Sue Grafton - C de cadáver
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Di unos golpecitos en el cristal, por guardar las formalidades, y tanteé el tirador. No habían echado la llave. Abrí y asomé la cabeza.
– ¿Hay alguien?
No había nadie a la vista, pero ya había pasado por aquella experiencia al visitar el centro con el doctor Fraker. Alfie podía encontrarse en la cámara frigorífica, donde se guardaban los cadáveres.
– ¡Eeeeeh! ¿Hay alguien?
Ninguna respuesta. Me había abierto la puerta, o sea que en algún sitio tenía que estar.
Cerré a mis espaldas. Los tubos fluorescentes emitían una luz molesta, como el sol en un día de invierno. Vi una puerta a mi izquierda. Me acerqué, llamé, la abrí y vi un despacho vacío, amueblado con un sofá marrón de fibra artificial. Puede que el del turno de noche diera allí alguna cabezada cuando no tenía nada mejor que hacer. También había un escritorio y una silla giratoria. La ventana estaba protegida por fuera por una reja de hierro forjado, ante la que los densos arbustos se apelotonaban, impidiendo el paso de la luz diurna. Cerré la puerta y avancé hacia la cámara frigorífica, la abrí y eché un vistazo.
Alfie tampoco estaba allí. A la uniforme luz interior, los ocupantes del lugar yacían en sus literas de fibra vítrea azul, sumidos en un sopor inmóvil y eterno, los unos tapados con sábanas, los otros con plástico, con el cuello y los tobillos envueltos en unas vendas que parecían cinta adhesiva. No sé por qué, me recordó la hora de la siesta en un campamento de verano.
Volví a la sala principal y estuve un rato sentada y contemplando la mesa de las autopsias. Lo normal en mí habría sido registrar todos los cajones, armarios y cajas, pero me pareció una falta de respeto, dado el lugar. O a lo mejor es que tenía miedo de tropezar con algo macabro: bandejas rebosantes de dientes, tarros herméticos llenos de ojos flotando. En fin, cualquier cosa. Me removí con inquietud. Me dije que estaba perdiendo el tiempo. Fui a la puerta, me asomé al pasillo e incliné la cabeza en actitud de quien escucha. Nada.
– ¿Alfie? -dije en voz alta. Agucé el oído otra vez, me encogí de hombros y cerré la puerta. Pensé entonces que, ya que estaba allí, por lo menos podía comprobar si el número apuntado por Bobby era el mismo que figuraba en la etiqueta del pie de Franklin. A nadie iba a hacer ningún daño. Saqué el cuaderno del bolso y lo abrí por la cubierta trasera. Volví a la cámara frigorífica y fui de un cadáver a otro, mirando las etiquetas de identificación que les colgaban del pie. Era como estar en el sótano de las rebajas, pero sin rebajas.
Al llegar al tercer cadáver vi que coincidían los números. Kelly tenía razón. Bobby había omitido el guión, y el código identificador de siete cifras parecía un número de teléfono. Me quedé mirando el cadáver; bueno, lo que se veía de él. Franklin estaba envuelto en un plástico transparente, aunque algo amarillento, como manchado de nicotina. Vi a través del mismo que era un negro cuarentón, de estatura media, delgado y con una cara marmórea. ¿Por qué tenía importancia aquel cadáver?
Empezaba a ponerme nerviosa. Alfie no tardaría en aparecer y no me apetecía que me pillara husmeando en el frigorífico. Volví a la silla de la sala principal.
Abandonar el almacén fue como salir de un cine refrigerado. La sala de autopsias se me antojó una playa tropical en comparación con la cámara frigorífica. Comenzaba a reconcomerme el prurito escudriñador. No podía evitarlo. Me irritaba que no hubiera nadie para echarme una mano y la inmovilidad me crispaba los nervios. No era un lugar de entretenimiento. No suelo pasearme por los depósitos de cadáveres cuando no tengo nada que hacer y el sitio me ponía en tensión.
Me puse a registrar un cajón para calmar el gusanillo y para comprobar que el contenido no tenía nada que ver con las lúgubres imágenes que antes había conjurado. El cajón contenía cuadernos de notas, formularios en blanco y artículos varios de oficina. Ya más tranquila, me puse a registrar el siguiente, que contenía ampollas de distintos productos farmacéuticos, de nombre desconocido para mí. Para entrar en calor de una vez, registré también los restantes. Todo parecía relacionado con la disección de cadáveres; dado el lugar, era lógico, aunque no revelador.
