Mary Clark - Noche de paz
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Dejó aquellos pensamientos a un lado. Ya estaba hecho. Apiló cuidadosamente los regalos envueltos en papel de celofán de brillantes colores: unos pantalones y un polo; un libro y lápices para colorearlo; unos diminutos muebles para la casita de muñecas. Todo, hasta la ropa, estaba envuelto en su correspondiente paquete, al menos así parecería que Gigi tenía un montón de regalos para abrir.
Trató de no mirar el paquete más grande que había debajo del árbol, el que Gigi creía que era para Papá Noel.
Al final llamó a Aika por teléfono. Los nietos de Aika se iban siempre a su casa a dormir, así que Cally estaba segura de que la mujer podría quedarse con Gigi, en el caso de que la policía la detuviera después de que les contara lo de Jimmy y el pequeño.
Aika atendió al primer timbrazo.
– Diga. -Su voz era tan cálida como siempre.
"Si me meten de nuevo en la cárcel, ojalá dejaran a Gigi con Aika", pensó Cally, tragando el nudo que tenía en la garganta.
– Aika, tengo un problema. ¿Puedes venir dentro de una media hora y quizá quedarte a pasar la noche?
– No lo dudes. -Aika no hizo preguntas y se limitó a colgar.
Mientras Cally dejaba el auricular en su sitio, el timbre del portero electrónico resonó por todo el apartamento.
– Nuestro centro de control está que arde, señora Dornan -dijo Leigh Ann Winick, productora del informativo de las diez de la Fox, a Catherine mientras ésta y Michael se retiraban del plató evitando cuidadosamente los cables que había por el suelo-. Es como si todos nuestros espectadores quisieran que usted supiera que la apoyan y rezan por Brian, y por su marido.
– Gracias.
Catherine trató de sonreír. Bajó la mirada hacia Michael. Su hijo se había esforzado en darle ánimos en bien de ella. Cuando oyó hacer su petición ante las cámaras, comprendió cuánto significaba para él lo que sucedía.
Michael tenía las manos en los bolsillos y los hombros encorvados. Era la misma postura que Tom adoptaba cuando estaba preocupado por un paciente. Catherine se irguió y cogió a su hijo mayor por los hombros mientras la puerta del plató se cerraba a sus espaldas.
– Nuestros operadores están agradeciendo a todo el mundo sus llamadas en nombre de ustedes -dijo la productora-. Pero ¿hay algo en especial que quisiera usted que nuestro público supiera?
Catherine respiró hondo y apretó más a su hijo contra su cuerpo.
– Me gustaría que les dijera que yo creo que el monedero se me cayó y que Brian debió de seguir a la persona que lo recogió. La razón de que estuviera tan ansioso por recuperarlo es que mi madre acababa de darme una medalla de San Cristóbal que mi padre había llevado durante la Segunda Guerra. Mi padre creía que esa medalla le había salvado la vida. Incluso tiene la marca de una bala que rebotó contra ella y que pudo matarlo. Brian tiene la misma fe maravillosa en que San Cristóbal, o lo que éste representa, cuidará de nosotros otra vez…, y yo también lo creo. San Cristóbal nos traerá a Brian sobre sus hombros y ayudará a mi marido a ponerse bien. -Sonrió a Michael-. ¿Estás de acuerdo, colega?
Los ojos de Michael brillaban.
– Mamá, ¿de verdad lo crees así?
Catherine respiró hondo. "Creo, Señor, y ayúdame en mi incredulidad."
– Sí, lo creo -respondió con decisión.
Y quizá porque era Nochebuena, aquélla fue la primera vez que creyó.
El policía de tráfico Chris McNally escuchaba mientras Deidre Lenihan le contaba que acababa de ver una medalla de San Cristóbal, y que su padre se llamaba así. Era una buena chica, pero cada vez que él se detenía a tomar un café en aquel McDonald's, ella parecía estar de servicio y siempre quería charlar con él.
Esa noche, Chris estaba ansioso por volver a casa.
