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John Grisham: La Apelación

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John Grisham La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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Jared Kurtin siguió garabateando en el cuaderno como si nada. Tenía por costumbre no mirar nunca a los miembros del jurado a la cara cuando volvían con el veredicto. Después de un centenar de litigios, sabía que era imposible leer la respuesta en sus rostros. Además, ¿para qué molestarse? De todos modos anunciarían la decisión en cuestión de segundos. Su equipo tenía órdenes estrictas de hacer caso omiso del jurado y de mantenerse impasibles ante el fallo.

Evidentemente, Jared Kurtin no tendría que enfrentarse a la ruina profesional o económica. Pero Wes Payton sí, y por eso no podía apartar la mirada de los ojos de los miembros del jurado mientras estos iban tomando asiento. El lechero desvió la vista, mala señal. El maestro evitó la mirada de Wes, otra mala señal. Cuando el portavoz tendió el sobre a la secretaria, la esposa del pastor lo miró apenada, aunque en realidad había tenido la misma expresión afligida desde el inicio de los alegatos.

Mary Grace captó la señal, yeso que ni siquiera la buscaba. Mientras pasaba otro pañuelo a Jeannette Baker, que en esos momentos prácticamente sollozaba, Mary Grace lanzó una mirada furtiva a la jurado número seis, la que tenía más cerca, la doctora Leona Rocha, una profesora universitaria de inglés jubilada. Desde detrás de sus gafas de lectura con montura roja, la doctora Rocha le dedicó el guiño más fugaz, alegre y sensacional que Mary Grace había recibido nunca.

– ¿Han alcanzado un veredicto? -preguntó el juez Harrison.

– Sí, señoría -contestó el portavoz.

– ¿ Es unánime?

– No, señor, no lo es.

– ¿ Al menos nueve de ustedes coinciden en el veredicto?

– Sí, señor. Los votos son diez contra dos.

– Pues no hay más que hablar.

Mary Grace se apresuró a anotar lo del guiño, pero con la ira del momento ni siquiera ella podría leer su propia letra. «Intenta aparentar serenidad», no dejaba de repetirse.

El juez Harrison recibió el sobre de manos de la secretaria, extrajo una hoja de papel de su interior y empezó a repasar el fallo. La frente se le llenó de profundas arrugas y entrecerró los ojos mientras se pellizcaba el puente de la nariz.

– Parece que todo está correcto -anunció al cabo de una eternidad.

Ni un solo parpadeo, sonrisa o mirada sorprendida, nada que pudiera indicar lo que había escrito en la hoja de papel.

Miró a su relator, asintió con la cabeza y se aclaró la garganta disfrutando del momento. Las arrugas alrededor de sus ojos se suavizaron, los músculos de la mandíbula se distendieron y los hombros se relajaron un poco, lo que, al menos para Wes, significó una repentina esperanza de que el jurado hubiera sentenciado al demandado.

– Cuestión número uno -leyó el juez Harrison lentamente, en voz alta-: «¿Consideran que, según se desprende de las pruebas, Krane Chemical Corporation contaminó las aguas subterráneas objeto de esta causa?». -Al cabo de una pausa efectista que no duró más de cinco segundos, continuó-: La respuesta es ‹‹Sí».

Una parte de la sala recuperó la respiración mientras que la otra empezó a ponerse azul.

– Cuestión número dos: «¿ Consideran que, según se desprende de las pruebas, dicha contaminación fue la causa directa del fallecimiento o fallecimientos de a) Chad Baker o b) Pete Baker?». Respuesta: «Sí, de ambas».

Mary Grace se las ingenió para sacar varios pañuelos de una caja y pasarlos con la mano mientras no dejaba de escribir con la derecha. Wes dirigió una mirada furtiva al jurado número cuatro, que resultó que estaba mirándolo con una sonrisa divertida que parecía decir: «Ahora viene lo bueno».

– Cuestión número tres: «En cuanto a Chad Baker, ¿ con qué cantidad indemnizan a Jeannette Baker por el fallecimiento de su hijo?». Respuesta: «Quinientos mil dólares».

