– Puede -murmuró Pierce mientras tomaba las muñecas de Ryan en sus manos.
– Una respuesta tranquilizadora -replicó ella con ironía. Pero ambos sintieron que el pulso se les aceleraba cuando Pierce le pasó el pulgar sobre una de las muñecas. Siguió mirándola con la misma intensidad de la noche anterior. Ryan se aclaró la voz, pero no pudo evitar que le saliera ronca-. Creo… creo que es mejor que… No -dijo cuando los dedos de Pierce se deslizaron por la vena de la muñeca, aunque no estaba segura de qué estaba intentando rechazar.
En silencio, Pierce le levantó las manos y le hizo pasar los brazos por encima de la cabeza de él, de modo que Ryan quedase pegada a su cuerpo.
No permitiría que volviese a suceder. Esa vez protestaría.
– No -Ryan trató de liberarse, en vano, pues la boca de Pierce ya estaba sobre la suya.
En esa ocasión su boca no fue tan paciente ni sus manos tan lentas. Pierce le sujetó las caderas mientras la instaba con la lengua a separar los labios. Ryan trató de vencer aquella sensación de impotencia; impotencia que tenía más que ver con sus propias necesidades que con las esposas que la tenían maniatada. Su cuerpo respondía plenamente a las atenciones de Pierce. Presionados por los de él, sus labios se abrieron hambrientos. Los de él eran firmes y fríos, mientras que los de ella eran suaves y se estaban calentando por segundos. Lo oyó murmurar algo mientras se la acercaba más todavía. Un conjuro, pensó mareada. La estaba hechizando, no quedaba otra explicación.
Pero fue un gemido de placer, no una protesta, lo que escapó de su boca cuando las manos de Pierce resbalaron por los lados de sus pechos. Lenta y agónicamente, fue trazando círculos concéntricos cada vez más pequeños, hasta que introdujo las manos entre los cuerpos de ambos para pellizcarle los pezones con los pulgares. Ryan se apretó contra él y le mordió el labio inferior pidiéndole más. Pierce hundió las manos en su cabello y le echó la cabeza hacia atrás para poder apoderarse por completo de los labios de Ryan.
Quizá él mismo era mágico. Su boca, desde luego, lo era. Nadie le había hecho sentir ese anhelo y ardor tan intensos con tan sólo un beso.
Ryan quería tocarlo, tentarlo, provocarlo hasta lograr que se sintiera tan desesperado como lo estaba ella. Una vez más, trató de zafarse de las esposas y, de repente, descubrió que sus muñecas estaban libres. Sus dedos podían acariciarle el cuello, recorrer el pelo de Pierce.
Entonces, tan deprisa como la había capturado, la soltó. Pierce le puso las manos en los hombros y la sujetó manteniéndola a distancia.
– ¿Por qué? -preguntó Ryan confundida, mirándolo a los ojos, totalmente insatisfecha por la interrupción.
Pierce no respondió de inmediato. En un gesto distraído, le acarició los hombros.
– Quería besar a la señorita Swan. Anoche besé a Ryan.
– ¿Qué tontería es ésa? -Ryan hizo ademán de retirarse, pero él la retuvo con firmeza.
– Ninguna. La señorita Swan lleva trajes conservadores y se preocupa por firmar contratos. Ryan lleva camisones de seda y lencería debajo y tiene miedo de las tormentas. Una combinación fascinante.
El comentario la irritó lo suficiente para sofocar el ardor de instantes antes y poder responder con frialdad:
– No he venido aquí para fascinarlo, señor Atkins.
– Un punto imprevisto a su favor, señorita Swan -Pierce sonrió, luego le besó los dedos. Ella apartó la mano de un tirón.
– Ya va siendo hora de que cerremos este acuerdo, para bien o para mal.
– Tiene razón, señorita Swan -dijo él, aunque a Ryan no le gustó el tono divertido con el que había enfatizado su nombre. De pronto, tenía claro que le daba igual si Pierce firmaba el contrato que le había llevado. Lo único que quería era alejarse de él.
