Fuera, la noche estaba llena de sonidos; el grito de un búho resonaba sobre el agua. El estanque medieval. Se quedó adormecida y oyó el sonido que producían las carpas al nadar, pitidos agudos, como las señales de la radio, que despertaban extraños ecos y ondas en la superficie del agua. Vio una carpa mucho mayor que las demás que nadaba a toda velocidad hacia la superficie, atravesando la capa de hierbas acuáticas y su cara apareció a la luz del día, un rostro humano horriblemente quemado, y Alex gritó con fuerza, sin poder contenerse.
Hubo una suave llamada a la puerta.
– Cariño, ¿te ocurre algo?
Alex cerró los ojos y trató de volver a dormirse.
– No, no, estoy perfectamente, muchas gracias.
Oyó cómo David andaba por allí, de un lado para otro y se sintió más segura. Lo oyó bajar la escalera, después el ruido de un grifo en la cocina, el golpe de una puerta que se abría y se cerraba. Los ruidos afuera eran ahora distintos. Los pájaros comenzaban a cantar; sintió una profunda sensación de paz, abrió los ojos y vio que había llegado la mañana.
David estaba ya trabajando con sus vinos. Empujó la pesada puerta de la casa y se dirigió al gran granero de piedra. ¿Cómo se las arreglaba David para poder resistir aquel olor durante todo el día, aquel olor ácido, rancio, pesado, como el que queda en una habitación cerrada en la que el día anterior se hubiera celebrado una fiesta?
Había un gran aparejo de poleas que colgaba de un garfio central situado sobre la gran tina de plástico que ocupaba el centro del suelo. David estaba encima de la tinaja ajustando la soga.
– Estoy lista -le gritó Alex.
– Bajaré en seguida.
Lo vio descender por la precaria escalera.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó.
– Ésta es una nueva tinaja que no recibí hasta ayer. Quiero moverla un poco. Me alegraré mucho si también te quedas aquí esta noche: quédate aunque sólo sea hasta después del fin de semana.
Alex guardó silencio.
– Si piensas regresar a tu casa definitivamente, también puedes llevarte el Land Rover y lo dejas en la estación.
– Te quedarás aislado si no regreso.
David se dio la vuelta y miró con aire de satisfacción su lagar, como si le costara un enorme trabajo abandonarlo aunque fuera por pocos minutos.
– No te preocupes, ya me arreglaré.
– ¡Eres muy afortunado al tener algo que te apasione tanto! -comentó Alex.
– ¡Tú también lo tienes!
Ella movió la cabeza.
– No he vuelto a aparecer por mi oficina desde… -Se estremeció-. Supongo que hay momentos en la vida en que algunas cosas pierden su importancia.
– ¿Crees que tus clientes pensarán como tú?
Alex apartó la mirada y una cierta sensación de culpabilidad enrojeció sus mejillas.
Resultaba agradable encontrarse en medio de la animación en Londres, viajar en el Metro entre la multitud de usuarios. Los viernes son un buen día en Londres y eso se puede apreciar con facilidad en los rostros de sus habitantes, en sus ropas de coloridos brillantes, en las bolsas y maletas llenas de botas de agua verdes y gruesos jerseys.
Alex caminó por la Wimpole Street. Hacía mucho tiempo que no pasaba por allí, pensó, pero nada en la calle parecía haber cambiado.
No podía recordar el número de la casa en que vivió Saffier, pero tenía el edificio grabado en el corazón después de doce visitas antes de conseguir lo deseado. Tras doce visitas apretando entre la suya la mano de David, tratando de ignorar su expresión borreguil y sintiendo el pequeño frasquito dentro de su blusa, en el pecho, para mantenerlo caliente.
Aún recordaba cuál era el botón que debía pulsar, el segundo de la fila superior, bajo el que ahora podía leerse: R. Beard, médico ginecólogo. Leyó el resto de los nombres: D.B. Stewart, B. Kirkland, M.J. Sword-Daniels. No había ningún Saffier. Dio unos pasos atrás y volvió a comprobar los nombres bajo los pulsadores de los timbres; después apretó el botón de Beard y esperó.
