Henning Mankell - El chino

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A Birgitta Roslin no se le ocurría más que una explicación: la mujer policía había estado allí con anterioridad. No necesitaba inspeccionar las habitaciones, pues ya sabía cómo eran.

Se quedó mirando fijamente la mesa, el lugar en el que la policía había puesto las fotos. La idea que acudió a su mente la desconcertó al principio, pero fue perfilándose poco a poco. No había reconocido ninguno de los rostros que le mostraron. ¿Y si era justo eso lo que querían comprobar? ¿Que no pudiese identificar a ninguno de los fotografiados? No se trataba de que reconociese a sus atacantes, sino de todo lo contrario. La policía quería asegurarse de que realmente no había visto nada.

Pero ¿por qué? Miró por la ventana. Recordó una idea que ya se le había ocurrido cuando estaba en Hudiksvall.

Lo sucedido es demasiado grande, demasiado misterioso.

Un miedo atroz la invadió sin remedio. Tardó más de una hora en reunir las fuerzas necesarias para subir al restaurante.

Antes de entrar, miró a su alrededor. Pero no vio a nadie.

26

Birgitta Roslin se despertó llorando. Karin Wiman estaba sentada en la cama y le tocaba el hombro con mimo para despertarla sin sobresaltos.

Birgitta dormía ya cuando llegó Karin la noche anterior, bastante tarde. Temiendo el insomnio, se había tomado una de las pastillas para dormir que rara vez consumía pero que siempre llevaba consigo.

– Estabas soñando -le dijo Karin-. Debía de ser algo triste, puesto que no parabas de llorar.

Pese a todo, Birgitta no recordaba su sueño. El paisaje interior que tan precipitadamente había abandonado se le presentaba vacío.

– ¿Qué hora es?

– Casi las cinco. Estoy cansada. Necesito dormir un poco más. Pero, dime, ¿por qué lloras?

– No lo sé. He debido de soñar algo, aunque no recuerdo qué.

Karin volvió a acostarse y no tardó en caer vencida por el sueño. Birgitta se levantó y descorrió un poco la cortina. Ya había empezado el tráfico matinal. A juzgar por el movimiento de algunas banderas que ondeaban en los mástiles, supuso que aquel día el viento soplaría de nuevo en Pekín.

Volvió a experimentar el miedo que le inspiraba el recuerdo del asalto callejero, pero decidió oponer resistencia exactamente igual que cuando la habían amenazado como jueza. Una vez más, revisó los hechos a la luz de su ojo más crítico y perspicaz. Al final se sintió casi avergonzada ante la posibilidad de haber superado su capacidad de autosugestión… Sospechaba la maquinación de conspiraciones en todas y cada una de las situaciones, una cadena de sucesos que ella misma había ido creando y en la que una cara de la realidad no guardaba la menor relación con la siguiente. La habían asaltado por la calle, le habían robado el bolso. Con toda probabilidad, la policía hacía lo posible por atrapar a los ladrones; por qué iba a estar involucrada en ello era algo que ahora, por la mañana, escapaba a su razón. ¿No habría estado llorando en sueños por sí misma y por sus propias fantasías?

Encendió la lámpara de pie, que retiró de modo que la luz no incidiese sobre la parte de la cama donde dormía Karin. Después se puso a hojear la guía de Pekín. Señaló en los márgenes lo que quería ver en los días que le quedaban. Ante todo, quería visitar la Ciudad Prohibida, sobre la que había leído y por la que se había sentido atraída desde que China empezó a despertar su interés. También quería dedicar otro día a visitar uno de los templos budistas de la ciudad. Staffan y ella habían hablado en numerosas ocasiones de que si un día, por casualidad, sintiesen la necesidad de cultivar valores espirituales superiores, el budismo era la única vía que les resultaba atractiva. Según Staffan, era la única religión que nunca había promovido una guerra ni recurrido a la violencia para difundir su doctrina. Todas las demás religiones habían dominado y se habían expandido mediante el poder de las armas. Lo más importante para Birgitta era que el budismo sólo reconocía al dios que descansaba en el interior de cada uno; comprender su doctrina de sabiduría consistía en despertar poco a poco a aquel dios interior.

Durmió unas horas más, hasta que oyó bostezar a Karin, que, desnuda, se estiraba junto a la cama. «Una vieja rebelde que se conserva bastante bien físicamente», pensó Birgitta.

