John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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La idea de llamar a cientos de puertas fue muy bien recibida, al menos por Wes y Mary Grace. El ánimo en el despacho era fúnebre desde el lunes. El fiasco del acuerdo había minado los ánimos. Los constantes rumores de que Krane podría incoar un procedimiento concursallos asustaba. Estaban distraídos e irritables y ambos necesitaban unas vacaciones.

Nat Lester organizó el último empujón. Todos los distritos electorales de los veintisiete condados estaban asignados y Nat tenía los números de móvil de todos los voluntarios. Empezó a llamarlos el jueves por la tarde y los perseguiría hasta entrada la noche del lunes.

La carta del hermano Ted se entregó en mano en la iglesia de Pine Grove. Rezaba así:

Apreciado pastor Ott:

Me conmueve tu preocupación y me complace que te hayas interesado por mis sermones. Escúchalos con atención y algún día llegarás a apreciar a Jesucristo como a tu salvador. Hasta entonces, continuaré rezando por ti y por todos los que descarrías.

Hace catorce años Dios levantó nuestra casa de culto y luego redimió la hipoteca. El Señor me condujo hasta el púlpito, desde el que todas las semanas habla a su amado rebaño a través de mis palabras.

Cuando escribo los sermones, solo escucho Su voz. Él condena la homosexualidad, a aquellos que la practican y a quienes la defienden. Está en la Biblia, a cuya lectura te aconsejo que dediques más tiempo.

Además, no pierdas el tiempo preocupándote por mí y por mi iglesia. Estoy seguro de que ya tienes suficientes problemas en Pine Grave.

Predicaré lo que yo decida. Envía a los federales, nada he de temer con Dios de mi parte.

Alabado sea el Señor,

HERMANO TED

32

Hacia el mediodía del viernes, Barry Rinehart había consolidado lo suficiente los resultados de sus encuestas como para llamar tranquilo al señor Trudeau. Fisk iba siete puntos por delante y parecía haber recuperado ímpetu. Además, Barry no tenía escrúpulos para redondear los números ligeramente y hacer que el gran hombre se sintiera mejor. De todos modos, llevaba mintiendo toda la semana. El señor Trudeau jamás sabría que habían estado a punto de perder una ventaja de dieciséis puntos.

– Vamos diez puntos por delante -dijo Barry, sin vacilar, desde su suite del hotel.

– Entonces, ¿ya está?

– No sé de ninguna elección en la que el candidato favorito haya perdido diez puntos en la última semana. Además, con todo el dinero que estamos invirtiendo en los medios de comunicación, creo que ganaremos.

– Buen trabajo, Barry -dijo Carl, y cerró la tapa del móvil.

Mientras Wall Street esperaba la noticia de la presentación de la solicitud de incoación de procedimiento concursal de Krane Chemical, Carl Trudeau compró cinco millones de acciones de la compañía mediante una transacción privada. El vendedor era un administrador de fondos que se encargaba de una cartera de acciones para la jubilación de los empleados públicos de Minnesota. Carl había estado vigilando las acciones durante meses, y el administrador de fondos por fin se había convencido de que Krane estaba desesperado. Se deshizo de los valores por once dólares la acción y se consideró afortunado.

Carl lanzó un plan para comprar otros cinco millones de acciones tan pronto abriera el mercado. La identidad del comprador no se desvelaría hasta diez días después, cuando tuviera que rendir cuentas ante la SEC, la comisión de vigilancia y control del mercado de valores.

Para entonces las elecciones ya habrían acabado.

En el año que había pasado desde el veredicto, había incrementado su participación en la compañía de manera secreta y metódica. Mediante fundaciones en el exterior, bancos panameños' dos compañías fantasma con sede en Singapur y el experto asesoramiento de un banquero suizo, en estos momentos el Trudeau Group poseía el 60 por ciento de Krane. La súbita incorporación de diez millones de acciones más convertiría a Carl en dueño del 77 por ciento.

A las dos y media del mediodía del viernes, Krane publicó un breve comunicado en la prensa en el que anunciaba que «se ha pospuesto indefinidamente la incoación de procedimiento concursal».

