Dean Koontz - Nocturno

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Nocturno: краткое содержание, описание и аннотация

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Christopher Snow conoce la noche como nadie, pues la extraña enfermedad cutánea que padece lo hace peligrosamente vulnerable a la luz solar y lo ha condenado a vivir veintiocho años en perpetua oscuridad.
No es, sin embargo, de noche cuando avisan a Chris de que su padre está agonizando, aunque sí suceden durante la oscuridad todos los acontecimientos que se precipitan con su muerte: el descubrimiento casual por parte de Chris de que el cadáver de su padre ha sido cambiado por otro, las asombrosas revelaciones de una enfermera sobre experimentos genéticos en los que estaría implicada la difunta madre de Chris, la aparición de extraños seres tan inteligentes como agresivos, que rondan en la noche. Un mal oscuro impregna la sociedad, y Chris sólo cuenta con su novia, Sasha, y su amigo Bob para hacerle frente…
Nocturno, crónica de una noche de premoniciones, descubrimientos y revelaciones demasiado espantosas, es a la vez un thriller, una fantástica aventura, un canto a la amistad y una conmovedora historia del triunfo sobre las propias limitaciones. Una novela inquietante y oscura, matizada por una poderosa intriga y un irresistible sentido del humor.

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Sí. Seguro. Como la puramente coincidente erupción de fuegos artificiales cada día de la Independencia.

Con el corazón desbocado esperando ser descubierto en cualquier momento, cogí la mecha de gasa que tenía Orson, y até cuidadosamente la bala en uno de los extremos.

Me contemplaba sin parpadear.

– ¿Te parece bien el nudo -pregunté-, o te gustaría hacer uno tu mismo?

Me dirigí a la puertecilla de la gasolina e introduje el cartucho en el tanque Su peso empujo la mecha hacia el interior del recipiente. La gasa absorbente enseguida quedaría empapada de gasolina.

Orson corría nervioso en círculo: «Corre, corre. Corre rápido. Rápido rápido, rápido amo Snow».

Dejé fuera del tanque casi metro y medio de mecha. Quedo colgando a un lado del coche patrulla y la llevé hasta la acera.

Fui a buscar la bicicleta que seguía apoyada contra el tronco del laurel, me detuve y encendí la mecha con el encendedor de gas. Aunque el trozo de mecha que había quedado fuera no estaba empapado con gasolina, ardió mas rápido de lo que imaginaba. Demasiado.

Salté a la bicicleta y pedaleé como si todos los abogados del infierno y algunos demonios de esta tierra corrieran aullando tras mis talones, lo cual harían probablemente. Con Orson corriendo a mi lado, atravesé disparado el aparcamiento hasta la rampa de salida, me metí en el camino del embarcadero, que estaba desierto, y luego hacia el sur pasé delante de restaurantes y comercios cerrados que se alineaban frente a la bahía.

La explosión llegó demasiado pronto, un fuerte estampido menos sonoro de lo que esperaba. A mi alrededor y ante mí brilló una luz anaranjada, la llama inicial del estallido fue refractada a considerable distancia por la niebla.

Imprudentemente apreté el freno de mano, di un giro de ciento ochenta grados, hice un alto con el pie en la calzada y mire atrás.

Poco pude ver, ningún detalle: un foco de luz blanca y amarilla rodeada de llamas anaranjadas, suavizado por la profunda y arremolinada bruma.

Lo peor que vi no se encontraba en la noche sino en el interior de mi corazón: el rostro de Lewis Stevenson burbujeante, humeante, emitiendo un vapor de grasa como si fuera panceta friéndose en la sartén.

– Dios mío -exclamé con una voz tan ronca y temblorosa que ni yo mismo reconocí.

Tenía que encender la mecha, no podía hacer otra cosa. Aunque los polis supieran que Stevenson había sido asesinado, las pruebas de cómo lo había sido -y por quien- habrían desaparecido.

Me alejé del puerto con mi perro cómplice, atravesé unas cuantas calles en espiral, avenidas, el lóbrego centro náutico de Moonlight Bay. Aunque sentía el peso de la Glock en el bolsillo, la chaqueta de cuero con la cremallera abierta flotaba como una capa mientras corría sin ser visto, evitando la luz ahora por más de una razón, una sombra flotando a través de las sombras, como si fuera el legendario fantasma, escapado del laberinto subterráneo de la ópera, ahora sobre ruedas y decidido a aterrorizar al mundo.

Entretenerme con esa imagen etérea de mí mismo inmediatamente después de haber cometido un asesinato, no dice mucho a mi favor. En mí defensa solo puedo decir que al reconstruir esos acontecimientos como una gran aventura, conmigo en el papel de protagonista, estaba intentando desesperadamente apartar mis miedos y, más desesperadamente todavía, evitar el recuerdo del disparo. Y también necesitaba suprimir las horribles imágenes del cuerpo ardiendo que mi activa imaginación generaba como una serie sin fin de apariciones fantasmales saltando de las negras paredes de una atracción.

