– Bueno, entonces os entenderíais a la perfección. Para vosotros dos, el sexo es lo más importante.
Babs tomó aire y contuvo la respiración. Luego, poco a poco, exhaló, pero su cuerpo seguía rígido.
– Llevo toda la noche conteniéndome para no darte una bofetada, así que será mejor que vaya a acostarme o acabaré dándotela. Aaron, que se quede a dormir conmigo; prefiero su compañía a la tuya, es más maduro. Tú búscate la vida.
– Ven aquí. No puedes dejarme plantada en medio de una pelea.
– Pues mira cómo lo hago.
– Siento haber dicho eso. En realidad, no lo pienso. Babs, por favor, dime qué puedo hacer.
Su amiga se giró en redondo y se encaró con ella.
– Muy bien, tú has sido la que ha preguntado. No estás peleándote conmigo, sino contigo. Y no es conmigo con la que estás enfadada. Ni siquiera con Trevor. Estás furiosa contigo misma.
– ¿Qué quieres decir?
– Tú eras la primera de la clase. Averigúalo tú sola. Hasta mañana.
Babs se metió en su dormitorio y cerró la puerta tras ella. Las lágrimas arrasaron los ojos de Kyla. Las dejó correr y lloró, a ratos indignada, a ratos autocompadeciéndose.
Y eso era la amistad… Se sentía traicionada. Había contado con el apoyo incondicional de Babs, pero su amiga había mostrado comprensión únicamente hacia Trevor.
Se tiró encima del sofá y tomó un sorbo de vino.
– No es de extrañar -balbució.
Babs era mujer y había caído rendida a los encantos de Besitos. Como cientos de mujeres antes que ella. La había traicionado por un par de bíceps musculosos y un bigote oscuro. ¿A qué quedaba reducida la lealtad cuando competía con el modo como le quedaban a Besitos los vaqueros, como le marcaban las nalgas?
Kyla se atragantó y bebió otro sorbo.
A nada. A Babs le encantaba lanzar insinuaciones, frases sin terminar, como cucharadas de masa para galletas encima de una fuente de horno. Y así eran aquellas ideas que lanzaba, estaban a medio cocer.
Si ése era el caso, ¿por qué seguía dándole vueltas al asunto?
¿Por qué perdía su tiempo pensando en la posibilidad de que efectivamente estuviera enfadada consigo misma? ¿Por qué iba a estar furiosa consigo misma?
Por haberse enamorado de Trevor.
Puso la copa de vino encima de la mesa con estrépito y salió disparada hacia la ventana. Tiró de la correa de la persiana y la subió de golpe. Miró hacia fuera, pero lo único que vio fue su imagen reflejada en el cristal. Se encaró consigo misma y se obligó a discutir.
Ella tampoco era inmune a sus encantos, a sus bíceps. ¿Y qué decir de su generosidad, de su amabilidad, de su forma de hacer el amor?
Para reprimir un sollozo se llevó los puños a la boca. No quería rememorar la manera como había disfrutado con su ternura, entre sus brazos. La culpa tenía un sabor metálico. A lo largo de las últimas semanas, en algún momento vivir y amar a Trevor se había convertido en algo más importante que mantener vivo a Richard en su corazón. Había dejado que la alarma sonara sin correr a apagar el fuego, y eso era una ofensa imperdonable.
Babs tenía razón. Estaba enfadada consigo misma por quererlo a pesar de todo.
No podía reprocharle que se hubiera acostado en la litera de Richard la noche anterior. Había sido un capricho del destino. Trevor no había usado las cartas para aprovecharse de ella, sino para colmar sus deseos. Se comportaba con Aaron como un padre ejemplar. Era ambicioso y tenía éxito en su profesión, pero no era uno de esos hombres esclavizados por su trabajo para amasar dinero.
Era cierto que él le había mentido al no hablarle de su relación con Richard. Ahora bien, si se hubiera presentado como Besitos, ella habría salido corriendo y se habría puesto fuera de su alcance. Si sólo se había casado con ella por sentido del deber, entonces era que sabía actuar tan bien como Laurence Olivier.
