Peter James - Posesión

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Fabián Hightower llega de madrugada a casa después de viajar toda la noche en coche. Saluda a su madre y se retira a su habitación. Por la mañana, Alex, una atractiva y triunfadora mujer de negocios recientemente separada de su marido, acude a su trabajo y le comunican que su hijo ha muerto en Francia a consecuencia de un accidente de coche.
Probablemente se trata de un error o de una confusión de nombres, Fabián está en casa, en su habitación…
Pero efectivamente el joven ha muerto en tales circunstancias. Ahora Alex vive sola, rodeada de recuerdos de su hijo. Y comienza a experimentar una serie de hechos que pronto se convertirán en una pesadilla de espanto y horror: Fabián no se ha ido, su presencia es patente en torno a sus allegados y se manifiesta mediante extraños sucesos sobrenaturales.
Cuando Alex comprende que su seguridad está en peligro, se confía a su amigo Philip Main, científico y escritor cuyo padre había sido un sacerdote exorcista. Y tras la terrible revelación de una médium a la que acude en busca de ayuda, Alex acepta que tiene que liberarse a toda costa del maléfico poder que se cierne sobre ella, estrechando un círculo mortal a su alrededor…

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Pronto se dio cuenta de que las palabras se hacían confusas; no podía leerlas. Vio que sus manos temblaban incontrolables y volvió a dejar el manuscrito sobre la mesa.

Un nombre captó la atención de sus ojos: Morgan Ford. Lo vio de nuevo unas cuantas páginas más adelante y otra vez, como si atrajera su mirada como un imán. «Morgan Ford, un modesto médium que actúa bajo trance, niega que frecuentemente haya preparado sesiones para miembros de la realeza en su piso de Cornwall Gardens.»

«Modesto.» Le gustó esa palabra. Tomó el listín telefónico de la estantería que había detrás de su mesa.

Tomó el teléfono y oyó un sonido seco, después el zumbido de la línea. Esperó que volviera a sonar de nuevo el clic de la extensión, observando el panel para ver si se encendía alguna luz, pero no pasó nada. Su línea estaba libre de escuchas. Marcó el número y esperó.

El tono de la voz del hombre la sorprendió. Por alguna razón había esperado que fuese una voz amable, cálida, acogedora, pero en vez de ello oyó una voz fría, irritada, con un acento galés que aún la hacía más extraña. Había creído que el hombre le diría: «Sí, Alex, había estado esperando tu llamada. Sabía que me ibas a llamar, los espíritus me lo habían dicho.» Pero en vez de ello el hombre dijo:

– Aquí Morgan Ford, ¿quién habla?

«No le digas tu nombre. Piensa un nombre falso.»

– Espero que no le moleste que le llame a estas horas -dijo Alex nerviosa, insegura de cómo debía reaccionar, escuchando atentamente en espera de oír el sonido del teléfono de la extensión extraña-, pero se trata de algo extremadamente urgente.

– ¿Quién es usted, por favor?

– Necesito ayuda, necesito ver a un médium. Lo siento. ¿Es usted médium?

– Sí -le respondió como si estuviera loca.

– ¿Es posible que vaya a visitarle?

– ¿Le gustaría celebrar una sesión de espiritismo?

– Sí.

– He cancelado una el lunes, a las diez de la mañana. ¿Le va bien?

– ¿No hay ninguna posibilidad para mañana?

– ¿Mañana? -Su voz sonaba indignada-. Me temo que es imposible. El lunes… si no es así me temo que no podrá ser hasta mayo. Veamos. Podría ser el cuatro de mayo.

El 4 de mayo. Volvió a mirar de nuevo el calendario que marcaba esa fecha. ¿Qué significaba aquello?

– No, no, el lunes. -Fue consciente del sonido de un coche que se acercaba rápidamente y se detenía fuera.

Oyó el ruido de un portazo, el ladrido de un perro.

– ¿Puede darme su nombre, por favor?

– Es… -vaciló. ¿Qué nombre, qué nombre debía dar?-. Shoona Johnson -dijo rápidamente.

Creyó apreciar un tono de cinismo en su voz cuando repitió el nombre, como si en cierto modo quisiera decirle que mentía y se sintió molesta y turbada.

– ¿Podría darme su número de teléfono?

– Estoy de visita… -vaciló.

«No le des un teléfono en el que pueda localizarte y averiguar tu nombre -se dijo a sí misma-, no le des ninguna indicación.» Miró a su alrededor buscando inspiración. Leyó las palabras «South East Business System» en la base de su ordenador y le dio al médium el número telefónico que figuraba bajo el nombre de la empresa.

– ¡Nos veremos el lunes! -se despidió.