El vacilante esfuerzo por dar un aspecto romántico al suceso solo duró hasta que llegué a la avenida contigua al Gran Teatro, a media manzana de Ocean Avenue, donde una lámpara de seguridad llena de mugre hacía que la niebla pareciera contaminación. Allí dirigí la bici, la deje rodar por el pavimento, me acerque al Dumpster y vomité lo poco que no había digerido de la cena de media noche con Bobby Halloway.

Había asesinado a un hombre.

Indudablemente la víctima se merecía morir. Y mas pronto o más tarde, con una u otra excusa, Lewis Stevenson me hubiera matado, sin tener en consideración la voluntad de sus colegas de conspiración de garantizarme una dispensa especial, había actuado en defensa propia, podría argumentarse. Y para salvar la vida a Orson .

Pero había matado a un ser humano, y aun en aquellas circunstancias, no se alteraba la esencia moral del acto. Sus ojos vacíos, muertos, me obsesionaban. La boca, abierta en un grito silencioso, los dientes ensangrentados. La memoria trae fácilmente las visiones; sonidos, sabores, sensaciones táctiles son más difíciles de evocar; es virtualmente imposible experimentar un olor tan sólo deseando recordarlo. Y sin embargo antes había recordado la fragancia del champú de mi madre, y ahora el olor metálico de la sangre fresca de Stevenson persistía de tal manera que me obligó a quedarme en Dumpster como si estuviera en la barandilla de un barco en movimiento.

De hecho no sólo me afectaba haberlo matado, sino también haber destruido el cadáver y toda evidencia con diligencia y eficacia. Al parecer tenía talento para la vida criminal. Sentí como si algo de aquella oscuridad en la que había vivido durante veintiocho años se hubiera deslizado en mi interior y se hubiera colado en una cámara hasta entonces desconocida de mi corazón.

Purificado pero sin sentirme mejor por ello, subí de nuevo a la bicicleta y atravesé con Orson una serie de desvíos hasta la gasolinera Caldecott, en la esquina de San Rafael Avenue y Palm Street. El servicio estación estaba cerrado. La única luz en el interior procedía de un reloj de pared con un neón azul de las oficinas, y la única luz en el exterior era la de la máquina expendedora de bebidas.

Compré una lata de Pepsi para sacarme el gusto amargo de la boca. Abrí el grifo del agua que había en la zona para hinchar ruedas y esperé mientras Orson bebía del chorro.

– Qué perro más feliz debes ser con un amo tan atento -dije-. Siempre pensando si tienes sed, hambre o si estás limpio. Siempre dispuesto a matar a cualquiera que levante un dedo contra ti.

La mirada inquisitiva que me devolvió fue desconcertante aun en la penumbra. Luego me lamió la mano.

– Gratitud y reconocimiento -dije.

Volvió a beber más agua, acabó y se sacudió el morro chorreante.

– ¿De dónde te sacó mamá? -pregunté mientras cerraba el grifo.

Me volvió a mirar a los ojos.

– ¿Qué secreto guardaba mi madre?

Su mirada era firme. Conocía las respuestas a mis preguntas. Pero no iba a hablar allí mismo.

27

Me parece que Dios holgazanea por los alrededores de la iglesia de St. Bernadette, tocando la guitarra con una banda de ángeles o jugando al ajedrez mental. Está en una dimensión que no podemos ver, sacando copias para nuevos universos en los cuales problemas como el odio, la ignorancia, el cáncer y el pie de atleta serán eliminados en el plan previo. Vuela por encima de los bancos de la iglesia de roble barnizado, como en una piscina llena de nubes de incienso y sencillas plegarias en lugar de agua. Tropieza silenciosamente con las columnas y las esquinas del techo de la catedral mientras medita ensoñaciones y espera a los parroquianos que necesitan acercarse a Él con problemas que resolver.

Aquella noche tuve el presentimiento de que Dios se mantenía a distancia de la rectoría contigua a la iglesia. Tuve una sensación de grima cuando pasé por delante pedaleando en la bicicleta. La casa de piedra de dos plantas -como la de la iglesia- era de estilo normando francés con algunas modificaciones, las suficientes para acomodarla al suave clima de California. Las tejas superpuestas de pizarra negra del tejado en vertiente, con la humedad de la niebla, eran tan gruesas como la armadura de escamas del ceño de un dragón, y más allá de los inexpresivos ojos negros del cristal de las ventanas -incluyendo un óculo a cada lado de la puerta principal- se levantaba un reino sin alma. La rectoría nunca me había parecido un lugar prohibido, pero ahora la contemplaba con desasosiego debido a la escena que había presenciado entre Jesse Pinn y el padre Tom en el sótano de la iglesia.

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