Alex Kava - Cazador De Almas

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En una cabaña aislada de Massachusetts, seis jóvenes dispuestos a morir se atrincheran esperando el asalto de agentes del FBI. En una zona boscosa de Washington, cerca del monumento a Franklin D. Roosevelt, aparece el cadáver de la hija de un senador.
Para Maggie O´Dell, agente especial del FBI encargada de la investigación, estos dos casos están lejos de ser rutinarios. Experta en la elaboración de perfiles criminales, Maggie aporta un enfoque psicológico en casos en los que intervienen presuntos asesinos en serie. De ahí que no acabe de entender por qué se le asigna la investigación de dos crímenes sin relación aparente.
Sin embargo, a medida que Maggie y su compañero, el agente especial R.J. Tully, se sumerjan en la investigación, descubrirán que ambos casos están unidos por un vínculo: el reverendo Joseph Everett, líder carismático de una conocida secta religiosa. ¿Es Everett un psicópata que utiliza su influencia para escenificar crímenes horrendos? ¿O es tan sólo la cabeza de turco de un asesino más astuto y retorcido que él?

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Algo se movía. Algo entre las sombras. ¡Mierda! Era sólo una rama.

Tenía que salir de allí. Se estaba poniendo histérica. Se inclinó para recoger el bolso. Algo restalló delante de ella. Un cordel brillante le enlazó la cabeza y le ciñó el cuello antes de que lograra asirlo.

Intentó gritar, pero sólo le salió un gemido estrangulado. Boqueó, intentando tomar aire. Echó mano del cordel, y luego de las manos que lo sujetaban. Clavó las uñas en la piel, desgarró su propia carne. No lograba respirar. No podía impedirlo. No podía impedir que el cordel la apretara cada vez más. Se sintió caer de rodillas. Vio destellos de luz tras los párpados. No había aire. No podía respirar. Movió frenéticamente los pies, pero resbaló. Su cuello soportaba todo el peso de su cuerpo, que pendía de un solo cordel.

No podía recobrar el equilibrio. No veía. No podía respirar. Las rodillas no le respondían. Sus brazos se agitaban. Sus dedos se hundían cada vez más en su propia piel, pero de nada servía. Cuando cayó la oscuridad, sintió alivio.

Capítulo 12

Washington D.C

Centro de la ciudad

Gwen Patterson se cambió la correa del maletín de un hombro a otro y esperó a que llegara Marco. Escudriñó el interior en penumbra del pub, cuya atmósfera histórica preservaban las antiguas bujías de gas y los candelabros. Sabía que, a aquella hora de un sábado por la tarde, los políticos que frecuentaban el Old Ebbitt's Grill se habrían ido ya, lo cual haría posible conseguir un asiento y alegraría a Maggie, que aborrecía el ambiente político de la capital.

Gran ironía, las mismas cosas que Maggie detestaba de Washington eran las que hacían las delicias de Gwen. Ésta no concebía un lugar más emocionante para vivir, y adoraba su casa en Georgetown y su oficina con vistas al Potomac. Llevaba viviendo allí más de veinte años, y aunque se había criado en Nueva York, Washington era su hogar.

Marco sonrió tan pronto la vio y le hizo señas para que se acercara al pasillo donde se había parado.

– Esta vez te ha ganado -dijo, y señaló el asiento al final del pasillo donde Maggie estaba ya sentada, con un vaso de whisky escocés sobre la mesa, delante de ella.

– Bueno, no es la primera vez -le guiñó un ojo a Maggie, que siempre llegaba puntual. Gwen solía ser quien llegaba tarde.

Maggie sonrió al ver que Marco ayudaba a su amiga a quitarse la chaqueta y se hacía cargo de su maletín. Hizo amago de colgarlo del gancho de bronce que había junto a la mesa, pero se lo pensó mejor y lo apoyó cuidadosamente en la parte interior del asiento.

– ¿Qué llevas ahí? -se quejó-. Parece un cargamento de ladrillos.

– Casi, casi. Es un cargamento de mi nuevo libro.

– Ah, sí, olvidaba que ahora eres una escritora famosa, además de la psiquiatra predilecta de políticos y eruditos.

– De lo de escritora famosa no estoy muy segura -repuso ella al tiempo que se alisaba la falda con ambas manos y se acomodaba en el asiento-. Dudo que Investigaciones sobre la mentalidad criminal de varones adolescentes llegue a la lista de los más vendidos del New York Times.

Las pobladas cejas de Marco se elevaron junto con sus manos en un gesto de burlona sorpresa.

– Qué tema tan enjundioso y amplio para una mujer tan menuda y guapa.

– ¿Sabes, Marco?, cada vez que me halagas así acabo pidiendo la tarta de queso.

