Apareció una furgoneta y Kenneth Scales se sentó en el asiento del pasajero. Un segundo más tarde, el hombre muerto estaba solo.
Lee Sawyer estaba sentado en la sala del SIOC en el edificio del FBI. Sobre la mesa había una multitud de informes. Se pasó una mano por el pelo revuelto, inclinó la silla para atrás y puso los pies sobre la mesa, absorto en el análisis de los últimos hechos. El informe de la autopsia de Riker consignaba que llevaba muerto unas cuarenta y ocho horas cuando encontraron el cadáver. Pero Sawyer sabía que al ser la temperatura de la habitación cercana a los cero grados, el cálculo del tiempo desde que se iniciara el proceso de putrefacción no podía tener la misma precisión.
El agente miró las fotos de la pistola Sig P229 que habían recuperado en la escena del crimen. Los números de serie habían sido limados y después acabados de borrar con una broca. A continuación, contempló las fotos de los proyectiles de punta hueca extraídos del cadáver. Riker había recibido once balas además, de la que lo había matado. El número de disparos tenía desconcertados a los agentes del FBI. El asesinato de Riker tenía todas las características de un asesino profesional, y éstos nunca necesitaban más de un disparo. En este caso, señalaba el dictamen del forense, el primer disparo había provocado la muerte al instante. El corazón había dejado de latir cuando los restantes proyectiles le atravesaron el cuerpo.
Las manchas de sangre en la mesa, la silla y el espejo señalaban que a Riker le habían disparado por la espalda mientras estaba sentado. Al parecer, el asesino había sacado a Riker de la silla, lo había arrojado boca abajo en el rincón del dormitorio y después le había vaciado el cargador del arma de pie y desde una distancia de un metro. Pero ¿por qué? Sawyer no podía contestar a esa pregunta por el momento. Pensó en otra cosa.
A pesar de las numerosas investigaciones y posibles pistas, no habían averiguado nada sobre los movimientos de Riker en los últimos dieciocho meses. No tenía dirección, amigos, trabajos o tarjetas de crédito. Nada. Mientras tanto, la Operación Rápida procesaba millones de datos al día sobre la tragedia aérea, sin sacar nada en limpio. Sabía cómo se había producido, tenían el cadáver del desgraciado responsable de la catástrofe, pero todo acababa con el cuerpo.
Frustrado, Sawyer bajó los pies de la mesa y cogió otro informe. Riker había sido sometido a una infinidad de operaciones plásticas. Las fotos tomadas a Riker en la última detención no se parecía en nada con el hombre al que habían asesinado en un discreto apartamento de Virginia.
Sawyer hizo una mueca. Su corazonada sobre Riker había sido correcta. No había suplantado a otra persona. Sinclair había sido creado con cuatro datos de ordenador y poco más, con el resultado de que Robert Sinclair había sido contratado como una persona viva con excelentes recomendaciones para trabajar de gasolinera en una reputada compañía de combustibles que tenía contratos con varias de las principales líneas aéreas que operaban en el aeropuerto Dulles, incluida la Western. Sin embargo, Vector había cometido algunos errores en la comprobación de los antecedentes. No habían verificado los números de teléfono de los anteriores patrones de Riker, sino que habían utilizado los teléfonos que les había suministrado el propio Riker, alias Sinclair. Todas las referencias entregadas por el muerto correspondían a pequeñas empresas de combustibles que operaban en el estado de Washington, en el sur de California y una en Alaska. En realidad, ninguna de estas compañías había existido. Cuando los agentes de Sawyer las investigaron, descubrieron que los teléfonos habían sido desconectados. Las direcciones de sus lugares de trabajo también resultaron falsas. En cambio, cuando verificaron el número de la Seguridad Social encontraron que era válido.
