– Parecía un hombre duro -dijo Mark-. Aunque, con la cabeza separada del cuerpo, resulta difícil asegurarlo -añadió con una risa nerviosa, y comprendí que la visión del cadáver lo había impresionado tanto como a mí.
– Robín Singleton era la clase de abogado que detesto. Sabía poco de leyes, y lo poco que sabía, mal aprendido. Salía adelante avasallando y engañando, cuando no dejando caer oro en la mano adecuada en el momento adecuado. Pero no merecía que lo mataran de ese modo.
– Había olvidado que el año pasado presenciasteis la ejecución de la reina Ana, señor -dijo Mark. -Ojalá pudiera olvidarlo.
– Al menos os ha servido en vuestro análisis de los hechos. Asentí con tristeza y luego esbocé una sonrisa irónica. -Me acuerdo de un profesor que tuve cuando empecé en las Inns of Court, el doctor Hampton. Solía decir: «En cualquier investigación, ¿cuáles son las circunstancias más relevantes? ¡Ninguna! -gritaba respondiéndose a sí mismo-. ¡Todas las circunstancias son relevantes, todo debe examinarse desde todos los ángulos!»
– No digáis eso, señor. Entonces podríamos quedarnos aquí eternamente… -dijo Mark estirándose con un gruñido-. Ahora sería capaz de dormir doce horas seguidas, incluso en este duro tablón.
– Pues tendrás que esperar. Quiero cenar con la comunidad. Si queremos sacar algo en claro, necesitamos conocerlos a todos. ¡Vamos ,los servidores de lord Cromwell son incansables! -exclamé ,pegándole una patada al catre.
* * *
Llegamos al refectorio acompañados por el hermano Guy, tras recorrer varios pasillos oscuros y subir una escalera. Era una sala impresionante, de techo muy alto, sostenido por gruesas columnas y grandes arcos. A pesar de sus proporciones, los tapices que colgaban de las paredes y las espesas esteras de rota que cubrían el suelo creaban un ambiente acogedor. Un facistol de madera primorosamente tallada presidía una de las esquinas. Los gruesos cirios de los candelabros arrojaban un cálido resplandor sobre dos mesas dispuestas con vajilla y cubiertos de plata; la primera, de seis plazas, estaba junto a la chimenea, y la segunda, mucho más larga, un poco más retirada. Los criados de la cocina se afanaban a su alrededor dejando jarras de vino y soperas de plata que llenaban el aire de un aroma delicioso.
– Son de plata -murmuré examinando los cubiertos de la mesa pequeña-. Y la vajilla también.
– Ésta es la mesa de los obedienciarios, donde se sientan los monjes que desempeñan un oficio -me explicó el hermano Guy-. Los demás utilizan cubiertos de peltre.
– La gente normal usa cubiertos de madera -repuse en el preciso instante en que el abad Fabián hacía su entrada. Los criados dejaron lo que estaban haciendo y se inclinaron ante él, que les respondió asintiendo benévolamente-. Y el abad comerá en platos de oro, seguro -le susurré a Mark.
El aludido se acercó a nosotros con una sonrisa forzada.
– No he sido advertido de que deseabais cenar en el refectorio. Había hecho preparar rosbif en la cocina de casa.
– Os lo agradezco, pero cenaremos aquí.
– Como gustéis -dijo el abad con un suspiro de resignación-. Le he sugerido al doctor Goodhaps que os acompañara a cenar, pero se niega en redondo a salir de su habitación.
– ¿Os ha dicho el hermano Guy que he dado mi autorización para que enterréis al comisionado Singleton?
– Sí. Lo anunciaré antes de cenar. Esta noche me corresponde leer a mí… en inglés, como mandan las ordenanzas -añadió el abad enfáticamente.
– Bien.