– El dulce es para los dulces. Parece lo más apropiado.

Gwen hizo girar los ojos. Marco le dio una palmadita en el hombro y se alejó para dar la bienvenida a una pareja de japoneses que esperaban en la puerta.

– Perdona -le dijo Gwen a Maggie-. Siempre pasa lo mismo.

Se recostó en el asiento y miró a su amiga con detenimiento. Maggie parecía divertida. Pero tal vez fuera el efecto del whisky, porque, cuando esa tarde la había llamado parecía deprimida; casi triste y angustiada. Le había dicho a Gwen que estaba en la ciudad y que quería saber si tenía tiempo para salir a cenar. Gwen sabía que su amiga estaba trabajando. Maggie vivía en Virginia, casi a una hora de distancia, en uno de los ricos barrios residenciales del extrarradio de Washington. Rara vez iba a la ciudad por diversión, y menos aún movida por un impulso repentino.

– ¿Qué tal fue la firma de libros? -Maggie bebió un sorbo de whisky y Gwen se preguntó si era el primero. Maggie se dio cuenta-. No te preocupes. Es el primero y el último. Tengo que volver a casa en coche.

– La firma fue bien -respondió Gwen. Había decidido dejar pasar aquella ocasión de sermonear a Maggie sobre su hábito recién adquirido. Lo cierto era que estaba preocupada por ella. Rara vez la veía sin un vaso de whisky en la mano-. Siempre me sorprende que a tanta gente le interesen las retorcidas mentes de los criminales -le hizo una seña a un camarero y pidió una copa de chardonnay. Luego le dijo a Maggie-.Yo voy en taxi, así que puedo tomar más de una.

– Tramposa.

A Gwen le alegró que Maggie fuera capaz de bromear aún sobre el tema. Especialmente porque, la última vez que habían quedado para cenar, le había insinuado a Maggie que, más que una apetencia, el whisky era para ella una necesidad. Maggie había respondido con una mirada de enojo que parecía decirle que no se metiera donde nadie la llamaba. Lo cual era inútil, a decir verdad. Maggie estaba condenada a cargar con su amistad, que, le gustara o no, llevaba aparejado un instinto de maternal entremetimiento que no dejaba de asombrar a la propia Gwen.

Gwen era quince años mayor que Maggie, y desde la primera vez que se vieron, cuando Maggie era becaria en Quantico y ella consultora en asuntos de psicología, sentía hacia su amiga un instinto de protección que nunca antes había experimentado hacia nadie. Siempre había creído que no tenía ni un pelo de maternal. Pero, por alguna razón, se había convertido en la proverbial mamá oso, capaz de sacarle los ojos a quien amenazara con hacerle daño a Maggie.

Gwen apartó su carta, dispuesta a hacer de psicóloga, amiga y madre. No había aprendido a separar esos papeles. ¿Y qué si nunca aprendía? A Maggie -lo creyera o no- le venía bien tener a alguien que velara por ella.

– ¿Qué te trae por la ciudad? ¿Ha pasado algo?

Maggie trabajaba en Quantico, en la Unidad de Ciencias del Comportamiento, y rara vez visitaba la sede del FBI sita entre las avenidas Novena y Pennsylvania.

Maggie asintió con la cabeza.

– Acabo de hacerle una visita a Ganza. Pero antes estuve en Arlington. Hoy era el entierro del agente Delaney.

– Oh, Maggie, no lo sabía -Gwen observó a su amiga, quien se empeñaba en evitar sus ojos y seguía bebiéndose el whisky y colocándose la servilleta en el regazo-. ¿Estás bien?

– Claro -dijo con excesiva premura, lo cual significaba «no, claro que no».

Gwen esperó a que pasara el silencio, confiando en que su amiga dijera algo más. Pero Maggie abrió su carta. De acuerdo, así que iba a hacer falta algún que otro tira y afloja. No importa. Gwen era doctora en tiras y aflojas, aunque en su diploma oficial ponía «doctora en psicología». Para el caso, era lo mismo.

– Por teléfono parecía que necesitabas hablar.

– La verdad es que estoy trabajando en un caso y me vendría bien tu opinión profesional.

Gwen estudió los ojos de Maggie. La razón de su llamada no era ésa, o se lo habría dicho. De acuerdo, si su amiga prefería charlar de esto y aquello y posponer la verdadera cuestión, ella podía mostrarse paciente.

– ¿Qué caso es?

– El del tiroteo en la cabaña. Cunningham quiere un perfil criminal de esos chicos, por si podemos relacionarlos con alguna organización. Porque seis chavales no hacen eso ellos solos.

– Sí, desde luego. He leído algo sobre ese asunto en el Washington Times.

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