Nora Roberts - Mágicos Momentos

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Para Ryan Swan, a la que la vida le había enseñado que sólo podía confiar en sí misma, Pierce Atkins era el último hombre al que debía confiarle el corazón. Pero ante la presencia cautivadora de Pierce, todas sus defensas parecían desvanecerse como por arte de magia.
A Pierce Atkins, obsesionado con huir de su pasado, no le costaría escapar del interior de una caja fuerte ante miles de espectadores. Pero, ¿estaba dispuesto a seguir huyendo toda la vida?, ¿o debía escuchar a su corazón y firmar el contrato de matrimonio que Ryan le ofrecía?

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– Buenos días -lo saludó. Sentía curiosidad por averiguar si el papagayo le hablaría estando ella sola.

– ¿Quieres una copa, muñeca? -respondió Merlín mirándola a los ojos.

Ryan rió y decidió que el maestro del papagayo tenía un extraño sentido del humor.

– Así no ligarás nunca conmigo -dijo y se agachó hasta tener a Merlín frente con frente. Ryan se preguntó qué más cosas sabría decir. Estaba convencida de que le habrían enseñado más frases. Pierce tendría paciencia suficiente para hacerlo. Ryan sonrió, optó por hacer partícipe de sus pensamientos al papagayo y continuó la conversación-. ¿Eres un pájaro listo, Merlín? -le preguntó.

– Ser o no ser -contestó el papagayo.

– ¡Anda!, ¡si recita Hamlet! -Ryan sacudió la cabeza en señal de incredulidad.

Luego se dio la vuelta hacia el escenario. Había dos baúles grandes, una cesta de mimbre y una mesa alargada que le llegaba a la cintura. Intrigada Ryan dejó el maletín en el suelo y subió los escalones del escenario. Sobre la mesa había una baraja de cartas, un par de cilindros vacíos, copas y botellas de vino y un par de esposas.

Ryan agarró la baraja y se preguntó fugazmente cómo las marcaría Pierce. No consiguió ver ninguna señal, ni siquiera tras llevarlas a la luz. Las devolvió a la mesa y tomó las esposas. Parecían oficiales, como las que pudiera usar cualquier agente de policía. Eran frías, de acero, poco amistosas. Buscó alguna llave por la mesa, pero no la encontró.

Ryan se había documentado sobre Pierce a conciencia. Sabía que, en teoría, no había cerradura que se le resistiera. Lo habían esposado de pies y manos y lo habían encerrado en un baúl con tres cerrojos más. En menos de tres minutos, había conseguido liberarse sin ayuda de colaborador alguno. Impresionante, reconoció Ryan, sin dejar de examinar las esposas. ¿Dónde estaría el truco?

– Señorita Swan.

Ryan soltó las esposas, las cuales cayeron sobre la mesa ruidosamente. Al darse la vuelta, vio a Pierce de pie justo frente a ella. No entendía qué hacía allí. No podía haber bajado las escaleras. Tendría que haberlo oído, haberlo visto por lo menos. Era evidente que tenía que haber una segunda entrada a aquel despacho. De pronto se preguntó cuánto tiempo habría estado allí de pie observándola. Pierce seguía mirándola cuando la gata se le acercó y empezó a restregarse alrededor de sus tobillos.

– Señor Atkins -acertó a responder Ryan con suficiente serenidad.

– Espero que haya pasado buena noche -Pierce se acercó a la mesa hasta hallarse junto a Ryan-. ¿Ha podido dormir a pesar de la tormenta?

– Sí.

Para haber estado corriendo siete kilómetros, parecía de lo más fresco y descansado. Ryan recordó los músculos de sus brazos. Era obvio que no le faltaban ni fuerza ni energías. Sus ojos la miraban fijamente a la cara. No había, rastro de la pasión contenida que Ryan había advertido en él la noche anterior.

De repente, Pierce le sonrió y apuntó hacia la mesa.

– ¿Qué es lo que ve?

– Algunas de sus herramientas de trabajo -contestó ella tras mirar la superficie de la mesa de nuevo.

– Usted siempre con los pies en el suelo, señorita Swan.

– Entiendo que no tiene nada de malo -replicó ella irritada-. ¿Qué debería ver?

Pareció complacido con la respuesta y sirvió un poco de vino en una copa.

– La imaginación, señorita Swan, es un regalo increíble, ¿no cree?

– Sí, por supuesto -Ryan observó las manos de Pierce atentamente-. Hasta cierto punto.

