Dean Koontz - Nocturno

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Christopher Snow conoce la noche como nadie, pues la extraña enfermedad cutánea que padece lo hace peligrosamente vulnerable a la luz solar y lo ha condenado a vivir veintiocho años en perpetua oscuridad.
No es, sin embargo, de noche cuando avisan a Chris de que su padre está agonizando, aunque sí suceden durante la oscuridad todos los acontecimientos que se precipitan con su muerte: el descubrimiento casual por parte de Chris de que el cadáver de su padre ha sido cambiado por otro, las asombrosas revelaciones de una enfermera sobre experimentos genéticos en los que estaría implicada la difunta madre de Chris, la aparición de extraños seres tan inteligentes como agresivos, que rondan en la noche. Un mal oscuro impregna la sociedad, y Chris sólo cuenta con su novia, Sasha, y su amigo Bob para hacerle frente…
Nocturno, crónica de una noche de premoniciones, descubrimientos y revelaciones demasiado espantosas, es a la vez un thriller, una fantástica aventura, un canto a la amistad y una conmovedora historia del triunfo sobre las propias limitaciones. Una novela inquietante y oscura, matizada por una poderosa intriga y un irresistible sentido del humor.

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Me ponía enfermo la perspectiva de volver al coche patrulla con el muerto el tiempo suficiente para limpiar todo lo que había podido dejar mis huellas dactilares. Sería un ejercicio fútil, de todas formas, porque seguramente pasaría por alto algo.

Además, una huella dactilar no iba a ser la única prueba que dejaría. Cabellos, un hilo de los téjanos, algunas fibras de la gorra Instrucción Secreta. Pelos de Orson en el asiento trasero, las marcas de sus uñas en la tapicería. E indudablemente otras cosas que me incriminarían en igual medida o más aun. Había estado de suerte. Nadie había oído los disparos. Pero la suerte y el tiempo, debido a su naturaleza, son cambiantes, y aunque mi reloj contenía un microchip en lugar de unas manecillas, hubiera jurado que podía oír su avance.

Orson también estaba nervioso y husmeaba el aire en busca de monos u otra amenaza.

Corrí a la parte trasera del coche patrulla y presione el botón que abría el maletero. Estaba cerrado, como me temía.

Tic, tic, tic.

Me di ánimos y volví a la puerta delantera abierta. Aspire profundamente, contuve la respiración y me incline hacia dentro.

Stevenson estaba retorcido en su asiento, con la cabeza echada hacia atrás apoyada en el quicio de la puerta. Su boca convertida en una mueca silenciosa mostraba unos dientes ensangrentados, como si se hubieran cumplido sus sueños de morder a las niñas.

Arrastrado por un viento cruzado que entró por la ventanilla rota, un lienzo de niebla flotó hacia mí, como si fuera un vapor alzándose de la sangre todavía caliente que manchaba la parte delantera del uniforme del muerto.

Tuve que inclinarme más de lo que esperaba y puse una rodilla en el asiento del pasajero para desconectar el motor.

Los ojos negro aceituna de Stevenson estaban abiertos. En ellos no brillaba ni vida ni ninguna luz sobrenatural y, sin embargo, esperaba que parpadearan y se clavaran en mí.

Antes de que la mano viscosa y gris del jefe pudiera atraparme, saqué las llaves de puesta en marcha, salí del coche y finalmente pude sacar el aire y expirar. En el maletero encontré la caja de primeros auxilios que esperaba. Cogí un grueso rollo de vendas de gasa y unas tijeras.

Mientras Orson patrullaba alrededor del coche, husmeando el aire con diligencia, desenrolle la gasa, la doblé una y otra vez hasta conseguir varias cintas de alrededor de metro y medio antes de cortar con las tijeras. Retorcí las tiras con fuerza, las ate con un nudo en un extremo, otro en la parte central y otro en la parte mas baja. Tras repetir este ejercicio, uní todas las tiras con un nudo final: tenía una mecha de aproximadamente diez pies de largo.

Tic, tic, tic.

Dejé la mecha en la acera, abrí la puertecilla de la gasolina en la parte lateral del coche y cuando retire el tapón del tanque brotaron emanaciones de gasolina.

Me acerque otra vez al maletero y devolví a la caja de primeros auxilios las tijeras y la gasa que quedaba. Cerré la caja y luego el maletero.

El aparcamiento seguía desierto. Los únicos sonidos eran las gotas de condensación desplomándose desde el laurel de las Indias sobre la carrocería del coche, y el incesante movimiento de las patas de mi vigilante perro.

