Subió al niño hasta la altura del fregadero, le lavó la cara y las manos y luego lo dejó en el suelo de la cocina, rodeado de botes de plástico de colores, uno de sus juguetes preferidos. Volvió junto a la barra, tomó la fotografía en la mano y la estudió un momento.
– Es una buena foto.
Trevor giró sobre sus talones, sobre los tacones de unas botas vaqueras que ahora a Kyla le parecían tan falsas e impostadas como el resto de su persona.
– Ya te has enterado.
– Sí, ya me he enterado -respondió con brusquedad-. Es verdad eso que dicen, ¿no? Los clichés siempre esconden una parte de verdad: la mujer es siempre la última en enterarse.
– Debería habértelo dicho.
– ¿Cuándo, Trevor?, ¿cuándo? ¿Cuando fuéramos mayores y tuviéramos el pelo gris?, ¿cuando yo estuviera demasiado débil para odiarte con todo mi ser, como te odio ahora?
– ¿A mí o a lo que he hecho?
– Las dos cosas. ¡No puedo soportar tenerte delante, Besitos!
Le lanzó aquel apodo a la cara como si fuera un insulto. Él hizo una mueca de dolor.
– Sé qué opinión te merecía Besitos, por eso no te dije quién era.
Ella se rió con cierto histerismo.
– Besitos. Estoy casada con Besitos, un hombre famoso por sus conquistas sexuales, que se revolcaría con cualquier cosa que llevara faldas porque de noche todos los gatos son pardos.
– Kyla.
– ¿No le dijiste eso una vez a Richard?
– Sí, pero eso era antes…
– No quiero oírlo -gritó, agitando las manos en el aire-. No quiero que me expliques nada, sólo quiero que me digas por qué has hecho esto. ¿Con qué fin? ¿Qué juego retorcido y enfermizo es éste?
– No es un juego -su tono razonable contrastaba con los chillidos de Kyla-. Nunca ha sido un juego, ni en un principio.
Ella consiguió controlar su cólera y respiró hondo varias veces.
– ¿Y cuál fue el principio? Está claro que no nos conocimos por casualidad.
– No.
– ¿Cuándo empezó todo esto?
– Cuando me desperté en un hospital de Alemania y descubrí que estaba vivo. Sin un ojo, con lesiones casi incurables, pero vivo.
– ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
Trevor dio un paso hacia ella.
– Querías saber por qué Richard no estaba en su litera la madrugada del atentado -ella asintió-. Esa noche yo volví borracho y Richard me ayudó a desvestirme. No recuerdo bien, pero creo que me eche en su litera, y él se fue a dormir a la mía.
Kyla se llevó una mano a la boca; con la otra se abrazó por la cintura. Tenía los ojos arrasados por las lágrimas.
– Eso fue lo que sentí yo -dijo Trevor con el ceño fruncido-. Cuando me di cuenta de que Richard había muerto en mi lugar, ya no me importaba vivir o morir -miró hacia fuera mientras revivía la dolorosa experiencia-. Pero sobreviví. Con ayuda de un enfermero que se hizo amigo mío, averigüé tu paradero y, cuando me dejaron salir del hospital, vine a buscarte.
Kyla puso ambos brazos alrededor de su cintura. Caminó arriba y abajo la distancia que ocupaba la barra frotándose el abdomen, adelante y atrás, como si un dolor atroz la destrozara por dentro. Luego se dio la vuelta hacia él.
– En mi opinión, te has excedido en el cumplimiento de tus obligaciones militares. ¡No quiero un marido que se ha casado conmigo por sentido del deber, muchas gracias! -gritó.
Su tono de voz era tan alto y virulento, que Aaron dejó de jugar con los botes de plástico y la miró. Empezó a temblarle el labio inferior.
– Ma-ma.
La voz trémula de su hijo rescató a Kyla del pozo de humillación en el que se hallaba sumergida. Se arrodilló junto a él y le acarició la cabeza.
– No pasa nada, cariño. Juega con tus botes. Mira, ¿ves? ¡Pumba, se han caído todos! Ponlos otra vez de pie para que lo vea mamá.
