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Harlan Coben: La promesa

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Harlan Coben La promesa

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Han pasado seis años desde que el agente Myron Bolitar hizo de superhéroe. En seis años no ha dado ni un puñetazo. No ha tenido en la mano, y mucho menos disparado, una pistola. No ha llamado a su amigo Win, el hombre más temible que conoce, para que le ayude o para que le saque de algún lío. Todo eso está a punto de cambiar… debido a una promesa. El año académico está llegando al final. Las familias esperan con ansia noticias de las universidades. En esos últimos momentos de tensión del instituto, algunos chicos cometen el muy común y muy peligroso error de beber y conducir. Pero Myron está decidido a ayudar a los hijos de sus amigos a mantenerse a salvo, y hace que dos chicas del vecindario le hagan una promesa: si alguna vez están en un apuro pero temen llamar a sus padres, le llamarán a él. Unas noches después, recibe una llamada a las dos de la madrugada, y fiel a su palabra, Myron recoge a una de las chicas en el centro de Manhattan y la lleva a una apacible calle sin salida de Nueva Jersey donde ella dice que vive su amiga. Al día siguiente, los padres de la chica descubren que su hija ha desaparecido. Y que Myron fue la última persona que la vio. Desesperado por cumplir una promesa bien intencionada convertida en pesadilla, Myron se esfuerza por localizar a la chica antes de que desaparezca para siempre. Pero su pasado no es tan fácil de enterrar, porque los problemas siempre le han perseguido. Ahora Myron debe decidir de una vez por todas quien es y a que va a enfrentarse si quiere conservar la esperanza de salvar la vida de una jovencita.

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Ali le puso la mano en el pecho. Myron sintió algo eléctrico al contacto. Ella se puso de puntillas -él medía metro noventa y cinco- y le besó en la mejilla.

– Cocinaré yo.

– ¿En serio?

– Nos quedaremos en casa.

– Bien. Entonces será algo familiar. ¿Para que conozca mejor a los chicos?

– Los chicos pasarán la noche en casa de mi hermana.

– Oh -dijo Myron.

Ali le miró intensamente y subió al coche.

– Oh -repitió Myron.

Ella arqueó una ceja.

– Y no querías fanfarronear sobre tu elocuencia…

Se marchó. Myron vio desaparecer el coche, todavía con la sonrisa de zombi en la cara. Se volvió y fue a la casa.

Win no se había movido. Había habido muchos cambios en la vida de Myron -sus padres se habían mudado al sur, el nuevo hijo de Esperanza, su empresa, incluso Big Cyndi- pero Win seguía siendo una constante. El cabello de un rubio ceniza se le había vuelto gris en las sienes, pero aún era un blanco privilegiado prototípico. La mandíbula noble, la nariz perfecta, los cabellos peinados por los dioses: olía, merecidamente, a privilegio, zapatos blancos y bronceado de golf.

– Seis coma ocho -dijo Win-. Lo dejaré en siete.

– ¿Cómo dices?

Win levantó una mano, con la palma hacia abajo, y la meneó a un lado y otro.

– Tu señora Wilder. Siendo generoso, le daría un siete.

– Vaya, no sabes cuánto me alegro. Viniendo de ti y todo eso.

Entraron en la casa y se sentaron en la sala. Win cruzó las piernas con su elegancia habitual. Su expresión se instalaba pertinazmente en la arrogancia. Parecía mimado, consentido y blando, al menos por su cara. Pero el cuerpo era otra historia. Era todo músculo, nudoso y denso, delgado pero fuerte como un alambre.

Win chasqueó los dedos. En él quedaba elegante.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

– No.

– ¿Por qué estás con ella?

– Estás bromeando, espero.

– No. Quiero saber qué es exactamente lo que ves en la señora Ali Wilder.

Myron meneó la cabeza.

– Sabía que no debería haberte invitado.

– Ah, pero lo hiciste. Así que déjame perorar.

– Por favor, no lo hagas.

– En nuestros años de Duke, fue la preciosa Emily Dowing. Después, tu alma gemela durante más de diez años, la exquisita Jessica Culver, un breve flirteo con Brenda Slaughter y ay las, más recientemente, la pasión Terese Collins.

– ¿Esto tiene algún objetivo?

– Lo tiene. -Win separó los dedos y los juntó de nuevo-. ¿Qué tienen en común todas esas mujeres, tus antiguos amores?

– Dímelo tú -dijo Myron.

– En una palabra: suculencia.

– ¿Ésa es tu definición?

– Mujeres que echaban humo -siguió Win con su acento pedante-. Todas y cada una de ellas. En una escala del uno al diez, daría a Emily un nueve. Sería la puntuación más baja. Jessica sería un once, de las que te hacen perder el seso. Terese Collins y Brenda Slaughter eran ambas casi diez.

– Y en tu experta opinión…

– Un siete siendo generoso -terminó Win por él.

Myron sólo meneó la cabeza.

– Dime por favor -dijo Win-, ¿dónde radica la gran atracción?

– ¿Eres tú de verdad?

– Ya lo creo.

– Pues, te daré una noticia, Win. Primero, aunque no sea realmente importante, no estoy de acuerdo con tu puntuación.

