Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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Maggie cerró bruscamente el teléfono. «Oh, Dios», pensó, deseando que aquella voz no fuera la de su madre y que, en efecto, se hubiera equivocado de número. Sin embargo, pese a su fingida alegría, había reconocido aquella voz rasposa de fumadora. Entonces recordó que Greg le había dicho que su madre estaba fuera de la ciudad. Naturalmente, estaba con el reverendo Everett, quienquiera que fuera aquel tipo. Estaban en Las Vegas. ¿Dónde, si no, iba a ir a buscar a Dios una maniaco-depresiva adicta al alcohol?

Notó que el depósito de gasolina estaba casi vacío y, saliendo de la interestatal, se detuvo en una gasolinera Amoco. Acababa de quitar el tapón del depósito cuando se dio cuenta de que los surtidores no admitían tarjetas de crédito. Miró hacia la tienda. En cuanto vio los rizos rubios de la dependienta, volvió a poner el tapón y se metió en el coche.

Le costó otros dos intentos y unos cuarenta kilómetros más encontrar una gasolinera cuyos surtidores admitieran tarjetas. Para entonces ya tenía los nervios de punta. Le dolía la cabeza y las náuseas hacían que sintiera el estómago vacío y revuelto. No tenía ningún sitio a donde ir. Huir no arreglaría nada. Y tampoco podía obligar a Stucky a ir tras ella. A menos que ya estuviera esperándola, claro. Finalmente, decidió arriesgarse y volver a casa.

Capítulo 63

Tess corría, a pesar de que le dolía el tobillo. Los pies doloridos le sangraban aunque había intentado vendárselos con los jirones de las mangas de su blusa. No sabía hacia dónde se dirigía. El cielo había vuelto a nublarse, hinchándose, gris, listo para estallar. Por dos veces había llegado a una cornisa que miraba al agua. Si hubiera sabido nadar, no le habría importado lo lejos que parecía estar la otra orilla. ¿Por qué no podía escapar de aquella prisión eterna de pinos, enredaderas y riscos?

Se había pasado la mañana comiendo fresas salvajes o, al menos, eso le habían parecido. Luego bebió en la ribera fangosa del río, sin importarle que las algas se deslizaran también en el hueco de sus manos.

Su reflejo la había asustado al principio. El pelo encrespado, la ropa hecha jirones, los arañazos y cortes la hacían parecer una mujer loca. Pero ¿no era justamente eso a lo que la habían reducido? En realidad, no podía pensar en Rachel sin sentir que algo brutal y primitivo le desgarraba las entrañas.

No sabía cuánto tiempo había pasado acobardada en un rincón del agujero. Había llorado balanceándose de un lado a otro, abrazada a sí misma, con la frente contra la pared de barro. A veces, se había sentido deslizarse en otra dimensión, y había oído a su tía gritarle desde lo alto de la fosa. Habría jurado que veía asomada su cara, mirándola con el ceño fruncido mientras, agitando un dedo, la maldecía. Ignoraba si había transcurrido una sola noche, dos o tres. El tiempo había perdido todo significado.

Recordaba, en cambio, qué era lo que la había sacado de su estupor. Había sentido una presencia, algo o alguien haciendo ruido al borde del agujero. Esperaba levantar la vista y ver a su raptor encaramado al borde, listo para abalanzarse sobre ella. Pero no le había importado. Quería que aquello se acabara. Sin embargo, no era aquel loco, ni un depredador. Era un ciervo asomándose al foso. Un hermoso ejemplar joven que la miraba con curiosidad. Y Tess se había encontrado preguntándose de pronto cómo podía existir algo tan bello e inocente en aquella isla del diablo.

Entonces fue cuando se recompuso, cuando decidió de nuevo que no moriría, no allí, no en aquel agujero. Había tapado lo mejor que pudo a su compañera con ramas de pino. Las tiernas pinochas habían cubierto como un manto su piel gris y escariada. Luego, había trepado hasta la superficie.