– ¡Adiós!

No le gustó el tono con que le había hablado el médium, como si su llamada hubiese sido una molestia para él, como si le tuviera sin cuidado el que lo llamara o no. Eran las diez y cuarto de un sábado por la noche, se recordó a sí misma. Tampoco ella se hubiera sentido muy complacida si alguien la hubiera llamado a esas horas para preguntarle si había leído ya su original. Oyó un ruido sordo. ¡Oh, Dios mío!, alguien estaba tratando de abrir la puerta.

Se dio la vuelta, pero no había nada. De nuevo oyó el ruido, distante, abajo. Y de nuevo ladró el perro. Se dirigió a la ventana y miró a la calle. Vio un coche aparcando a medias sobre la acera; después a Philip Main que miraba a la ventana lleno de ansiedad.

¿Tan pronto? ¿Cómo podía haber llegado tan pronto? Manipuló el cierre de la ventana, la abrió y miró abajo. No, no, podía estar allí todavía, tan pronto, demasiado pronto.

– Alex, ¿te encuentras bien?

Espacios de tiempo estaban desapareciendo. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué demonios estaba ocurriendo?

– Alex, ¿quieres que tire la puerta abajo?

– No -respondió débilmente-. Te daré las llaves.

Se las tiró a la calle, vio cómo golpeaban la fachada en su caída y oyó el débil ruido que producían al chocar contra el pavimento.

Suspirando aliviada cruzó su despacho. Oyó un gruñido al otro lado de la puerta. La abrió y se encontró con un pequeño bullterrier negro que la miraba con aire beligerante, mostrándole los dientes y con un hilo de baba cayéndole de sus negras encías. El perro dejó escapar un gruñido ronco y agresivo.

Oyó el ruido de pasos en la escalera y Main apareció en el descansillo, jadeando y despeinado.

¡Black! -le gritó al perro-. ¡Quieto!

El animal tenía los ojos fijos en Alex, dispuesto a entrar en acción.

¡Black!

El perro se retiró de mala gana.

Main puso sus manos sobre los hombros de Alex.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, sí, estoy bien.

– Creí oportuno venir personalmente. ¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?

Alex lo miró fijamente y las lágrimas inundaron sus ojos.

– No lo sé, Philip, ¡no sé qué está pasando!

– ¡Oh, señor! -Buscó en sus bolsillos y sacó un pañuelo-. Estás en mal estado, Alex.

– Es el teléfono. Oí a alguien en la línea.

– ¿Aquí?

Ella afirmó con la cabeza y tomó el pañuelo.

– Lo siento, está asqueroso.

Alex estrujó el pañuelo entre sus manos y después se secó los ojos con él. Main la condujo al sofá y ambos se sentaron. Buscó el paquete de cigarrillos y lo sacó del bolsillo. Alex observó al perro que recorría la habitación sin mostrar gran interés. Después trotó fuera de la habitación.

– Alguien descolgó un teléfono en alguna extensión para oír mi conversación.

– No hay nadie aquí ahora. He mirado al llegar. Todas las ventanas están cerradas y todo está a oscuras, por lo que he podido ver. ¿Estás segura de lo que me dices?

Ella afirmó con la cabeza.

– ¿No pudo ser un cruce de línea en algún lugar, fuera de aquí?

Alex lo miró con atención.

– La sentí muy próxima…

– ¿Qué?

– A la persona, quienquiera que fuese.

Main le ofreció un cigarrillo.

– ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas de un sábado por la noche?

– Necesitaba tu número de teléfono… No lo tenía en casa. Siento… haberte molestado.

– No más que un inspector de hacienda a un mendigo. Tal vez has privado a la humanidad del mejor de los poemas de todos los tiempos. Cuando llamaste iba a ponerme a escribirlo -sonrió.

– Lo siento, lo siento; no sé qué está ocurriendo.

– Te llevaré a casa.

– No. -Alex sacudió la cabeza-. No quiero ir a casa.

– No vas a quedarte aquí. No voy a permitírtelo. Creo que necesitas descanso. -Contuvo su risa-. Puedes venir conmigo y quedarte en mi casa. -Captó la expresión de sus ojos y añadió-: En el cuarto de invitados. ¿De acuerdo?

Alex sonrió, afirmó con la cabeza y cerró los ojos a causa del humo del cigarrillo. Se levantó, cogió el original de Stanley Hill y lo volvió a dejar en la oficina de su secretaria, en el mismo lugar donde lo había encontrado.

– No sabía que los científicos escribieran poemas -dijo al regresar a su oficina-, ¿Me dejarás leerlos alguna vez?

– Ya veremos -respondió con aire misterioso.

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