David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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– Es muy bueno. Te subirá el nivel de colesterol a niveles increíbles, pero morirás feliz.

Hardy estiró el brazo y dio unos golpecitos en el plato de su invitado con el cuchillo.

– No has contestado a mi pregunta. ¿Por qué haría Archer algo así?

Sawyer se engulló con fruición un buen bocado.

– Tenías razón con este plato, Frank. Y pensar que me disponía a ir a comer una hamburguesa cuando me llamaste.

– Maldita sea, Lee, contéstame.

– Cuando Sidney Archer se fue a Nueva Orleans, retiramos a todos los equipos porque teníamos que cubrir varias rutas. Así y todo, casi se nos escapa. De hecho, si no fuera porque casualmente la vi en el aeropuerto, no habríamos sabido nunca dónde había ido. Y ahora creo que sé la razón para el viaje: era una diversión.

Hardy le miró incrédulo.

– ¿Qué diablos quieres decir? ¿Una diversión para qué?

– Cuando dije que retiramos a todos los equipos, me refería a todos sin excepción, Frank. No había nadie vigilando la casa de los Archer cuando nos fuimos.

Hardy contuvo el aliento y se echó hacia atrás en la silla.

– ¡Mierda!

– Lo sé. -Sawyer lo miró, fatigado-. Una pifia enorme de mi parte, pero ahora es tarde para lamentarse.

– Entonces crees…

– Creo que alguien visitó la casa mientras la dama se paseaba por Nueva Orleans.

– Espera un momento, no creerás que…

– Digamos que Jason Archer estaría en mi lista de los cinco sospechosos principales.

– ¿Qué estaría buscando?

– No lo sé. Ray y yo revisamos el lugar y no encontramos nada.

– ¿Crees que su esposa está metida en el asunto?

Sawyer engulló otro bocado antes de contestar.

– Si me hubieras hecho esa pregunta hace una semana, te habría dicho que sí. ¿Pero ahora? Ahora creo que no tiene ni la menor idea de lo que está pasando.

– ¿Lo crees de verdad?

– El artículo del periódico la hundió. Tiene un follón de padre y señor mío con su bufete. El marido no se presentó y ella tuvo que regresar a casa con las manos vacías. ¿Qué consiguió excepto más problemas?

Hardy volvió a comer pero con una expresión pensativa. Sawyer meneó la cabeza.

– Caray, este caso es como una empanadilla. Cada vez que le das un bocado te chorrea el aceite.

Hardy se rió. Después echó una ojeada al comedor. De pronto, su mirada se centró en un punto.

– Creía que no estaba en la ciudad.

– ¿Quién? -preguntó Sawyer, que siguió la mirada de su amigo.

– Quentin Rowe. -Hardy señaló con discreción-. Está allí.

Rowe se encontraba al otro lado del comedor, en un reservado casi junto a un rincón. La luz de las velas daba a la mesa un ambiente de intimidad en medio del salón abarrotado. Vestía una americana de seda, camisa sin cuello abrochada hasta arriba y pantalones de seda a juego. Su coleta se movía de un lado a otro mientras conversaba animadamente con su compañero de mesa, un joven veinteañero vestido con un traje a medida. Los dos jóvenes estaban sentados lado a lado, y no dejaban de mirarse a los ojos. Hablaban en voz baja y la mano de Rowe rozaba cada tanto la mano del otro.

Sawyer miró a Hardy con las cejas enarcadas.

– Forman una bonita pareja.

– Cuidado. Comienzas a sonar políticamente incorrecto.

– Eh, vive y deja vivir. Ese es mi lema. Por mí el tipo puede salir con quien más le guste.

– Quentin Rowe tiene unos trescientos millones de dólares, y al paso que va, tendrá los mil millones antes de cumplir los cuarenta -apuntó Hardy sin apartar la mirada de la pareja-. Yo diría que es un soltero muy codiciado.

– Estoy seguro de que hay mil mujeres dándose de hostias para ver quién lo pilla.

– Y que lo digas. Pero el tipo es un genio. Se merece el éxito.

