placidez.

La máquina gimió cuando se me acercó y yo me puse tenso. Él me la pasó por las piernas, sobre las rodillas y de pronto, cuando llegó a los muslos -y al revólver escondido- el ruido se agudizó.

– ¿Qué tenemos aquí? -murmuró él más para sí mismo que para mí. -La mierda esta es demasiado sensible. El metal de la silla…

Y mientras yo me quedaba sentado, empapado de sudor, con la sangre en los oídos, oí la voz amplificada de Alexander Truslow que venía del sistema de amplificación de la sala.

– … deseo agradecer al comité -estaba diciendo- por llamar la atención del público sobre el grave problema que aqueja a la Agencia que tanto amo.

El guardia movió el dispositivo de sensibilidad y me lo volvió a pasar.

Y la escena se repitió: cuando la máquina se acercó al brazo de la silla donde estaba escondida el arma, se oyó un gemido metálico.

Yo me puse tenso otra vez y sentí que me caía el sudor por la frente, por las orejas, por la nariz.

– Mierda con esto -dijo el guardia-. Disculpe el lenguaje, señor.

La voz de Truslow de nuevo, clara y melodiosa.

– … eso me ayuda mucho en mi trabajo. Quien quiera que sea este testigo, y cualquiera sea la naturaleza de su testimonio, sólo puede beneficiarnos.

– Si no le importa -dije-, quisiera llegar antes de que termine el discurso de Truslow.

El guardia retrocedió, apagó la máquina, frustrado y dijo:

– Odio estas cosas, venga por aquí. -Me escoltó alrededor del detector grande. Yo asentí, lo saludé con la cabeza y me acerqué a la segunda estación de seguridad. Parecía un cuello de botella: una gran multitud se estaba reuniendo adentro. ¿Qué pasaba? ¿Por qué tanto retraso?

Otra vez, Truslow en los altoparlantes, tranquilo, gracioso.

– …cualquier testimonio que pueda abrir las persianas y hacer entrar la luz del día…

Yo maldecía por dentro; todo el cuerpo me gritaba. ¡Vamos, vamos! El asesino ya debía de estar en su lugar y, en unos segundos, el padre de Molly entraría en esa habitación atestada de gente…

Y ahí estaba yo, detenido por un grupo de policías de alquiler…

¡Vamos, mierda, mierda!

¡Vamos!

Otra vez me pusieron a un costado del detector grande. Esta vez era una mujer, blanca, madura, con el cabello rubio y una figura grande que apenas si entraba en el uniforme azul.

Miró el pase con cuidado, me miró y llamó a otra.

Ahí estaba, a cuestión de metros, sólo metros, de la entrada a la Sala 216 y esa maldita mujer se tomaba su tiempo…

Desde la sala, oí un murmullo grave. Un murmullo de multitud. El brillo súbito de los flashes de las cámaras.

¿Qué era?

¿Había llegado Hal a la sala?

¿Qué mierda estaba pasando?

– Por favor -dije, mientras la mujer volvía con otra de la misma edad, ésta negra y más flaca, aparentemente su superior-, quisiera entrar lo antes posible.

– Espere un segundo -dijo la rubia-. Lo lamento.

Se volvió a su jefa, que me dijo:

– Lo lamento, señor, pero va a tener que esperar hasta el primer receso.

– No entiendo -dije. ¡No! ¡No, no era posible!

Desde la sala de audiencias, los tonos del presidente del comité, estentóreos, severos.

– Gracias, señor director. Todos apreciamos el hecho de que haya venido hasta aquí a darnos su apoyo en un momento que sólo puede ser doloroso para la CIA. En este punto y sin hacer perder más tiempo a nadie, nos gustaría presentar al último testigo de estas audiencias. Les voy a pedir que no usen sus flashes y que todo el mundo permanezca sentado mientras…

– Pero tengo que entrar -protesté.

– Lo lamento, señor -dijo la jefa-. Tenemos instrucciones. No nos permiten admitir a nadie en este momento, no hasta que haya un receso o algo de ese tipo. Lo lamento.

Me quedé sentado, paralizado de horror y ansiedad, mirando a las dos guardias con desesperación.

En unos segundos, asesinarían al padre de Molly.

No podía quedarme sentado ahí. Tenía que entrar, había llegado tan lejos, habíamos llegado tan lejos…

Tenía que hacer algo.

69

Las miré con los ojos fuera de las órbitas, con indignación y dije:

– Miren, es una emergencia médica…

– ¿Qué dice usted, señor?

– Es algo médico, carajo. Es personal. No tengo tiempo… -Indiqué mi entrepierna, el intestino, la vejiga, o lo que ellas decidieran entender de mi gesto.

Era una idea desesperada y yo lo sabía. No había baños en el vestíbulo: yo lo había visto en los planos. El único que tenía equipo para inválidos estaba fuera de la sala de audiencias. Pero había uno dos pisos más arriba, y podía llegar ahí sin volver a pasar por seguridad. ¿Lo sabrían ellas? Otro riesgo calculado. Tal vez sí, ¿qué harían entonces?

La negra se encogió de hombros y después hizo una mueca.

– De acuerdo, señor…

Sentí que el cuerpo se me inundaba de alivio.

– Pase entonces. Hay un baño de hombres a la izquierda. Pero, por favor, no entre en la sala hasta que…

No terminé de oírla. Con un gran ataque de energía, salí hacia la izquierda.

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