– ¿Oh? ¿Cómo puntuarías a la señora Wilder?

– No pienso hablar de eso contigo. Pero, para que lo sepas, Ali tiene esa clase de físico que te va cautivando. Al principio crees que es atractiva, pero después, cuando la conoces…

– Bah.

– ¿Bah?

– Racionalización.

– Bueno, te daré otra noticia. El físico no lo es todo.

– Bah.

– ¿Otra vez con el bah?

Win volvió a unir los dedos.

– Hagamos un juego. Yo diré una palabra, y tú la primera cosa que te venga a la cabeza.

Myron cerró los ojos.

– No sé por qué hablo de asuntos del corazón contigo. Es como hablarle a un sordo de Mozart.

– Sí, muy gracioso. Va la primera palabra. De hecho, son dos palabras. Tú dime lo primero que se te ocurra: Ali Wilder.

– Calor.

– Mentiroso.

– Vale, creo que ya hemos hablado bastante de esto.

– Myron…

– ¿Qué?

– ¿Cuándo fue la última vez que fuiste a salvar a alguien?

Las caras de siempre cruzaron como un rayo por la cabeza de Myron. Intentó desecharlas.

– Myron…

– No empieces -dijo Myron suavemente-. He aprendido la lección.

– ¿De verdad?

Pensó en Ali, en su maravillosa sonrisa y en la franqueza de su rostro. Pensó en Aimee y Erin en su antiguo dormitorio del sótano, en la promesa que les había forzado a hacer.

– Ali no necesita que la rescaten, Myron.

– ¿Crees que se trata de eso?

– Cuando digo su nombre, ¿qué es lo primero que se te ocurre?

– Calor -repitió Myron.

Pero esta vez, incluso él supo que estaba mintiendo.

Seis años.

Hacía seis años desde la última vez que Myron había jugado al superhéroe. En seis años no había dado ni un puñetazo. No había empuñado, y mucho menos disparado, una pistola. No había amenazado ni le habían amenazado. No había chuleado con las glándulas pituitarias rebosando esteroides. No había llamado a Win, el hombre más aterrador que conocía, a que le echara una mano o lo sacara de un lío. En los últimos seis años, ninguno de sus clientes había sido asesinado, algo muy positivo en su ramo. Ninguno había sido herido o arrestado; bien, excepto la queja por prostitución en Las Vegas, pero Myron seguía sosteniendo que había sido una trampa. Ninguno de sus clientes, amigos o seres queridos había desaparecido.

Había aprendido la lección.

No metas la nariz en los asuntos de los demás. No eres Batman, y Win no es una versión psicótica de Robin. Sí, Myron había salvado a algunos inocentes durante sus días de casiheroicidad, incluida la vida de su hijo, Jeremy, que tenía diecinueve años -casi no podía creerlo- y cumplía el servicio militar en algún lugar desconocido de Oriente Medio.

Pero Myron también había hecho daño. Como en lo que les había sucedido a Duane, a Christian, a Greg, a Linda y a Jack… Pero sobre todo, él no podía dejar de pensar en Brenda. Todavía visitaba su tumba muy a menudo. Tal vez habría muerto de todos modos, no lo sabía. Tal vez no era culpa suya.

Las victorias tienen tendencia a desvanecerse. La destrucción -los muertos- se quedan a tu lado, te tocan en el hombro, aminoran tu paso, te obsesionan de noche.

De cualquier modo, Myron había enterrado su complejo de héroe. Los últimos seis años su vida había sido tranquila, normal, como todas, casi aburrida.

Fregó los platos. Vivía a medias en Livingston, Nueva Jersey, en la misma ciudad -no, en la misma casa- en la que había crecido. Sus padres, los queridos Ellen y Alan Bolitar, habían vuelto a su tierra natal (el sur de Florida) hacía cinco años. Myron había comprado la casa tanto por inversión, una buena inversión, de hecho, como por que sus padres tuvieran un lugar donde volver durante los meses cálidos. Myron pasaba una tercera parte de su tiempo en la casa de los suburbios y dos tercios con Win en el famoso edificio de apartamentos Dakota de Central Park West, en Nueva York.

Pensó en la noche siguiente y su cita con Ali. Win era idiota, eso estaba claro, pero como siempre sus preguntas habían dado en el blanco, si no en toda la diana. No era lo del físico. Eso era una estupidez. Y no tenía que ver tampoco con su complejo de héroe. No se trataba de eso. Pero algo le retenía y sí, tenía que ver con la tragedia de Ali. Por mucho que quisiera, no podía olvidarlo.

En cuanto a su papel de héroe, hacer prometer a Aimee y Erin que le llamarían, eso era diferente. Seas quien sea, la adolescencia es difícil. El instituto es zona de guerra. Myron había sido un chico popular. Era un jugador de baloncesto estadounidense de la revista Parade, uno de los diez primeros del país, y, utilizando el estereotipo de moda, un auténtico estudiante atleta. Si alguien podía tenerlo fácil en el instituto, era alguien como Myron Bolitar. Pero no fue así. Al final, nadie sale de esos años ileso.

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