John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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– Lo haremos.

– Lo siento, Wes.

– No es culpa tuya, Alan. Sobreviviremos y presionaremos para llegar a juicio.

– Hacedlo.

– Ya hablaremos.

– Claro. Esto, Wes, ¿tienes el móvil a mano?

– Lo tengo aquí mismo.

– Pues apunta mi número. Cuelga y llámame.

– Esto no te lo he dicho yo, ¿de acuerdo? -dijo York, una vez que ambos hubieron colgado el teléfono fijo y volvían a hablar por el móvil.

– De acuerdo.

– El jefe de los abogados de la empresa es un tipo llamado Ed Larrimore. Fue socio del bufete Bradley amp; Backstrom de Nueva York durante veinte años. Su hermano también es socio de esa firma. Bradley amp; Backstrom se dedican a los peces gordos y uno de sus clientes es KDN, la compañía petrolífera cuyo mayor accionista es Carl Trudeau. Ahí tienes la conexión. No he hablado nunca con Ed Larrimore, no ha habido motivo, pero el abogado con el que suelo hablar me pasó el chivatazo de que la decisión de parar el acuerdo ha venido desde lo más alto.

– Una pequeña represalia, ¿eh?

– Eso parece. No es ni ilegal ni va contra la ética. La compañía aseguradora decide no llegar a un acuerdo y prefiere ir a juicio. Ocurre todos los días. No puedes hacer nada, salvo machacarlos en el juicio. Littun Casualty obtiene beneficios de veinte millones, así que no les preocupa un pequeño jurado del condado de Pike, Mississippi. Yo creo que lo alargarán lo que puedan hasta llegar a juicio y entonces intentarán obtener un acuerdo.

– No sé qué decir, Alan.

– Siento que haya ocurrido, Wes. Yo ya no pinto nada en este asunto, y recuerda que yo no te he dicho nada.

– No te preocupes.

Wes se quedó mirando la pared largo rato y luego consiguió reunir las fuerzas y la entereza necesarias para levantarse, echar a caminar, salir de la oficina e ir a buscar a su mujer.

25

Puntual como un reloj, Ron Fisk se despidió de Doreen con un beso en la puerta de entrada a las seis en punto del miércoles por la mañana y a continuación le tendió su bolsa para una noche y el maletín a Monte. Guy estaba al volante del monovolumen. Ambos ayudantes saludaron a Doreen con la mano y luego partieron a toda velocidad. Era el último miércoles de septiembre, la vigesimoprimera semana de la campaña y el vigesimoprimer miércoles consecutivo que se había despedido de su mujer con un beso a las seis de la mañana. Tony Zachary no podría haber encontrado un candidato más disciplinado.

En el asiento de atrás, Monte le tendió el programa del día, que uno de los subordinados de Tony preparaba en Jackson por la noche y enviaba por correo electrónico a Monte a las cinco en punto de la mañana. La primera página era el programa, la segunda era una descripción de los tres grupos a los que se dirigiría ese día, junto con los nombres de la gente importante que asistiría a los actos.

La tercera página era una actualización de las campañas de sus oponentes. En su mayoría no eran más que rumores, pero aun así seguía siendo su parte preferida. La última vez que se había visto a Clete Coley había sido dirigiéndose a un pequeño grupo de ayudantes de sheriff en el condado de Hancock; luego se había retirado a las mesas de blackjack del Pirate´s Cave. Ese día se suponía que McCarthy estaría trabajando y que no habría actos de campaña.

La cuarta página era el resumen financiero. Hasta el momento, las contribuciones ascendían a un total de un millón setecientos mil dólares, el 75 por ciento de las cuales procedía de donantes del estado. Los gastos subían a un millón ochocientos mil dólares, pero no había que preocuparse por el déficit. Tony Zachary sabía que el dinero de verdad llegaría en octubre. McCarthy había recibido un millón cuatrocientos mil dólares, prácticamente todo de los abogados litigantes, y se había gastado la mitad. En el bando de Fisk todos eran de la opinión de que a los abogados litigantes ya no les quedaba un centavo.