– Hasta cierto punto -repitió él justo antes de soltar una pequeña risotada. Luego le enseñó los cilindros vacíos y metió uno dentro del otro-. ¿Acaso se pueden poner límites a la imaginación?, ¿no le parece interesante que el poder de la mente supere a las leyes de la naturaza? -añadió al tiempo que colocaba los cilindros sobre la botella de vino. Después se giró hacia Ryan.

Ésta seguía mirándole las manos, con el ceño fruncido en ese momento.

– Pero sólo en teoría -dijo ella mientras Pierce sacaba un cilindro y lo ponía sobre la copa de vino. Levantó después el otro cilindro y le enseñó que la botella de vino seguía debajo-. En la práctica no.

– No -Ryan continuó con los ojos clavados en sus manos. Pierce no podría engañarla observándolo tan de cerca.

– ¿Dónde está la copa, señorita Swan?

– Ahí -Ryan apuntó hacia el segundo cilindro.

– ¿Seguro? Pierce levantó el tubo. Y apareció la botella. Ryan emitió un sonido de frustración mientras dirigía la mirada al otro tubo. Pierce lo levantó, dejando al descubierto la copa de vino-. Parece que a los cilindros les resulta más viable la teoría -comentó antes de colocarlos de nuevo en su sitio.

– Muy astuto -murmuró ella, enojada por haber estado pegada a Pierce y no haber sido capaz de ver el truco.

– ¿Quiere un poco de vino, señorita Swan?

– No…

Y, al tiempo que hablaba, Pierce volvió a levantar uno de los cilindros. Allí, donde un instante antes había estado la botella, apareció la copa. Muy a su pesar, Ryan no pudo evitar reír entusiasmada.

– Es usted buenísimo, señor Atkins.

– Gracias -respondió él con sobriedad.

Ryan lo miró a la cara. Los ojos de Pierce parecían relajados y pensativos al mismo tiempo. Intrigada, se animó a probar suerte:

– Supongo que no me explicará cómo lo ha hecho.

– No.

– Lo imaginaba -Ryan agarró las esposas. El maletín, apoyado sobre el escenario contra una de las patas del escenario, había quedado relegado al olvido por el momento-. ¿Forman parte de su espectáculo también? Parecen de verdad.

– Son de verdad -contestó Pierce. La sonrisa había vuelto a sus labios, satisfecho por haberla oído reír. Sabía que siempre que pensara en ella podría recordar el sonido de su risa.

– No tiene llave -señaló Ryan.

– No la necesito.

Ella se pasó las esposas de una mano a otra mientras estudiaba a Pierce.

– Está muy seguro de sí mismo.

– Sí -dijo él. El tono divertido con que pronunció la palabra le hizo preguntarse que giro habrían tomado los pensamientos de Pierce. Éste estiró los brazos y le ofreció las muñecas-. Adelante, póngamelas -la invitó.

Ryan vaciló sólo un segundo. Quería ver cómo lo hacía… ahí, delante de sus propias narices.

– Si no consigue quitárselas, nos sentaremos a hablar sobre el contrato -dijo mientras le colocaba las muñecas. Levantó la cabeza para mirarlo con los ojos chispeantes-. No llamaremos al cerrajero hasta que haya firmado.

– No creo que vayamos a necesitarlo

Pierce levantó las esposas, abiertas ya, colgando de sus muñecas.

– ¿Pero…, cómo…? -Ryan no daba crédito a lo que acababa de presenciar. Sacudió la cabeza, incapaz de articular palabra. Había sido demasiado fácil. Se había liberado de las esposas demasiado rápido. Las agarró de nuevo. Pierce advirtió cómo cambiaba su expresión, pasando del asombro a la duda. Era justo lo que esperaba se ella-. Están trucadas. Se las han hecho especialmente para usted. Tienen que tener un botón o algo -murmuró Ryan mientras les daba vueltas inspeccionándolas a fondo.

– ¿Por qué no prueba a quitárselas usted? -sugirió y le cerró las esposas alrededor de las muñecas antes de que pudiera negarse. Pierce esperó a ver si se enfadaba, pero Ryan se echó a reír,

– La verdad es que me lo he ganado -dijo mirándolo sonriente. Luego se concentró en las esposas. Forcejeó con ellas, empujó con las muñecas hacia afuera desde distintos ángulos, pero las esposas siguieron firmes-. No le veo el truco… Si hay algún botón, tendría que dislocarse la muñeca para pulsarlo… Está bien, usted gana.. Son de verdad. ¿Puede quitármelas? -se rindió después de varios intentos más.

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