Sin embargo, no había sentido alivio al dejar aquella tumba de tierra, que, irónicamente, se había convertido en una especie de refugio. Ahora, después de correr y caminar kilómetros y kilómetros, se sentía mucho más lejos de la seguridad de lo que se había sentido en el interior de la húmeda fosa.

De pronto, vio algo blanco en un risco, entre los árboles. Subió con renovada energía, sujetándose a las raíces de los árboles e ignorando las heridas que tenía en las manos y que no había notado antes. Pisó al fin terreno llano, boqueando en busca de aire. A pesar del esfuerzo, desde allí podía ver mucho mejor. Escondida entre los enormes pinos había una casa grande, revestida de madera blanca.

Su pulso se aceleró. Parpadeó, confiando en que el espejismo no se difuminara. Una súbita oleada de alivio se apoderó de ella al ver que un jirón de humo salía de la chimenea. Incluso le llegaba el olor de la leña del fuego. Oyó un sonajero de viento y un momento después lo vio colgando del techo del porche. Junto a la casa, florecían narcisos y tulipanes.

Se sintió como Caperucita Roja al encontrar entre los árboles del bosque el camino hacia la acogedora casa de su abuela.

Entonces se dio cuenta de que la analogía tal vez fuera real. Una alarma pareció dispararse en su cabeza. El pánico se difundió de nuevo por sus venas.

Se dio la vuelta para echar a correr, y se topó de bruces con él. La agarró por las muñecas y la miró desde su altura, sonriendo conio un lobo.

– Te estaba buscando, Tess -dijo con calma mientras ella se debatía, intentando desasirse-. Me alegro de que hayas encontrado el camino.

Capítulo 64

Washington D. C.

Lunes, 6 de abril

Maggie apenas podía creer que Cunningham hubiera insistido en que mantuviera su cita del lunes con el doctor Kernan. Ya resultaba desesperante tener que aguardar los permisos oficiales de las autoridades de Maryland. ¿Cómo podían estar seguros de que Stucky no lo averiguaría? Si se filtraba alguna información, no tendrían que preocuparse de que Stucky les tendiera otra trampa. No, esta vez se habría ido cuando llegaran, y pasarían cinco o seis meses antes de que volvieran a saber de él.

Había hecho el viaje enojada y nerviosa. Una hora de trayecto hacia Washington D. C., en plena hora punta. Y ahora tenía que esperar un poco más. De nuevo, Kernan llegaba tarde.

Entró arrastrando los pies. Olía a humo de puro y parecía que acababa de levantarse de la cama. Su traje, marrón y barato, estaba arrugado. Llevaba los zapatos sucios y con un cordón desatado que arrastraba tras él. Se había aplastado el pelo ralo y blanco con algún gel de olor desagradable. O tal vez fuera el aceite de friegas Ben-Gay lo que saturaba las fosas nasales de Maggie. Aquel hombre parecía el arquetipo del enfermo mental sin techo.

De nuevo, Kernan entró sin saludarla y crujió en la silla, echándose hacia delante y hacia atrás, hasta que se encontró cómodo. Esta vez, Maggie estaba demasiado inquieta y enfadada como para mostrarse intimidada. No le importaba qué extrañas visiones de su psique pudiera desenterrar el psicoanalista. Nada de lo que Kernan pudiera hacer o decir mitigaría o sanaría el caótico vendaval que hacía tic-tac dentro de su pecho como una bomba de relojería lista para explotar sin previo aviso.

Maggie movía compulsivamente el pie y tamborileaba con los dedos sobre el brazo de la silla. Observó a Kernan rebuscar entre sus papeles. Dios, estaba harta del desorden de los otros. Primero, Tully; y ahora, Kernan. ¿Cómo se las apañaba aquella gente?

Suspiró, y él la miró con el ceño fruncido por encima de las gruesas gafas y chasqueó los labios diciendo «sí, sí», como si la reprendiera. Ella continuó mirándolo fijamente, dejando que notara su desprecio, su rabia, su impaciencia, sin que le importara un bledo lo que pensara.

– ¿Tenemos prisa, agente especial Margaret O'Dell? -preguntó él mientras hojeaba una revista.

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