– Hermosa vista -le dijo.

Karin se sobresaltó como si la hubiesen sorprendido en una falta.

– Pensé que dormías.

– Sí, hasta hace un minuto. Esta vez me he despertado sin llorar.

– ¿Algún sueño?

– Seguramente, pero no recuerdo nada. Los sueños se han escabullido y han ido a esconderse. Seguro que soñaba con la adolescencia y un amor no correspondido.

– Yo nunca sueño con mi época de juventud. En cambio, a veces sí que me imagino muy vieja.

– Sí, hacia allá vamos.

– Bueno, en estos momentos no. Ahora me preocupa más que las conferencias sean interesantes.

Karin fue al cuarto de baño y, cuando regresó, ya se había vestido para salir.

Birgitta aún no le había contado nada del robo y dudó de que fuese acertado mencionarlo. Entre todos los sentimientos que le inspiraba aquel suceso existía también una especie de vergüenza, como si ella hubiese podido evitarlo, pues en general era muy precavida.

– Me voy. Esta noche llegaré tan tarde como ayer; pero para mañana habrá terminado todo. Entonces nos tocará a nosotras.

– Tengo una larga lista -le dijo Birgitta-. Hoy me espera la Ciudad Prohibida.

– Allí vivió Mao -comentó Karin-. Y además creó una dinastía. La dinastía comunista. Hay quienes aseguran que intentó conscientemente imitar a alguno de los viejos emperadores. En especial a Qi, del que tratan los seminarios. Pero yo creo que eso es difamación política, ni más ni menos.

– Seguro que su espíritu impregna toda la ciudad -observó Birgitta-. Anda, vete ya, trabaja mucho y ten ideas brillantes.

Karin se marchó llena de energía. En lugar de envidiarla, Birgitta se levantó, hizo algunas flexiones de brazos bastante chapuceras y se preparó para un día en Pekín sin conspiraciones y sin mirar nerviosa hacia detrás por si la perseguían. Dedicó la mañana a adentrarse en el misterioso laberinto que constituía la Ciudad Prohibida. Sobre la puerta central del último muro rosado, que antiguamente sólo podían cruzar los emperadores, colgaba un retrato enorme de Mao. Birgitta se dio cuenta de que todos los chinos que cruzaban dicha puerta tocaban los herrajes de oro. Supuso que se trataba de algún tipo de superstición. Quizá Karin supiese explicárselo.

Caminó sobre las desgastadas piedras del patio del palacio y recordó que, cuando era una rebelde roja, leyó que la Ciudad Prohibida constaba de nueve mil novecientas noventa y nueve habitaciones y media. Puesto que el Dios del Cielo tenía diez mil, el Hijo del Cielo no podía poseer más. Ella dudaba de que fuese verdad.

Había muchos visitantes pese a que soplaba un viento gélido. Quienes admiraban las habitaciones a las que sus antepasados no habían tenido acceso durante generaciones eran sobre todo chinos. «Aquella revuelta ingente…», se dijo. «Lo que sucede cuando un pueblo se libera es que tiene derecho a abrigar sus propios sueños, el acceso a las habitaciones prohibidas donde se creó la opresión.»

Una de cada cinco personas del mundo era china. «Si mi familia fuera el mundo, uno de nosotros sería chino», calculó. «Al menos en eso teníamos razón cuando éramos jóvenes. Nuestros profetas nacionales y, desde luego, Moses, el de formación teórica más sólida, nos recordaban siempre que no podía discutirse el futuro del mundo sin contar con China en todo momento.»

Estaba a punto de salir de la Ciudad Prohibida cuando descubrió con asombro que había allí dentro una cafetería de una cadena norteamericana. El letrero le llamó poderosamente la atención desde la pared de ladrillo rojo de la que colgaba. Intentó ver cómo reaccionaban los chinos que pasaban por allí. Alguno que otro se detenía y señalaba el local; otros incluso entraban, pero a la mayoría no parecía importarle lo que ella consideraba un sacrilegio execrable. China se había convertido en otro tipo de misterio desde la primera vez que ella intentó comprender algo del Reino del Centro. «Bueno, quizá no sea así», se corrigió. «Hasta un café norteamericano situado en la Ciudad Prohibida debe de poder explicarse mediante un análisis objetivo de cómo es hoy el mundo.»

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