Habían llegado al aeropuerto. El King Air despegó a las seis y media, momento en el que Fisk estaba hablando con Tony por teléfono, en J ackson. Era la primera conversación del día. Todo iba como la seda. Fisk incluso había llegado a creer que no era tan complicado organizar una campaña. Siempre estaba listo, fresco, preparado, descansado, sin preocupaciones económicas y dispuesto a trasladarse al siguiente acto electoral. Apenas tenía contacto con las dos docenas de personas que, bajo la dirección de Tony, sudaban tinta para que todo estuviera a punto.

La versión del informe diario de la jueza McCarthy era un vaso de zumo con Nat Lester en las oficinas de Jackson. Todas las mañanas se proponía llegar a las ocho y media, y casi siempre lo conseguía. Para entonces, N at llevaba dos horas al pie del cañón, gritando al personal.

No les interesaban lo más mínimo las andanzas de sus dos oponentes. Apenas malgastaban el tiempo en las cifras que arrojaban las encuestas. Sus datos mostraban que iban empatados con Fisk y eso ya era suficientemente preocupante. Daban un breve repaso a las últimas recaudaciones y charlaban sobre contribuyentes potenciales.

– Puede que tengamos un nuevo problema -dijo Sheila esa mañana.

– ¿Solo uno?

– ¿Recuerdas el caso de Frankie Hightower?

– No, ahora mismo no.

– Hace cinco años, un policía del estado fue abatido a tiros en el condado de Grenada. Paró a un coche por exceso de velocidad y dentro del vehículo iban tres hombres y un adolescente negros. El chico era Frankie Hightower. Alguien abrió fuego con un arma de asalto y alcanzó al policía ocho veces. Lo dejaron en medio de la carretera 51.

– Déjame adivinar: el tribunal ha tomado una decisión.

– El tribunal está a punto de hacerlo. Seis de mis colegas están dispuestos a ratificar la sentencia.

– Déjame adivinar: tú disientes.

– Voy a disentir. El chico no tuvo una defensa justa. Su abogado era un inútil sin experiencia y, por lo visto, corto de entendederas. El juicio fue de chiste. Los otros tres se jugaban una condena a pena de muerte y señalaron a Hightower, que tenía dieciséis años e iba en el asiento de atrás, sin armas. Sí, voy a disentir.

Las sandalias de Nat golpearon el suelo y empezó a pasear arriba y abajo. Discutir el caso sería una pérdida de tiempo y para debatir las implicaciones políticas se necesitaría cierta expenencIa.

– Coley se subirá por las paredes.

– Coley me importa un bledo, es un payaso.

– Los payasos consiguen votos.

– Coley no me preocupa lo más mínimo.

– Fisk recibirá la noticia como un regalo de Dios. Una prueba más de que su campaña está tocada por la inspiración divina. Maná caído del cielo. Ya estoy viendo los anuncios.

– Voy a disentir, Nat, y ya está.

– No, nunca es tan simple. Puede que alguno de los votantes comprenda lo que haces y admire tu valor. Quizá tres o cuatro. Los demás verán el anuncio de Fisk con el rostro sonriente del joven y apuesto policía junto a la fotografía de la ficha policial de Frankie no sé qué más.

– Hightower.

– Gracias. En el anuncio harán referencia a los jueces liberales diez veces como mínimo, y seguramente también sacarán tu cara. Es material de alto voltaje. Para el caso, ya podrías retirarte ahora mismo.

Su voz se fue apagando, pero aun así sus palabras habían sido glaciales. Guardaron un largo silencio.

– No es mala idea -dijo Sheila, al fin-o Lo de dejarlo.

Me he pillado revisando los casos y preguntándome qué pensarían los votantes si decidía una cosa u otra. He dejado de ser jueza, Nat, ahora soy política.

– Eres una gran jueza, Sheila. Uno de los tres que nos quedan.

– Todo es política.

– No vas a dejarlo. ¿Ya has redactado tu disensión?

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