David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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Sidney pasó por delante de la catedral de San Luis con sus tres torres en busca de una cafetería. También seguía las instrucciones de su marido. Si él no se había puesto en contacto con ella en el hotel a las 10, Sidney debía ir a Jackson Square. La estatua ecuestre de Andrew Jackson, que había dignificado la plaza durante los últimos ciento cuarenta años, pareció cernirse sobre Sidney cuando pasó frente a ella camino del Frech Market Place en Decatur Street. Sidney había visitado la ciudad en varias ocasiones, durante sus años de estudiante, a una edad en que había sido capaz de sobrevivir al Mardi Gras e incluso disfrutar y participar en el beber sin ton ni son.

Se sentó en la terraza del café con vistas al río y, mientras bebía un café bien caliente y mordisqueaba sin mucho entusiasmo un cruasán con demasiada mantequilla, se entretuvo contemplando el paso de las barcazas y los remolcadores que navegaban lentamente por el poderoso Misisipí en dirección al enorme puente que se veía a lo lejos. A menos de cien metros de ella y apostados a cada lado, estaban los equipos del FBI. Los aparatos de escuchas que apuntaban discretamente hacia ella podían captar cualquier palabra que dijera o le dijeran.

Sidney Archer permaneció sola durante unos minutos. Acabó el café y siguió sumida en sus pensamientos con la mirada puesta en las crestas blancas de las olas.

– Tres dólares con cincuenta a que puedo decirle dónde guarda los zapatos.

Sidney salió de su ensimismamiento y miró asombrada el rostro de su interlocutor. Detrás de ella, los agentes avanzaron un paso, alertas. Se hubieran lanzado a la carrera cuando el hombre se acercaba pero no lo hicieron porque el tipo era negro, bajo y rondaba los setenta años. Aquel no era Jason Archer. Pero podía ser algo.

– ¿Qué? -Sidney sacudió la cabeza para despejarse.

– Sus zapatos. Yo sé dónde guarda sus zapatos. Le apuesto tres dólares y medio a que tengo razón. Se los limpiaré gratis si pierdo. -Los bigotes blancos caían sobre la boca casi desdentada. Sus ropas eran poco menos que andrajos. Sidney se fijó en el cajón del limpiabotas que estaba a su lado sobre el banco.

– Lo siento. No quiero que me los limpie.

– Venga, señora. Le diré una cosa, se los limpiaré gratis si acierto, pero tendrá que darme el dinero. ¿Qué puede perder? Conseguirá una limpieza de primera por un precio muy razonable.

Sidney estaba a punto de negarse una vez más cuando vio las costillas que sobresalían por la raída camisa casi transparente. Miró los zapatos agujereados de los que sobresalían los dedos retorcidos y llenos de callos. Sonrió y abrió el bolso para sacar el dinero.

– No, no, eso no vale, señora. Lo siento. Tiene que jugar o no hacemos negocios. -Había bastante orgullo en su voz. Recogió el cajón.

– Espere. De acuerdo -dijo Sidney.

– Vale, ¿así que no se cree que sé dónde guarda los zapatos, ¿verdad?

Sidney Archer meneó la cabeza. Guardaba sus zapatos en un mueble que había comprado en un anticuario en el sur de Maine hacía cosa de dos años. La tienda había cerrado hacía tiempo. El limpiabotas llevaba las de perder.

– Lo siento, pero no creo que acierte -contestó.

– Pues voy a decirle dónde guarda sus zapatos. -El hombre hizo una pausa teatral y después comenzó a reírse mientras señalaba-. Los guarda en los pies.

Sidney se unió a sus carcajadas.

Detrás de ellos, los dos agentes que manejaban los equipos de escucha también sonrieron.

Después de saludar con una burlona reverencia a su público, el viejo se arrodilló y puso manos a la obra. No dejaba de charlar mientras sus hábiles manos devolvían a los zapatos opacos de Sidney un brillo de nuevo.

– Buen cuero, señora. Le durarán muchísimo si los cuida. Los tobillos tampoco están mal, todo sea dicho.