También habían pasado sus huellas digitales por el AFIS de la policía de Virginia. Riker había cumplido condena en una prisión del estado y se suponía que sus huellas aparecerían en los archivos, pero no estaban. Esto sólo podía significar una cosa. Alguien había entrado en las bases de datos de la administración de la Seguridad Social y de la policía de Virginia. Quizá habían quemado todo el sistema. Ahora, ¿cómo podían estar seguros de nada? Sin una seguridad absoluta, los sistemas se convertían en inservibles. Y si alguien podía hacer eso con los ficheros de la Seguridad Social y de la policía, ¿quién estaba a salvo? Sawyer apartó los informes con un gesto de furia y se sirvió otra taza de café. Después inició otro de sus típicos paseos por la sala.
Jason Archer les llevaba muchísima ventaja. Sólo había habido una razón para que Sidney Archer viajara a Nueva Orleans. De hecho, podría haber ido a cualquier otra ciudad. Lo importante era que saliera de la ciudad. Y cuando lo hizo, el FBI se había ido con ella. Su casa había quedado sin vigilancia. El agente se había enterado a través de los vecinos de que los padres y la hija de Sidney se habían marchado poco después que ella.
Sawyer cerró y abrió los puños. Una trampa. Y él había caído como cualquier novato. No tenía ninguna prueba directa, pero sabía como que se llamaba Sawyer que alguien había entrado en aquella casa y se había llevado algo. Asumir semejante riesgo significaba que algo importantísimo se le había escapado de entre los dedos.
No había sido una buena mañana y amenazaba con ser mucho peor. No estaba acostumbrado a que le dieran un puntapié en el culo en cada esquina. Había informado a Frank Hardy de los resultados conseguidos hasta ahora. Su amigo estaba haciendo averiguaciones sobre Paul Brophy y Philip Goldman. Hardy, como era de esperar, se había extrañado al enterarse de la visita clandestina de Brophy a la habitación de Sidney.
Sawyer cogió el periódico y leyó el titular. Calculó que en aquel momento, la mujer se sentiría dominada por el pánico. A la vista de que Jason Archer estaba enterado de la persecución, habían decidido hacer públicos sus presuntos delitos: espionaje industrial y malversación de fondos de Tritón Global. No se aludía a su participación directa en la catástrofe aérea, pero sí que aparecía en la lista de pasajeros aunque no había llegado a embarcar. Cualquiera podía leer entre líneas lo que faltaba. También se mencionaban con amplitud las recientes actividades de Sidney Archer. Miró su reloj. Se disponía a visitar a Sidney Archer por segunda vez. Y a pesar de su simpatía personal por la mujer, no pensaba marcharse de su casa hasta haber conseguido unas cuantas respuestas.
Henry Wharton permanecía delante de la ventana, con la barbilla apoyada en el pecho y la mirada puesta en el cielo cubierto de nubes. Sobre la mesa había un ejemplar del Post, con la portada boca abajo; así, al menos, no se veían los terribles titulares. Al otro lado de la mesa, cómodamente instalado en una silla, estaba Philip Goldman, que miraba la espalda de Wharton.
– En realidad, no veo que tengamos ninguna otra opción, Henry -Goldman hizo una pausa y, por un momento, una expresión complacida apareció en sus facciones habitualmente impasibles-. Comprendo que Nathan Gamble estuviese muy enfadado cuando llamó esta mañana. ¿Quién puede culparlo? Dicen por ahí que podría retirar toda la cuenta.
Wharton torció el gesto al escuchar el comentario. Se volvió con la mirada baja. Era obvio que Wharton vacilaba. Goldman se echó un poco hacia delante, ansioso por aprovechar la ventaja.
– Es por el bien de la firma, Henry. Será doloroso para mucha gente, y a pesar de mis diferencias con ella en el pasado, me incluyo en ese grupo, sobre todo porque es una profesional brillante. -Esta vez Goldman consiguió reprimir una sonrisa-. Pero el futuro de la firma, el futuro de centenares de personas, no se puede sacrificar en beneficio de una sola, Henry, y tú lo sabes. -Goldman se reclinó en la silla y cruzó las manos sobre los muslos con una expresión plácida. Exhaló un suspiro-. Yo hablaré con ella, Henry, si lo prefieres. Sé lo unidos que estabais.
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