Los niños muertos no valen mucho, ya que no tienen ingresos, pero la impresionante indemnización por Chad hizo sonar las alarmas pues daba una rápida idea de lo que podía venir a continuación. Wes miró fijamente el reloj que había encima del juez y dio gracias a Dios por haberlos sacado de la quiebra.

– Cuestión número cuatro: «En cuanto a Pete Baker, ¿con qué cantidad indemnizan a su viuda, Jeannette Baker, por la injusta muerte de su esposo?». Respuesta: «Dos millones y medio de dólares».

El equipo financiero de la primera fila detrás de Jared Kurtin se removió inquieto. Krane podía hacer frente a un contratiempo de tres millones de dólares sin problemas, pero era el efecto dominó lo que de repente los aterrorizó. En cuanto al señor Kurtin, seguía sin inmutarse.

Todavía no.

Jeannette Baker empezó a escurrirse de la silla. Sus abogados la asieron a tiempo para devolverla al asiento, le pasaron el brazo sobre sus frágiles hombros y le hablaron en voz baja y suave. Sollozaba, fuera de control.

La lista contenía seis cuestiones que los abogados habían negociado no sin esfuerzo, y si el jurado respondía afirmativamente a cinco de ellas, todo el mundo enloquecería. El juez Harrison llegó al quinto punto, lo leyó para sí con atención, se aclaró la garganta y estudió la respuesta. En ese momento reveló su vena mezquina con una sonrisa. Levantó la vista unos centímetros por encima de la hoja de papel que sostenía y de las gafas de lectura baratas que se aguantaban en su nariz, y miró fijamente a Wes Payton. Esbozaba una sonrisa tensa, de complicidad, aunque llena de enorme satisfacción.

– Cuestión número cinco: «¿Consideran que, según se desprende de las pruebas, el comportamiento de Krane Chemical Corporation fue intencionado o lo suficientemente negligente como para justificar la imposición de daños punitivos?». Respuesta: «Sí».

Mary Grace dejó de escribir y miró a su marido por encima de los cabeceos de su cliente, que también tenía los ojos clavados en ella. Habían ganado, y solo eso ya era estimulante de por sí, una inyección de euforia casi indescriptible. Pero ¿ qué tipo de victoria habían obtenido? En esas milésimas de segundo cruciales, ambos supieron que sería aplastante.

– Cuestión número seis: «¿Qué cantidad destinan a la indemnización por daños punitivos?». Respuesta: «Treinta y ocho millones de dólares».

Se oyeron respiraciones entrecortadas, toses y silbidos a medida que la onda expansiva recorría toda la sala. Jared Kurtin y los suyos estaban ocupados escribiéndolo todo, intentando permanecer impávidos ante aquella bomba. Los mandamases de Krane de la primera fila estaban intentando recuperarse y respirar con normalidad. La mayoría dirigía miradas iracundas al jurado, a quienes también destinaban pensamientos poco agradables relacionados con los pueblerinos, la estupidez en esos lugares atrasados y demás.

El señor y la señora Payton devolvieron su atención a su cliente, que estaba abrumada por el rotundo peso del fallo y trataba de mantenerse en la silla como podía. Wes susurró palabras tranquilizadoras a Jeannette mientras no dejaba de repetirse las cifras que acababa de oír. No sabía cómo, pero había conseguido mantenerse serio y reprimir una sonrisa bobalicona.

Huffy, el asesor financiero, dejó de comerse las uñas. En menos de treinta segundos había pasado de ser un director bancario caído en desgracia y en la bancarrota a una estrella emergente destinada a recibir un salario y un despacho mayores. Incluso se sentía más inteligente. Ay, menuda maravillosa entrada en la sala de juntas del banco que prepararía para primera hora de la mañana del día siguiente. El juez procedía con las formalidades y los agradecimientos al jurado, pero eso a Huffy ya no le interesaba. Había oído todo lo que le interesaba oír.

El jurado se puso en pie y salió de la sala mientras Uncle Joe sujetaba la puerta y asentía con la cabeza con aprobación.

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