Aunque iba a significar otra visita al cadáver de Lewis Stevenson devolví a su sitio las llaves del coche. He visto algunos episodios de las mas populares series de crímenes de televisión y se con que facilidad hasta los criminales mas inteligentes pueden ser atrapados por un ingenioso detective de homicidios. O por una novelista de libros de misterio que resuelve asesinatos reales por afición. O por una maestra de escuela solterona retirada. Todo ello entre los créditos de apertura y los anuncios de un desodorante vaginal. Y me proponía darles -tanto a los profesionales como a los entrometidos aficionados- un poco de carnaza con la que trabajar.

El muerto emitió un gruñido cuando una burbuja de gas estallo en las profundidades de su esófago.

– Salud -le dije, intentando sin éxito bromear conmigo mismo.

No vi ninguno de los cuatro casquillos de bala en el asiento delantero. A pesar de la tropa de sabuesos aficionados al acecho y sin consideración a que la posesión de los casquillos pudiera ayudarles a identificar el arma asesina no tuve agallas para buscar en el suelo sobre todo bajo las piernas de Stevenson.

De todas formas, aunque encontraran todos los casquillos, seguía teniendo una bala incrustada en el pecho. Y si no estaba demasiado de formada, el montoncito de plomo mostraría las marcas de las muescas hechas por el cañón de mi pistola. Pero ni siquiera la perspectiva de la cárcel fue suficiente para hacerme sacar la navaja de bolsillo llevar a cabo una operación exploratoria y extraer la prueba que me incriminaba. Si hubiera sido otro hombre con el estomago suficiente para una autopsia in situ no hubiera corrido riesgos. Asumiendo que el cambio radical en la personalidad de Stevenson -su recientemente descubierta sed de violencia- era uno de los síntomas de la misteriosa enfermedad que padecía, y considerando que dicha enfermedad se podía contagiar por contacto con tejidos infectados o fluidos del cuerpo, esa clase de trabajo espeluznante estaba fuera de toda discusión. Además, por esta razón yo había procurado que su sangre no me salpicara.

Cuando el jefe me habló de sus sueños de estupro y mutilación, me puso enfermo pensar que estaba respirando el mismo aire que él. Dudaba sin embargo que el microbio que tenía se contagiara por las vías respiratorias. Si era tan contagioso, Moonlight Bay no se estaba dirigiendo hacia el infierno, como él me había dicho: haría ya tiempo que habría llegado al abismo de sulfuro.

Tic, tic, tic.

Según el marcador del salpicadero, el tanque de gasolina estaba casi lleno. Bien. Perfecto. A primeras horas de la noche, en casa de Angela, el grupo de monos me había enseñado como destruir las pruebas de un asesinato.

El fuego sería tan intenso que los cuatro cartuchos de bala, la carrocería metálica del coche y hasta las estructuras mas pesadas se derretirían. De Lewis Stevenson no quedarían más que huesos chamuscados y el plomo de la bala desaparecería. Ni mis huellas dactilares, cabellos o fibras de la ropa iban a sobrevivir.

La otra bala había atravesado el cuello del jefe y pulverizado la ven tanilla de la puerta del conductor Ahora estaría en algún lugar del aparcamiento o, con suerte, descansaba en las profundidades de la cuesta cubierta de hiedra que iba desde el extremo final del aparcamiento hasta la parte mas elevada del camino del embarcadero, donde sería imposible encontrarla.

La pólvora del disparo adherida a mi chaqueta también era una prueba que me acusaría. Debía destruirla. No podría. Quería a esa chaqueta. Era magnifica. Y el agujero de bala en el bolsillo la hacia aun mas magnifica.

– Demos a los maestros de escuela solterones alguna oportunidad -murmure mientras cerraba las puertas delanteras y traseras del coche.

La breve risa que dejé escapar estaba tan exenta de humor y fue tan sombría que me dolió tanto como la posibilidad de que me encarcelaran.

Saqué el cargador del arma, cogí una bala -quedaban seis- y luego volví a cargarla.

Orson gimió con impaciencia y cogió un extremo de la mecha de gasa con la boca.

– Sí, sí, sí -exclamé, y luego le di el premio doble que merecía.

El chucho debió de cogerla porque despertaba su curiosidad, porque los perros sienten curiosidad por todo.

«Que divertido, una serpentina blanca. Como una serpiente, serpiente. Serpiente… pero no es una serpiente. Interesante. Interesante. Huele al amo Snow. Debe ser buena para comer. Ya casi nada es bueno para comer.»

El hecho de que Orson la cogiera y gimiera con impaciencia no significaba necesariamente que comprendiera el propósito o la naturaleza de lo que había confeccionado. Su interes -y la rara oportunidad- debió de ser una coincidencia.

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