Henning Mankell - El chino

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Cuando despertó, se hallaba en la camilla de una ambulancia que recorría las calles con las sirenas encendidas. Un médico la examinaba con el fonendoscopio. Seguía sin estar segura de lo que había ocurrido. Recordaba haber perdido el bolso, pero ¿por qué iba en ambulancia? Intentó preguntarle al médico del fonendoscopio, pero el hombre le respondió en chino unas palabras que, según entendió por los gestos, indicaban que debía guardar silencio y dejar de moverse. Le dolía el cuello por donde la había agarrado el brazo del desconocido. ¿Estaría gravemente herida? La idea la aterró. Podrían haberla matado allí misino, en la calle. Los que la atacaron no dudaron en hacerlo a pleno día y, además, en una calle llena de tráfico y viandantes.

Empezó a llorar. El médico reaccionó tomándole el pulso cuando, de pronto, la ambulancia se paró en seco y se abrieron las puertas traseras. La pasaron a otra camilla y la condujeron por un pasillo iluminado por lámparas de intensísima luz. Birgitta se había abandonado al llanto, ya irrefrenable. Apenas notó que le ponían una inyección con un tranquilizante. Empezó a perderse en una superficie ondulante, rodeada de rostros chinos que parecían nadar en las mismas aguas que ella, cabezas en vaivén dispuestas a recibir al Gran Timonel que regresaba nadando vigoroso hacia la orilla.

Cuando recobró la conciencia, se vio en una habitación tenuemente iluminada, con las cortinas echadas. Un hombre vestido de uniforme ocupaba la silla que había junto a la puerta. Al ver que Birgitta abría los ojos, se levantó y salió de la habitación. Minutos después aparecieron otros dos hombres, también uniformados. Iban acompañados de un médico que le habló en inglés con acento americano.

– ¿Cómo se encuentra?

– No lo sé. Estoy cansada. Me duele el cuello.

– La hemos examinado a fondo y podemos decir que ha salido del percance sin lesiones.

– ¿Qué hago aquí? Quiero volver al hotel.

El médico se le acercó.

– La policía quiere hablar con usted primero. No nos gusta que los extranjeros sufran este tipo de agresiones en nuestro país. Nos avergüenza que ocurran estas cosas. Las personas que la atacaron deben ser detenidas.

– Pero, si no vi nada…

– No es a mí a quien tiene que decírselo.

El médico se levantó e hizo un gesto hacia los dos hombres uniformados, que acercaron sus sillas a la cama. Uno de ellos, el que hacía de intérprete, era bastante joven; el otro, en cambio, el que formulaba las preguntas, tendría unos sesenta años. Llevaba gafas de cristales ahumados, de modo que Birgitta no podía verle los ojos. Empezaron a preguntarle sin presentarse siquiera. Tenía la sensación de que no le gustaba al hombre mayor.

– Necesitamos saber lo que vio.

– Nada. Fue todo muy rápido.

– Los testigos han declarado que ninguno de los dos sujetos iba enmascarado.

– Ni siquiera sabía que eran dos.

– ¿Qué puede contarme del suceso?

– De repente noté que un brazo me rodeaba el cuello. Me atacaron por detrás. Me arrebataron el bolso y me golpearon en el estómago.

– Necesitamos que nos diga cuanto pueda de esos dos hombres.

– Ya, pero yo no vi nada en absoluto.

– ¿No le vio la cara a ninguno de los dos?

– No.

– ¿Sus voces?

– No oí sus voces, creo que no dijeron nada.

– ¿Qué pasó justo antes de la agresión?

– Un hombre recortó mi silueta. Acababa de pagarle y en ese momento me marchaba, cuando me atacaron.

– Mientras le recortaban la silueta, ¿no vio nada?

– ¿Como qué?

– A alguien en actitud de espera…

– ¿Cuántas veces tengo que repetir que no vi nada?

Cuando el intérprete tradujo su respuesta, el otro policía se inclinó hacia ella y le gritó:

– Le hacemos estas preguntas porque queremos atrapar a los hombres que la asaltaron y le robaron el bolso. Y usted debe responder sin perder la paciencia.