– Sí, me acompañó en una visita por la compañía. No comprendí ni la mitad de lo que me dijo, pero era muy interesante. Sin embargo, no puedo decir que vea claro dónde nos está llevando tanta tecnología.

– No puedes detener el progreso, Lee.

– No quiero pararlo, Frank, sólo quiero escoger mi parte en el mismo. Si le hago caso a Rowe, al parecer no tendré esa oportunidad.

– Sí, asusta un poco, pero, desde luego, ganas un pastón.

Sawyer volvió a mirar hacia la mesa de Rowe.

– Y ya que hablamos de parejas. Rowe y Gamble forman una muy extraña.

– Vaya, ¿por qué lo dices? -Hardy sonrió-. Ahora, en serio, se cruzaron en el momento oportuno. El resto es historia.

– Es lo que me han dicho. Gamble tenía el dinero y Rowe el cerebro.

– No te equivoques con Nathan Gamble -replicó Hardy-. No es fácil ganar tanto dinero en Wall Street. Es un tipo brillante y un gran empresario.

Sawyer se secó los labios con la servilleta.

– Fantástico, porque el tipo no saldrá adelante sólo con el encanto.

Capítulo 42

Eran las ocho cuando Sidney llegó al hogar de Jeff Fisher, una casa pareada en la elitista parte antigua de Alexandria. Fisher, un joven bajo y regordete, vestido con un chándal del MIT, zapatillas de tenis raídas y una gorra de los Red Sox que le cubría la cabeza casi calva, le dio la bienvenida y la acompañó hasta una habitación grande atiborrada con equipos informáticos de toda clase que llegaban hasta el techo, cables por todas partes y una multitud de regletas de enchufes, todas ocupadas. Sidney pensó que todo eso parecía más propio de la sala de guerra del Pentágono que de una casa particular en esta tranquila zona residencial. Fisher observó con orgullo el asombro de Sidney.

– En realidad, he tenido que sacar algunas cosas -comentó sonriente-. Me había pasado de la raya.

Sidney sacó el disquete del bolsillo.

– Jeff, ¿podrías meterlo en tu ordenador y leer lo que pone?

Fisher cogió el disquete, desilusionado.

– ¿Es lo único que necesitas? Lo podrías haber leído en el ordenador que tienes en la oficina, Sidney.

– Lo sé, pero me dio miedo meter la pata. Llegó por correo y quizás esté dañado. Yo no entiendo de ordenadores como tú, Jeff. Por eso he venido al mejor.

La alabanza de Sidney provocó la expresión radiante de Fisher.

– Vale. Tardaré un segundo.

Fue a introducir el disquete en el ordenador pero Sidney le detuvo.

– Jeff, ¿el ordenador está on-liné?

Fisher miró al ordenador y después miró a Sidney.

– Sí, utilizo tres servicios diferentes, y además tengo mi propia entrada a Internet a través del MIT como servidor. ¿Por qué?

– ¿Podrías utilizar un ordenador que no esté on-line? ¿La gente no puede conseguir información de tu base de datos si estás on-line?

– Sí, es una calle de dos direcciones. Tú envías información y otros se enganchan. Esa es la transacción. Pero es una transacción muy grande, y algunas veces no estoy seguro de que valga la pena.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Alguna vez has oído mencionar la radiación de Van Eck? -replicó Fisher. Sidney meneó la cabeza-. Es la escucha electromagnética.

– ¿Qué es eso? -Sidney le miró con la expresión en blanco.

Fisher se volvió en el sillón giratorio y miró a la abogada.

– Todas las corrientes eléctricas producen un campo magnético. Los ordenadores emiten campos magnéticos bastante fuertes. Esas transmisiones se pueden captar y grabar sin muchas dificultades. Esta pantalla -Fisher señaló la unidad- envía señales de vídeo claras si tienes el equipo de recepción adecuado, algo que está a disposición de cualquiera. Podría ir al centro de la ciudad con una antena direccional, un televisor en blanco y negro y algunos dólares de componentes electrónicos y robar la información de todas las redes informáticas de los bufetes de abogados, empresas financieras y del Estado que estén en funcionamiento. La mar de fácil.

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