Quería dormir un poco por lo menos antes de que sus hijos se levantaran para abrir los regalos de Navidad.
También pensaba en el Toyota que había tenido delante del coche. Había estado pensando en comprarse uno igual, aunque sabía que a su mujer no le gustaba el marrón. Un coche nuevo significaba la preocupación de los plazos mensuales. Cuando el Toyota arrancó, vio el resto de una pegatina encima del parachoques con la palabra herencia. Sabía que el adhesivo original decía: "Estamos gastándonos la herencia de nuestros nietos".
– Y mi padre dice…
Chris se obligó a prestar atención. "Deidre es agradable, pero habla demasiado." Tendió la mano para coger la bolsa que ella le daba; pero estaba claro que no pensaba abandonar todavía, al menos hasta que le explicara que su padre creía que era una lástima que su mujer no se llamara Filomena. Y aun así, ella no terminó.
– Hace años -prosiguió-, mi tía trabajaba en Southampton y pertenecía a la parroquia de Santa Filomena.
Cuando tuvieron que cambiarle el nombre, el sacerdote hizo una encuesta para ver qué nombre elegían y por qué.
Mi tía propuso una santa que era la patrona de los locos porque la mayoría de los fieles estaban como una cabra.
– Bueno, a mí también me pusieron el nombre por San Cristóbal -dijo Chris mientras se las ingeniaba para cogerle la bolsa-. Feliz Navidad, Deidre.
"Y si no me doy prisa, será Navidad antes de que consiga hincarle el diente a la hamburguesa", pensó mientras volvía a la autopista. Abrió la bolsa con una mano, sacó la hamburguesa y, satisfecho, le dio un buen bocado. El café tendría que esperar hasta que llegara a su puesto.
Terminaba la guardia a medianoche, y después, pensó sonriendo para sí, cerraría los ojos al fin. Eileen intentaría que los niños no se levantaran antes de las seis…, eso con suerte. Conociendo a sus hijos como los conocía, no había sucedido así el anterior año, y ése tampoco sucedería.
Condujo hasta la salida 4c, desde donde veía a los infractores. Nochebuena no era como Nochevieja, en cuanto a detener conductores ebrios, pero Chris estaba decidido a no dejar pasar a nadie que llevara exceso de velocidad o que serpenteara por la autopista. Había presenciado un par de accidentes en los cuales unos borrachos habían convertido aquellas fiestas en la pesadilla de gente inocente. Si él podía evitarlo, esa noche no ocurriría. Además, la nieve convertía la carretera en algo mucho más traicionero.
Mientras abría la tapa del café, frunció el ceño. Un Corvette, a ciento sesenta por lo menos, avanzaba por el arcén.
Encendió las luces giratorias y la sirena, metió primera, y lanzó el coche patrulla detrás del infractor.
El inspector Bud Folney escuchó sin más expresión que un atento silencio, mientras una temblorosa Cally Hunter contaba a Mort Levy lo del monedero que se había encontrado en la Quinta Avenida.
Folney conocía los antecedentes básicos del caso: hermana mayor de Jimmy Siddons, había estado en la cárcel porque un juez no creyó su historia de que pensaba que ayudaba a su hermano a huir de una pandilla rival que quería matarlo. Levy le había dicho que Hunter parecía una de las personas con la peor mala suerte del mundo. Criada por una abuela anciana, que había muerto cuando ella era apenas una chiquilla, trató de enmendar a su descarriado hermano menor. Después, cuando ella estaba embarazada, el marido murió atropellado por un conductor que se dio a la fuga.
De unos treinta años, con unos kilos más hasta sería guapa, pensó Folney. Todavía tenía la palidez y aquella expresión perturbada que había visto en otras mujeres que habían estado en la cárcel y arrastraban el terror de ser encerradas de nuevo.
Miró alrededor. El ordenado apartamento, las agrietadas paredes pintadas de un amarillo alegre, el pobre pero cuidadosamente adornado árbol de Navidad, la colcha nueva sobre el cochecito destartalado… Todo aquello le decía algo sobre Cally Hunter.
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