Aquellas palabras le hicieron el mismo efecto que si la hubiesen abofeteado.

– Estoy diciendo lo que sé.

– ¿Qué llevaba en el bolso?

– Un poco de dinero chino y algo en dólares americanos. Un peine, un pañuelo, unas pastillas, un bolígrafo…, nada importante.

– Hemos encontrado su pasaporte en el bolsillo interior de su chaqueta. Es usted sueca. ¿Qué está haciendo aquí?

– He venido de vacaciones con una amiga.

El hombre de más edad parecía reflexionar con el rostro inexpresivo.

– No encontramos la silueta -dijo al cabo de unos minutos.

– Estaba en el bolso.

– Pues no la ha mencionado cuando le pregunté. ¿Había algo más que haya olvidado decir?

Birgitta hizo memoria, pero al final negó con un gesto. El interrogatorio terminó bruscamente. El policía de más edad dijo algo y salió de la habitación.

– Cuando se encuentre mejor, la llevarán al hotel. Volveremos a verla más adelante, para hacerle más preguntas y redactar un informe.

El intérprete dijo el nombre del hotel, aunque ella no lo había mencionado.

– ¿Cómo saben en qué hotel me alojo? La llave estaba en el bolso…

– Son cosas que sabemos.

Dicho esto, hizo una breve reverencia y se marchó. No se había cerrado la puerta, cuando entró el médico que hablaba inglés americano.

– Aún necesitamos retenerla un poco -le advirtió-. Hemos de tomar unas muestras de sangre y hacer el informe de las radiografías. Después podrá volver al hotel.

«El reloj», se dijo. «No se lo llevaron.» Miró el reloj de la pared. Eran las cinco menos cuarto.

– ¿A qué hora podré irme?

– Pronto.

– Mi amiga se pondrá nerviosa si no me encuentra.

– Le proporcionaremos transporte hasta el hotel. Nos preocupa que nuestros visitantes extranjeros duden de nuestra hospitalidad y nuestra solicitud, aunque a veces se producen sucesos desagradables.

La dejó sola en la habitación. Desde un lugar apartado se oía gritar a alguien, un grito solitario vagando por el pasillo.

No dejaba de darle vueltas a lo ocurrido. Lo único que le indicaba que la habían asaltado era el dolor de garganta y la desaparición del bolso. El resto se le antojaba irreal, el sobresalto de verse agarrada por detrás, el golpe en el estómago y la gente que le prestó ayuda.

«Claro que ellos debieron de verlo», pensó. «¿Les habrá preguntado la policía? ¿Estarían aún allí cuando llegó la ambulancia? ¿O acaso llegó la policía antes?»

Era la primera vez que la atacaban. Y cayó en la cuenta de que el puñetazo que le habían dado había sido la primera agresión de su vida. Había juzgado a gente que maltrataba y disparaba y acuchillaba a otros; pero jamás lo había sentido en su propio pellejo.

«Vaya, he tenido que venir al otro extremo del mundo para vivir una experiencia así», pensó. «Justo aquí, donde no desaparecía ni un cepillo de dientes…»

¿Seguía asustada? Sí, se respondió a sí misma. Era algo que había aprendido durante su carrera como jueza. Una persona a la que atacan y roban no lo olvida jamás. El miedo se aferraba a su alma durante mucho tiempo, a veces, el resto de su vida. Sin embargo, ella no quería que le ocurriese nada semejante, no quería convertirse en un ser asustadizo incapaz de osar salir a la calle sin mirar hacia atrás constantemente.

Decidió contárselo a Staffan en cuanto llegase a casa. Quizás una versión más suave de la verdad, pero, si la oía lanzar un grito inesperado en plena calle, quería que comprendiese el porqué.

Estaba experimentando la cadena de reacciones que sabía habituales en las personas que habían sufrido una agresión. El miedo, pero también la rabia, la sensación de humillación, el dolor. Y la venganza. Ahora que yacía en la cama del hospital, no le habría importado que obligasen a sus dos atacantes a arrodillarse para recibir sendos disparos en la nuca.

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