Barry Rinehart no seguía las noticias de Wall Street y los asuntos financieros de Krane Chemical no le interesaban lo más mínimo. Tenía cerca de tres docenas de cuestiones importantes de las que preocuparse durante las siguientes setenta y dos horas y no podía dejar nada al azar. Sin embargo, después de cinco días en la suite del hotel, necesitaba moverse.

Con Tony al volante, salieron de Jackson y fueron a Hattiesburg, donde Barry realizó una rápida visita por los lugares más importantes: los juzgados del condado de Forrest -donde se leyó el veredicto que lo empezó todo-, el centro comercial medio abandonado que los Payton llamaban su despacho -con Kenny's Karate a un lado y una licorería al otro- y un par de urbanizaciones donde los carteles de Ron Fisk duplicaban a los de Sheila McCarthy. Cenaron en un restaurante del centro llamado 206 Front Street y a las siete aparcaron junto al Red Green Coliseum, en el campus de la Universidad de Mississippi. Estuvieron en el coche durante media hora observando cómo llegaba la gente en furgonetas, autobuses escolares reconvertidos para la ocasión y autocares de primera calidad, todos con el nombre de su iglesia pintado con trazos vigorosos en los laterales. Venían de Purvis, Poplarville, Lumberton, Bowmore, Collins, Mount Olive, Brooklyn y Sand Hill.

– Algunas de esas poblaciones están a una hora de aquí -dijo Tony, satisfecho.

Los feligreses llegaban a raudales a los aparcamientos que rodeaban el coliseo y se apresuraban a entrar. Muchos llevaban carteles idénticos, azules y blancos, donde se leía: «Salvemos la familia».

– ¿De dónde has sacado esos carteles? -preguntó Tony.

– De Vietnam.

– ¿Vietnam?

– Los conseguí por un dólar con diez, cincuenta mil en total. La compañía china pedía un dólar con treinta.

– No está mal saber que algo ahorramos.

A las siete y media, Rinehart y Zachary entraron en el coliseo y se abrieron paso hasta los asientos de la ultimísima fila, tan lejos como les fuera posible de la multitud exaltada que quedaba abajo. El escenario estaba situado en uno de los extremos, con unas enormes pancartas de «Salvemos la familia» colgadas detrás. Un cuarteto de gospel muy conocido, cuyos miembros eran todos blancos (a cuatro mil quinientos dólares la noche, quince mil por un fin de semana), animaban el ambiente. La pista estaba cubierta de perfectas hileras de sillas plegables, miles de ellas, ocupadas por personas de un humor excelente.

– ¿De cuánto es el aforo? -preguntó Barry.

– Ocho mil para un partido de baloncesto -dijo Tony, mirando a su alrededor. Varias gradas detrás del escenario estaban vacías-. Con las sillas de la pista, yo diría que se acerca a nueve mil.

Barry pareció satisfecho.

El maestro de ceremonias era un predicador del lugar, que consiguió que los asistentes guardaran silencio con una larga oración, hacia el final de la cual muchos de los feligreses empezaron a levantar las manos, como si quisieran tocar el cielo. Se alzó un audible murmullo durante el fervoroso rezo. Barry y Tony se limitaban a observar, complacidos en su aptitud pasiva.

El cuarteto volvió a enardecer los ánimos con otra canción y, a continuación, un grupo de gospel integrado por componentes negros (a quinientos dólares la noche) hizo vibrar al público con una animada interpretación de «Born to Worship». El primer orador era Walter Utley, de la Alianza de la Familia Americana de Washington, y, al verlo en el estrado, Tony recordó la primera reunión que habían tenido hacía diez meses, cuando Ron Fisk hizo la ronda. Parecía que hubieran pasado años. Utley no era un predicador, ni tampoco un buen orador. Aburrió a los asistentes con una lista aterradora de todos los males que se estaban proponiendo en Washington. Despotricó contra los tribunales, los políticos y otras malas personas. Cuando terminó, la gente aplaudió y enarboló los carteles.

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