Se oyó un fuerte zumbido y se abrió el pestillo. Alex empujó la puerta y entró. El recibidor de entrada estaba pintado de un color más brillante, pero por lo demás todo era exactamente igual como ella lo recordaba. Subió la escalera y empujó la puerta. Una chica muy alta, esbelta y elegante alzó los ojos desde la mesa de recepción junto a la que se sentaba y la miró por debajo del flequillo de color paja que le caía sobre los ojos.
– No sé si podrá usted ayudarme -dijo Alex-. Busco al doctor Saffier.
La chica abrió los labios y habló con una voz aguda e ininteligible que sonaba como un distante coche de carreras acelerando a fondo. Con un rápido movimiento de cabeza apartó su mechón de pelo hasta dejarlo en su lugar.
– ¿Perdón? ¿Cómo dice? -preguntó Alex, que se inclinó hacia adelante tratando de descifrar lo que decía la joven.
– Años… -logró entender-. ¡Caray! -oyó también.
Se abrió la puerta, que había detrás de la chica y apareció un caballero de aspecto amable, con un traje oscuro que le quedaba demasiado grande.
– ¿Has olvidado mi café, Lucy?
La chica se volvió y produjo un sonido semejante a un grupo de coches de carrera tomando una curva. El hombre se llevó la mano a la parte de atrás de la cabeza y miró a Alex con sus ojos azules muy abiertos.
– Richard Saffier -dijo con voz suave y ronca y movió la cabeza-. Se marchó de aquí hace mucho tiempo. Yo llevo aquí ya catorce años.
– ¿Sabe usted si aún vive?
El hombre alzó las cejas.
– Solía aparecer en la prensa con frecuencia. Pero hace tiempo que no leo nada de él. Esterilidad, ¿es eso? -El hombre la miró con expresión de curiosidad.
Alex afirmó con la cabeza.
– Tengo la impresión de que abrió una clínica en Surrey. Pero es muy posible que me equivoque.
– Es muy importante que me ponga en contacto con él.
– Miraré en el registro. A ver si puedo encontrar algo que la ayude.
Entró en su despacho, del que volvió a salir con un grueso volumen encuadernado en rojo y lo hojeó.
– No, aquí no figura. -Reflexionó un momento y después se volvió a su secretaria-. Mire a ver si puede ponerme con Simón Nightingale.
– Sí, muy bien -pudo descifrar Alex, que la contempló con curiosidad mientras pulsaba las teclas del teléfono con la misma elegancia que si estuviera tocando el piano.
Alex miró a su alrededor. En una de las paredes colgaba el retrato enmarcado de un gran yate lujoso con todas las velas desplegadas y con el nombre de Houndini pintado de modo llamativo en uno de sus costados.
– ¿Es usted una antigua amiga… suya?
Alex negó con la cabeza.
– Fui paciente suya.
– ¡Ah! Un hombre listo, creo.
– ¿Trabaja usted en el mismo campo?
– Bien… Realmente no. Soy un ginecólogo convencional.
Alex hizo un gesto de entendimiento. Varios coches de carrera aceleraron al tomar una larga recta y la flaca secretaria le pasó el teléfono al médico.
– Hola -dijo el médico-, ¿Simón? Soy Bob Beard. Sí, bien, ¿y tú? Sí, Felicity está bien, hizo un hoyo sobre par el pasado fin de semana, ¿puedes creerlo? Sí… en Dyke. Escucha, tengo poco tiempo. ¿Te dice algo el nombre de Saffier?
Alex lo observó, nerviosa.
El médico se volvió a Alex.
– ¿Julián Saffier?
– Sí, es ése. -Hizo una pausa-. Sí… esterilidad… ¿hacia los ochenta? Quizá; sí, supongo que lo haría. Me preguntaba si existía alguna posibilidad de que lo conocieras. Un campo de trabajo semejante… sí, creo que lo hacías. -Hizo otra pausa-. No, no es nada de eso… es que hay alguien que quiere su dirección. -Otra pausa-. ¿Guildford? Sí, ya pensaba yo que era en algún lugar por ahí. ¿Tienes idea de alguien que pueda tener su dirección? He consultado el registro. ¡Santo cielo! ¿Fue él? ¿Cuánto tiempo hace? Ya veo, eso lo explica. Oye, muchas gracias, te volveré a llamar pronto.
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