Harlan Coben - La promesa

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Han pasado seis años desde que el agente Myron Bolitar hizo de superhéroe. En seis años no ha dado ni un puñetazo. No ha tenido en la mano, y mucho menos disparado, una pistola. No ha llamado a su amigo Win, el hombre más temible que conoce, para que le ayude o para que le saque de algún lío. Todo eso está a punto de cambiar… debido a una promesa. El año académico está llegando al final. Las familias esperan con ansia noticias de las universidades. En esos últimos momentos de tensión del instituto, algunos chicos cometen el muy común y muy peligroso error de beber y conducir. Pero Myron está decidido a ayudar a los hijos de sus amigos a mantenerse a salvo, y hace que dos chicas del vecindario le hagan una promesa: si alguna vez están en un apuro pero temen llamar a sus padres, le llamarán a él. Unas noches después, recibe una llamada a las dos de la madrugada, y fiel a su palabra, Myron recoge a una de las chicas en el centro de Manhattan y la lleva a una apacible calle sin salida de Nueva Jersey donde ella dice que vive su amiga. Al día siguiente, los padres de la chica descubren que su hija ha desaparecido. Y que Myron fue la última persona que la vio. Desesperado por cumplir una promesa bien intencionada convertida en pesadilla, Myron se esfuerza por localizar a la chica antes de que desaparezca para siempre. Pero su pasado no es tan fácil de enterrar, porque los problemas siempre le han perseguido. Ahora Myron debe decidir de una vez por todas quien es y a que va a enfrentarse si quiere conservar la esperanza de salvar la vida de una jovencita.

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Drew Van Dyne recordó la llamada de advertencia: «No hagas estupideces. Todo está controlado».

– Ese Bolitar -dijo Drew-. Ya has hecho que tus amigos policías le metieran miedo. Ni se ha inmutado.

– No te preocupes por él.

– Eso no es un gran consuelo, Jake.

– Bien -dijo Jake-, recordemos de quién es la culpa.

– De tu hijo.

– ¡Eh! -Jake volvió a señalarlo con el dedo rechoncho-. Deja a Randy al margen.

Drew Van Dyne se encogió de hombros.

– Eres tú quien quería echarle la culpa a alguien.

– Va a ir a Dartmouth. Eso está hecho. Nadie, y mucho menos una furcia estúpida, lo echará a perder.

Drew respiró hondo.

– De todos modos, la cuestión sigue siendo: si Bolitar sigue investigando, ¿qué va a descubrir?

Jake Wolf le miró.

– Nada -dijo.

Drew Van Dyne sintió un cosquilleo en la base de la espina dorsal.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Wolf no dijo nada.

– ¿Jake?

– No te preocupes. Como he dicho, mi hijo está a punto de entrar en la universidad. Ha acabado con esto.

– También has dicho que detrás de toda gran fortuna hay un gran delito.

– ¿Y?

– Ella no significa nada para ti, ¿verdad, Jake?

– No se trata de ella, sino de Randy, de su futuro.

Jake Wolf se volvió hacia la ventana, hacia el castillo de su distinguido vecino. Drew reflexionó, dominó sus emociones. Miró a aquel hombre. Pensó en lo que le había dicho, en lo que significaba. Volvió a pensar en la llamada de advertencia.

– Jake.

– ¿Qué?

– ¿Sabías que Aimee Biel está embarazada?

La sala quedó en silencio. La música de fondo calló al final de la canción. Al empezar la siguiente, el ritmo había subido un punto, un viejo éxito de Supertramp. Jake Wolf volvió la cabeza despacio y miró por encima del hombro. Drew Van Dyne vio que la noticia había sido una sorpresa.

– Eso no cambia nada -dijo Jake.

– Puede que sí.

– ¿Por qué?

Drew Van Dyne metió la mano en la funda de la axila. Sacó la pistola y apuntó a Jake Wolf.

– Adivina.

42

El escaparate era de un salón de manicura llamado Nail-R-Us en una sección todavía no reformada de Queens. El edificio tenía un aspecto decrépito, como si al apoyarte en él fueras a provocar un derrumbamiento. La oxidación de la escalera de incendios era tan avanzada que parecía más probable el tétanos que la inhalación de humos. Todas las ventanas estaban tapadas con persianas gruesas o con planchas de madera. La estructura tenía cuatro pisos y ocupaba prácticamente toda la longitud de la manzana.

– La «R» del rótulo está tachada -dijo Myron a Win.

– Es intencionado.

– ¿Por qué?

Win le miró esperando que lo dedujera solo. Nail-R-Us se había convertido en Nail Us. *

– Oh -dijo Myron-. Qué monos.

– Tienen dos guardias armados apostados en ventanas -dijo Win.

– Deben de hacer unas manicuras terribles.

Win frunció el ceño.

– Además, los dos guardias no han ocupado su puesto hasta que tu señora Rochester y su novio han vuelto.

– Le tienen miedo a su padre -dijo Myron.