– Muy bien -arrancó al tiempo que se agachaba para recoger el maletín-. Entonces…
Pierce puso una mano sobre la de ella, sin darle ocasión a que llegara a abrir el maletín. Le acarició los dedos con suavidad.
– Estoy dispuesto a firmar el contrato con un par de retoques.
Ryan se obligó a recuperar la serenidad. Los retoques solían estar relacionados con el dinero. Negociaría sus honorarios y se libraría de él de una vez por todas.
– Estoy dispuesta a considerar los retoques que quiera exponerme.
– Perfecto. Quiero trabajar con usted directamente. Quiero que usted sea mi contacto con Producciones Swan.
– ¿Yo? -Ryan apretó el asa del maletín-. Yo sólo me ocupo de conseguir clientes. Es mi padre quien se encarga de producir y promocionar los espectáculos.
– No voy a trabajar con su padre, señorita Swan, ni con ningún otro productor -sentenció Pierce. Su mano seguía reposando sobre la de ella, con el contrato entre medias-. Sólo trabajaré con usted.
– Señor Atkins, le agradezco…
– La necesito en Las Vegas dentro de dos semanas.
– ¿En Las Vegas?, ¿por qué?
– Quiero que vea mis actuaciones… de cerca. Nada mejor para incentivar a un mago que contar con la ayuda de una persona escéptica. Me obligará a perfeccionar mi espectáculo -Pierce sonrió-. Tiene un sentido crítico muy agudo. Eso está bien.
Ryan exhaló un suspiro. Siempre había creído que las críticas resultaban irritantes antes que atractivas.
– Señor Atkins, mi trabajo consiste en cerrar contratos, no me dedico a la producción de los espectáculos.
– Anoche dijo que se le daban bien los detalles -le recordó él con tono amable-. Si yo voy a hacer una excepción actuando para la televisión, quiero que alguien como usted supervise los detalles. De hecho, quiero que usted misma supervise los detalles -se corrigió.
– No es una decisión aconsejable, señor Atkins. Estoy segura de que su agente me daría la razón. Hay unas cuantas personas en Producciones Swan que están mejor capacitadas que yo para desarrollar el trabajo que me pide. Yo no tengo experiencia en ese sector del negocio.
– Señorita Swan; ¿usted quiere que firme el contrato?
– Sí, por supuesto, pero…
– Entonces encárguese de incluir los cambios que le digo -atajó Pierce. Se agachó, agarró a la gata y la colocó sobre su regazo-. La espero en el Palace dentro de dos semanas. Estoy deseando trabajar con usted.
Cuando entró en su despacho en las dependencias de Producciones Swan cuatro horas más tarde, Ryan seguía echando humo. Era un descarado, decidió. Era el hombre más descarado de cuantos conocía. Se creía que la tenía acorralada en una esquina. ¿De veras pensaba que era él único artista con talento que podía fichar para Producciones Swan? ¡Menudo presumido! Ryan golpeó la mesa de su despacho con el maletín y se desplomó sobre la silla que había detrás. Pierce Atkins iba listo: ya podía ir preparándose para una sorpresa.
Tras recostarse sobre el respaldo, entrelazó las manos y esperó a calmarse lo suficiente para pensar con un mínimo de claridad. Pierce no conocía a Bennett Swan. A su padre le gustaba hacer las cosas a su manera. Podía atender consejos, dialogar, pero jamás se dejaba forzar cuando había que tomar decisiones de importancia. De hecho, pensó Ryan, solía hacer todo lo contrario de lo que le decían si notaba que intentaban presionarlo. No le haría gracia enterarse de que estaban intentando imponerle a quién poner al mando de la producción de un espectáculo. Sobre todo, se dijo con cierta melancolía, si esa persona en concreto era justamente su hija.
Seguro que asistiría a uno de sus estallidos coléricos cuando le explicara a su padre las condiciones que Pierce exigía. Lo único que lamentaba era que el mago no estuviese presente para recibir el impacto de su furia. Swan encontraría a algún otro talento con el que firmar y dejaría que Pierce siguiese haciendo desaparecer las botellas de vino que le diera la gana.
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