Me enderecé y eché un vistazo general a la sala. ¿Dónde estarían los ficheros? ¿Nadie archivaba nada en aquel centro? Alguien me había dicho que se guardaban los gráficos allí, pero ¿dónde? ¿En el sótano? ¿En alguna planta superior? No me hacía ninguna gracia recorrer sola aquel edificio vacío. Me había hecho a la idea de que Alfie Leadbetter me -acompañaría y me iría diciendo a qué podía acceder y por dónde podía empezar la búsqueda. Incluso había acariciado la fantasía de sobornarle con un billete de veinte dólares, si tal era el precio de su ayuda.
Miré el reloj. Llevaba ya cuarenta y cinco minutos allí y quería resultados tangibles. Cogí el bolso y salí al pasillo, mirando en ambas direcciones. Había oscurecido mucho, aunque a través de una ventana situada al final del pasillo vi que aún no había anochecido del todo. Vi un conmutador de pared, encendí las luces y seguí andando por el pasillo, mientras leía el rótulo blanco de la puerta de cada despacho. Las oficinas de radiología estaban a la derecha del depósito. Más allá, Medicina Nuclear y la sección de enfermeras. Me pregunté si Sufi Daniels habría estado allí alguna vez.
Algo empezó a removérseme en el fondo del cerebro. Pensaba en la caja de cartón con las pertenencias de Bobby. ¿Qué había en ella? Textos médicos, artículos de oficina y dos manuales de radiología. ¿Para qué los querría? Bobby ni siquiera se había matriculado en la facultad de medicina y no alcanzaba a adivinar para qué necesitaría unos manuales que hablaban de unos aparatos que tal vez no hubiese utilizado hasta un lustro después; en el caso de que alguna vez los hubiese utilizado. Además, no había dado muestras de que la radiología le interesara particularmente.
Subí a la planta baja. A nadie iba a molestar si echaba otra miradita a la caja. Al llegar a la puerta, me quité el jersey y obstruí el mecanismo de cierre. Podía abrir sin problemas, pero no quería que la puerta se cerrase cuando saliera. Me dirigí al coche, lo abrí y saqué la caja del asiento trasero. Cogí los dos libros sobre radiología y los miré por encima. Eran manuales técnicos para el manejo de aparatos concretos, con información sobre contadores, cuadrantes y conmutadores, y mucha palabrería esotérica sobre exposiciones, rads y röentgens. En la parte superior de una página había un número a lápiz, una especie de garabato hecho por distracción y rodeado de florituras. Otra vez Franklin. Ver aquel código de siete cifras que ya conocía se me antojaba irreal, un fenómeno de ultratumba, como oír la voz de Bobby en el contestador automático cinco días después de su muerte.
Dejé la caja en el asiento delantero, me puse los dos manuales bajo el brazo y volví a cerrar el coche. Regresé despacio al edificio. Crucé la puerta y me detuve para ponerme el jersey. Ya que estaba en la planta baja, quise revisarla por encima. Estaba convencida de que tenía que buscar en los archivos, de que la pistola se encontraba en el fondo de algún armario atestado de gráficos antiguos. El hospital había tenido antaño mucha actividad y en alguna parte tenía que haber unos archivos. ¿En qué otro sitio se podían guardar los gráficos que ya no servían? Si no me fallaba la memoria, los archivos del St. Terry estaban más bien hacia el centro del edificio, para que los médicos y demás personal autorizado accedieran a ellos con facilidad.
En aquella planta no eran muchos los despachos que parecían activos. Me puse a probar puertas al azar. Casi todas estaban cerradas con llave. Doblé al llegar al final del pasillo y entonces lo vi: "Archivos Médicos"; el rótulo, pintado en su momento y ahora medio borrado, destacaba encima de un juego de puertas dobles. Caí en la cuenta de que muchos departamentos antiguos se indicaban de manera parecida, con una especie de pergamino pintado, en el que figuraba el nombre correspondiente con caligrafía barroca, como en la época de los conquistadores españoles.
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