El amor que Trevor le había demostrado no podía fingirse, ni tampoco forzarse ni imponerse. Le salía del corazón.
Si aquel amor era sólido, ¿qué podía haber de malo en ello?
Se marchó del apartamento de Babs. Una vez en el coche, un millón de posibilidades pasaron por su mente, como insectos atraídos por la luz de un foco. ¿Y si él se había marchado?, ¿si había perdido al hombre que amaba por segunda vez en su vida? En la primera ocasión, lo sucedido escapaba a su control, pero esa vez sería ella la que lo había echado a perder.
Como decía Babs, era una idiota integral.
Dejó escapar un suspiro de alivio al ver que tanto el coche como la ranchera de Trevor estaban aparcados en el camino de entrada al garaje. Entró por la puerta delantera y vio una luz débil que provenía del dormitorio. Fue corriendo hacia allí.
Trevor estaba sentado en el borde de la cama, con la cabeza inclinada sobre una hoja de papel que tenía los dobleces marcados, de tantas veces como alguien la había doblado y desdoblado. Kyla reconoció su letra. Había otras cartas desparramadas encima de la cama. La luz que había visto era de la chimenea. Estaba leyendo a la luz de las llamas, aunque no era época todavía para encender el fuego.
Al oírla llegar, Trevor levantó la vista y la miró hasta que ella llegó a su lado. Ella bajó los ojos hacia esa carta tan manoseada. La agarró y la leyó. Cuando llegó a la frase donde decía Por lo que cuentas, es el tipo de hombre que me espanta, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Con un movimiento rápido, reunió todas las cartas, sobres incluidos. Fue hasta el otro lado de la habitación, retiró la pantalla que protegía el fuego y las tiró dentro de la chimenea.
– ¡Kyla, no!
El papel se retorció entre las llamas y empezó a arder encima de los troncos. Las llamas crepitaron. Al cabo de unos instantes las cartas se habían quemado y sólo quedaban de ellas las chispas que ascendían por el tiro de la chimenea. Cuando se dio la vuelta y lo miró, la cara de Kyla estaba arrasada por las lágrimas.
– No necesitas las cosas de otro, Trevor. Si quieres saber lo que pienso, lo que siento, pregúntamelo. Déjame que te abra mi corazón. Richard… -hizo una pausa y tomó aire. Respiró hondo. Tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos. Aquello era lo más doloroso que había tenido que decir en toda su vida, pero finalmente enunció la verdad que llevaba tanto tiempo sin querer reconocer-. Richard murió. Yo lo quería. Entre los dos creamos otro ser humano. Aaron es el testimonio de ese amor y siempre estaré agradecida, pero Richard murió y yo te quiero.
– Kyla -la voz de Trevor se quebró.
Kyla se echó en sus brazos, que se cerraron en torno a ella y la estrecharon. Trevor enterró la cara en su cuello.
– Te quiero, Trevor. Lo único que tienes que hacer es mirarme y lo verás escrito en mis ojos.
– No, no te vayas -protestó ella. Con una fuerza sorprendente, cerró los muslos alrededor de las caderas de Trevor.
– ¿No te peso mucho?
– Me gusta.
– Qué rara eres -él levantó la cabeza de la almohada y le sonrió.
– ¿Que yo soy rara? Tú eres el que se enamoró de una mujer leyendo las cartas que le había escrito a otro. Ella echó hacia atrás la cabeza para poder enfocarlo mejor-. ¿Y si yo hubiera sido un adefesio?
– Si hubieras sido un adefesio, si hubieras sido distinta en cualquier aspecto de cómo eres, me habría presentado, te habría dado el pésame, te habría ofrecido ayuda económica y me habría despedido.
– Eso dijo Babs.
– ¿Ah, sí?
– Cuando todavía me hablaba.
– ¿Me he perdido algo?
– Te lo explicaré por la mañana. Ahora estoy ocupada -exploró la oreja de Trevor con la lengua.
– Me imagino que nuestro hijo está en lugar seguro -murmuró él junto a uno de los pezones, que comenzó a endurecerse.
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