Sidney le agradeció el cumplido con una sonrisa mientras el hombre comenzaba a guardar sus cosas en el cajón. Abrió el bolso, sacó tres dólares y comenzó a buscar las monedas.

– No se preocupe, señora, tengo cambio -se apresuró a decir el hombre.

Ella le dio un billete de cinco y le dijo que se quedara con el cambio.

– De ninguna manera. -Meneó la cabeza-. El trato eran tres cincuenta y soy nombre de palabra.

A pesar de las protestas de Sidney, él le devolvió un billete arrugado de un dólar y una moneda de cincuenta centavos. Al coger la pieza de plata, notó el trocito de papel enganchado. Lo miró asombrado. El hombre le dedicó una sonrisa al tiempo que acercaba la mano a la visera de la gorra.

– Ha sido agradable hacer negocios con usted, señora. No lo olvide, cuide bien sus zapatos.

El limpiabotas se marchó. Sidney guardó el dinero en el bolso, esperó unos minutos más y después se levantó para ir al interior del French Market Place. Se dirigió al lavabo de señoras. Se metió en uno de los reservados y con manos temblorosas desplegó el papel. El mensaje era breve y estaba escrito en letras de molde. Lo leyó varias veces antes de arrojarlo al inodoro.

Mientras caminaba por Dumaine Street hacia Bourbon, se detuvo un momento para abrir el bolso. Miró su reloj de una forma muy notoria. Echó una ojeada en derredor y se fijó en la cabina de teléfonos a la entrada de un edificio de ladrillos donde funcionaba uno de los bares más grandes del barrio antiguo. Cruzó la calle, descolgó el teléfono y, con la tarjeta en una mano, marcó el número. El teléfono al que llamaba era el suyo directo en Tylery Stone. Estaba asombrada, pero esas eran las instrucciones escritas en el mensaje, y no podía hacer otra cosa que seguirlas. La voz que respondió no era de ninguna del bufete, ni tampoco su propio mensaje grabado en el contestador automático. Sidney no podía saber que su llamada acababa de ser desviada a otro teléfono muy lejos de Washington capital. Intentó mantener la calma mientras escuchaba la voz de Jason.

La policía la vigilaba, dijo su marido. No debía decir nada o mencionar su nombre. Tendrían que intentarlo otra vez. Debía volver a casa. Él se pondría en contacto. La voz de Jason transparentaba una tensión tremenda. Acabó diciendo que la quería a ella y Amy. Y que todo saldría bien.

Sidney tenía mil y una preguntas pendientes, pero no estaba en situación de hacerlas, así que colgó el teléfono y emprendió el camino de regreso al Lafitte Guest House; estaba tan deprimida que le costaba mover las piernas. Con un enorme esfuerzo de voluntad mantuvo la cabeza bien alta e intentó caminar con normalidad. Era muy importante no reflejar en su apariencia física el inmenso terror que sentía por dentro. Era obvio que su marido tenía pánico a las autoridades, y esto minaba su fe en la inocencia de Jason. A pesar de su intensa alegría al saber que estaba vivo, se preguntó cuál sería el precio de esa alegría. Pero de momento, no podía hacer otra cosa que seguir caminando.

El hombre apagó el magnetófono y sacó el auricular del receptáculo especial instalado en el aparato. Luego, Kenneth Scales rebobinó la cinta digital. Apretó el botón de arranque y escuchó mientras la voz de Jason Archer sonaba en la habitación. Sonrió con malevolencia, apagó la máquina, sacó la cinta y salió de la habitación.

– Entró por una ventana que da al balcón -le informó a Sawyer el agente apostado en una azotea que daba a la habitación de Sidney-. Todavía está dentro -susurró el agente por la radio-. ¿Quieres que lo detenga?

– No -respondió Sawyer, que espiaba la calle a través de las persianas.

Los aparatos de escucha instalados en la habitación vecina a la de Sidney les habían informado de las intenciones de Paul Brophy. Estaba registrando la habitación. Sawyer se había equivocado mucho al creer que había algo entre los dos abogados.

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