Momentáneamente aliviado, Aaron continuó jugando. Ella volvió a encararse con Trevor, cuya cara estaba tan rígida como la suya. Apenas movió los labios al hablar.
– No es así.
– Entonces explícame cómo es -replicó Kyla con desprecio-. Dime qué te empujó a venir aquí y a convencerme para…
– …casarte conmigo -pronunció esas palabras con énfasis, enfadado-. ¿Qué es lo que te parece tan deshonroso?
– Que todo estaba estudiado. No puedo creerme que fuera tan boba como para caer en la trampa. Tus modales, el modo en el que te preocupabas por Aaron, que te sintieras tan atraído por mí sin conocerme, ese coche tan de hombre serio… Parecías salido de una «Guía del segundo marido ideal para viudas», ¿verdad? ¿Qué te hizo hacerlo?
– Te quiero.
Ella estiró los brazos delante de él como para prevenirlo.
– No… no te atrevas a usar tu labia conmigo -le espetó, pero sin levantar la voz para no asustar a Aaron.
– No es labia, Kyla. Estaba enamorado de ti y lo sigo estando.
– Eso es imposible.
Él movió la cabeza con obstinación.
– Hay una parte fundamental de la historia que todavía no sabes.
– Entonces te ruego que me la cuentes.
– Tus cartas.
Ella se quedó en silencio, como si lo que acababa de escuchar la hubiera dejado muda.
– ¿Mis cartas? -se limitó a repetir.
– Las cartas que escribiste a Richard.
Se hundió en el taburete y se quedó mirando fijamente al hombre que de amante esposo había pasado a convertirse de nuevo en un desconocido. Había sido tan repentino… Cuando había visto la foto, había tenido la sensación de que alguien hacía desaparecer de un tirón la alfombra bajo sus pies. En ese momento era como si el suelo hubiera desaparecido. ¿Cuándo tocaría fondo?
– ¿Las has leído? -preguntó en tono que indicaba claramente que aquél le parecía el crimen más nefando de los que había cometido hasta entonces.
– Me las enviaron a mí por equivocación cuando estaba convaleciente en el hospital -le habló de la caja de metal donde Richard le había preguntado si podía guardar las cartas-. Me mandaron todas mis cosas, entre ellas la caja. La abrí y leí las cartas de amor que le habías escrito a tu marido, lo reconozco -fue hasta la barra y cubrió las manos de Kyla con las suyas-. No espero que lo comprendas, pero te juro que creo que gracias a esas cartas estoy vivo. Cada una de las palabras que contenían me servían de cura, más que cualquier medicamento, que cualquier operación o que cualquier tratamiento. Gracias a ellas, recuperé las ganas de vivir, para poder conocer a la mujer que las había escrito. Las memoricé todas, puedo repetírtelas palabra por palabra. Las tengo grabadas en la memoria, mejor que el Padre Nuestro. Fueron…
– Por favor, guárdate el discurso para tu próxima víctima -retiró las manos de debajo de las de él-. No quiero oírlo. ¿Te parece que puedo volver a creer ni una sola palabra de lo que dices después de haberme engañado como lo has hecho?
– Yo no lo veía como un engaño, Kyla.
– ¿No? Las orquídeas, la casa… -se bajó del taburete y empezó a andar otra vez de un lado para otro-. Ahora lo entiendo, todo encaja. Parecía como si pudieras leerme el pensamiento, y lo que pasaba era que sabías tantas cosas de mí porque habías leído mis cartas.
– Y respondía a lo que decían.
– No me extraña que te haya resultado tan fácil manipularme.
– Te daba lo que estaba en mi mano darte.
– Me invitabas a salir, te hacías el encantador con mis padres y… -de repente, se puso alerta. Entrecerró sus ojos marrones y lo miró airadamente-. ¡Mis padres! Te las arreglaste para que cambiaran la calificación urbanística del barrio justo en el momento oportuno, ¿no?
Trevor cubrió con tres pasos el espacio que los separaba y le puso las manos encima de los hombros.
– Kyla, antes de…
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