– Una deducción lógica.

– ¿Sabes algo de este sitio?

– La clientela está por debajo de mi nivel de experiencia. -Win señaló con la cabeza detrás de Myron-. Pero no de la de ella.

Myron se giró. El sol poniente estaba tapado como si hubiera un eclipse. Big Cyndi caminaba sin prisas hacia ellos. Iba vestida de arriba abajo en Lycra blanca muy ajustada, sin ropa interior. Desgraciadamente, eso saltaba a la vista. En una modelo de diecisiete años, un chándal de Lycra es arriesgado. En una mujer de cuarenta que pesaba más de ciento veinte kilos… Bueno, se necesitaban agallas, muchas, todas ellas a la vista, para el disfrute general. Todo el mundo soltaba risitas al pasar por su lado; varias partes de su cuerpo parecían tener vida propia y moverse por su cuenta, como bichos atrapados en un globo retorciéndose por encontrar una salida.

Big Cyndi besó a Win en la mejilla. Después se volvió y dijo:

– Hola, señor Bolitar.

Le abrazó, rodeándole con sus brazos, una sensación no muy diferente a verse envuelto en material aislante húmedo.

– Hola, Big Cyndi -dijo Myron cuando le soltó-. Gracias por venir tan de prisa.

– Cuando me llama, señor Bolitar, yo corro.

Su cara seguía plácida. Myron nunca sabía si Big Cyndi le tomaba el pelo o no.

– ¿Conoces este lugar? -preguntó.

– Oh, sí.

Ella suspiró. Los alces empezaron a aparearse en un radio de cincuenta kilómetros. Big Cyndi llevaba siempre pintalabios blanco, como salida de un documental de Elvis. Su maquillaje chispeaba. Sus uñas eran de un color que una vez le había dicho que se llamaba Pinot Noir. En sus tiempos, Big Cyndi había sido la mala de la lucha profesional. Se ajustaba al papel. Para los que nunca han visto lucha profesional, es sólo un juego moral que enfrenta al bueno y al malo. Durante años, Big Cyndi había sido una mala «señora de la guerra» denominada Volcán Humano. Entonces, una noche, tras una lucha especialmente reñida, Big Cyndi había «herido» a la encantadora y menuda Esperanza «Little Pocahontas» Díaz con una silla, tan gravemente que acudió una falsa ambulancia y le puso un collarín y toda la parafernalia, mientras una multitud furiosa de admiradores esperaba fuera del recinto.

Cuando Big Cyndi salió al acabar, la multitud la atacó.

Podrían haberla matado. Estaban borrachos y excitados y no muy metidos en la ecuación realidad-frente-a-ficción que funciona en ese ramo. Big Cyndi intentó correr, pero no había escape. Se defendió con todas sus fuerzas, pero había mucha gente esperando su sangre. Le golpearon con una cámara, con un bastón, con una bota. La acorralaron. Big Cyndi cayó. La pisotearon.

En vista de la violencia, Esperanza intentó intervenir. La multitud no le hizo ni caso. Ni su luchadora favorita podía detener el deseo de sangre. Y entonces Esperanza hizo algo realmente inspirado.

Saltó sobre un coche y «reveló» que Big Cyndi sólo había fingido ser la mala para introducirse. La multitud casi se detuvo. Entonces, Esperanza anunció que en realidad Big Cyndi era la hermana perdida desde hacía tiempo de Little Pocahontas, Big Chief Mama, un apodo bastante soso, pero vaya, se lo iba inventando sobre la marcha. Little Pocahontas y su hermana se habían reencontrado y a partir de ahora serían compañeras de equipo.

La multitud la vitoreó. A continuación ayudaron a Big Cyndi a levantarse.

Big Chief Mama y Little Pocahontas fueron a partir de entonces el equipo de lucha más popular. Cada semana escenificaban lo mismo: Esperanza Pocahontas empezaba ganando con su destreza, sus oponentes hacían algo ilegal como echarle arena a los ojos o utilizar un objeto prohibido, y, mientras una de ellas distraía a Big Chief Mama, la otra golpeaba a la sensual belleza Pocahontas hasta que le rasgaba la tira del bikini de piel, y entonces Big Chief Mama lanzaba un grito de guerra y corría al rescate.

Puro entretenimiento.

Cuando dejó el ring, Big Cyndi se hizo gorila de discoteca y a veces salía a escena en algunos clubes de sexo de poca monta. Conocía el lado más sórdido de las calles. Y con eso contaban ahora.

– ¿Qué es este sitio? -preguntó Myron.

Big Cyndi puso su ceño de tótem.

– Hacen muchas cosas, señor Bolitar. Drogas, estafas por Internet, pero más que nada son clubes de sexo.

– Clubes -repitió Myron-. ¿En plural?

Big Cyndi asintió.

– Probablemente seis o siete. ¿Recuerda hace unos años cuando la Calle 42 estaba repleta de escoria?

– Sí.

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