Oímos voces en la puerta y vimos que los monjes comenzaban a entrar. Los dos obedienciarios a los que habíamos visto al poco de llegar -Gabriel, el sacristán rubio, y Edwig, el tesorero moreno-, se dirigieron juntos y en silencio a la mesa inmediata a la chimenea. Formaban una extraña pareja; uno, alto y pálido, avanzaba con la cabeza ligeramente agachada, mientras que el otro daba largos pasos que denotaban seguridad. Al cabo de unos instantes se les unieron el prior, los dos obedienciarios a los que habíamos conocido en la sala capitular y el hermano Guy. El resto de los monjes se sentó a la mesa larga. Entre ellos estaba el anciano cartujo, que me lanzó una mirada aviesa.
– Me han informado de que el hermano Jerome os ha ofendido -me susurró el abad inclinándose hacia mí-. Os pido disculpas. Al menos, sus votos lo obligan a guardar silencio durante las comidas.
– Tengo entendido que está aquí gracias a la intercesión de un miembro de la familia Seymour.
– Nuestro vecino, sir Edward Wentworth. Pero la petición procedía de la oficina de lord Cromwell -puntualizó el abad mirándome de reojo-. Su Señoría quería a Jerome lejos, en algún lugar discreto. En su condición de pariente lejano de la reina Juana, resultaba incómodo.
Asentí.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
El abad observó el ceñudo rostro del cartujo.
– Dieciocho largos meses.
Paseé la mirada por la congregación, que me lanzaba inquietas ojeadas, como si fuera un extraño animal que se había colado en el refectorio. Advertí que la mayoría de los monjes eran ancianos u hombres maduros; se veían pocas caras jóvenes y sólo tres hábitos de novicio. Un viejo al que le temblaba la cabeza debido a la perlesía se persignó rápidamente sin dejar de observarme.
Advertí una figura que permanecía indecisa junto a la puerta y reconocí al novicio que se había hecho cargo de nuestros caballos; se balanceaba sobre las piernas con evidente nerviosismo y llevaba algo escondido a la espalda. De pronto, el prior Mortimus levantó la cabeza y lo vio.
– ¡Simón Whelplay! -le gritó a través de la sala-. Tu castigo no ha terminado. Esta noche no cenarás. Ve a aquel rincón.
El muchacho inclinó la cabeza y se dirigió a la esquina más alejada de la chimenea. Al quitarse las manos de la espalda, vi que llevaba un capirote con la letra M pintada en él. El novicio, rojo como un tomate, se lo puso. Los demás monjes apenas lo miraron.
– ¿Eme? -le pregunté al abad.
– De maleficium, mala acción -respondió su reverencia-. Me temo que ha faltado a las normas. Por favor, tomad asiento.
Mark y yo nos sentamos junto al hermano Guy mientras el abad se dirigía hacia el facistol. Vi que en el soporte había una Biblia y comprobé complacido que no era la Vulgata latina, con sus malas traducciones y sus evangelios inventados, sino la nueva versión inglesa.
– Hermanos -anunció con voz sonora el abad Fabián-, todos nos hemos sentido profundamente conmocionados por los recientes acontecimientos. Me complace dar la bienvenida al representante del vicario general, el comisionado Shardlake, que ha venido para investigar el asunto. Hablará con muchos de vosotros; debéis proporcionarle toda la ayuda que merece un representante de lord Cromwell. -Le lancé una mirada severa, consciente de la ambigüedad de aquellas palabras-. El doctor Shardlake ha dado su autorización para que enterremos al señor Singleton, cuyo funeral se celebrará pasado mañana después del oficio de maitines. -Un murmullo de alivio recorrió las dos mesas-. Y, ahora, la lectura de hoy pertenece al capítulo séptimo del Apocalipsis: «Después de estas cosas vi cuatro ángeles que estaban en pie sobre los cuatro ángulos de la tierra…»
Me sorprendió que el abad hubiera elegido el Apocalipsis, uno de los textos favoritos de los reformistas más radicalmente evangelistas, quienes gustaban de proclamar a los cuatro vientos que habían desentrañado los misteriosos y estremecedores enigmas del libro sagrado. El pasaje enumeraba la lista de los que el Señor salvará el Día del Juicio Final. Parecía un desafío hacia mí, para que identificara a la comunidad de Scarnsea con los justos.
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