Henning Mankell - El chino

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– Nunca entro en la sala sin la preparación previa necesaria -aseguró Min Ta cuando le tradujeron la pregunta-. Es mi deber utilizar bien mi tiempo y el de las demás personas que están al servicio de la justicia. En este caso, no había lugar a dudas. El sujeto había confesado, es reincidente y no existen atenuantes. Creo que le impondré entre siete y diez años de prisión, pero debo sopesar a conciencia mi sentencia.

Aquélla fue la única pregunta que Birgitta tuvo la oportunidad de formular, pues Min Ta había preparado una larga serie de cuestiones que quería plantearle a ella. Birgitta se preguntó qué traduciría Hong Qui en realidad. Tal vez ella y Min Ta estuviesen manteniendo una conversación sobre un tema totalmente distinto.

Veinte minutos después, Min Ta se levantó y explicó que debía volver a la sala de vistas. Apareció un hombre con una cámara. Min Ta se colocó al lado de Birgitta y el individuo las fotografió. Hong Qui se mantuvo algo apartada, fuera del alcance de la cámara. Min Ta y Birgitta Roslin se estrecharon la mano y salieron juntas al pasillo. Cuando la jueza abrió la puerta de acceso a la sala, Birgitta entrevió que, en esa ocasión, el público era muy numeroso.

Volvieron al coche, que partió de allí a toda velocidad. Al cabo de un rato se detuvieron, pero no ante el hotel, sino ante una casa de té con forma de pagoda construida en una isla de un lago artificial.

– Hace frío -observó Hong Qui-. El té nos ayudará a entrar en calor.

Hong Qui la llevó a una sala separada del resto del local en la que aguardaban dos tazas y una camarera con la tetera en la mano. Todo estaba minuciosamente preparado. Y, de simple turista, Birgitta había pasado a ser una visita importante, por más que aún no alcanzase a comprender la razón.

De pronto, Hong Qui empezó a hablar del sistema judicial sueco, sobre el que parecía muy bien informada, y le hizo varias preguntas sobre los asesinatos de Olof Palme y Anna Lindh.

– En una sociedad abierta, nunca puede garantizarse al cien por cien la seguridad de una persona -explicó Birgitta Roslin-. Toda organización social paga un precio. La libertad y la seguridad están en constante lucha por mantener sus posiciones.

– Es decir, que no se puede evitar que alguien que lo desee asesine a otra persona -concluyó Hong Qui-. Ni siquiera un presidente norteamericano tiene garantizada la protección.

Birgitta Roslin adivinó cierta reticencia en sus palabras, pero no consiguió interpretarlo.

– Aquí no llegan muchas noticias sobre Suecia -prosiguió-. Pero últimamente hemos podido leer en los diarios información esporádica sobre una terrible masacre.

– Sí, un caso que, por cierto, conozco bien -apuntó Birgitta-. Aunque no estoy involucrada en calidad de jueza. Detuvieron a un sospechoso pero se suicidó. Lo que no deja de ser un escándalo es el mero hecho de que pudiese suceder.

Puesto que Hong Qui parecía amablemente interesada, Birgitta Roslin le narró los sucesos con todo lujo de detalles. Hong Qui la escuchaba atenta, sin hacer preguntas, aunque en varias ocasiones le pidió que repitiera algún que otro dato.

– Un loco -sintetizó Birgitta para terminar-. Que, por cierto, logró quitarse la vida. O tal vez sea otro loco distinto, al que la policía aún no ha logrado atrapar. O puede que se trate de algo totalmente distinto, alguien con un móvil y un plan brutal y calculado con extrema frialdad.

– ¿Cuál podría ser el móvil?

– Venganza. Odio. Puesto que no robaron nada, debe de ser una combinación de odio y venganza.

– ¿Y tú qué opinas?

– ¿Sobre la persona a la que deben buscar? No lo sé. Pero me cuesta creer en la teoría del loco solitario.

Después, Birgitta Roslin le habló de lo que ella había dado en llamar la pista china. Empezó desde el principio, con el descubrimiento de su propio parentesco con algunas de las víctimas y continuó con la misteriosa aparición del visitante chino en Hudiksvall. Como quiera que Hong escuchaba con visible interés, siguió ofreciéndole detalles hasta que, por fin, le sacó la fotografía y se la mostró.

Hong Qui asintió despacio. Por un instante pareció sumida en alguna reflexión y a Birgitta le dio la impresión de que reconocía el rostro de la instantánea. Claro que no tenía sentido, ¿cómo iba a reconocer a un hombre entre millones?

Hong Qui sonrió, le devolvió la fotografía y le preguntó qué planes tenía para el resto de su estancia en Pekín.

– Pues espero que mi amiga me lleve mañana a ver la Muralla China. Al día siguiente volvemos a casa.

– Vaya, pues mañana estoy ocupada y no podré servirte de guía.

– Ya has hecho más de lo que debías.

– De todos modos, me pasaré para decirte adiós.

Se despidieron a la puerta del hotel. Birgitta Roslin vio cómo el coche de Hong Qui se alejaba tras cruzar la verja del hotel.

Karin llegó a las tres de la tarde y, con un suspiro de alivio, arrojó a la papelera gran parte del material utilizado en el congreso. Birgitta le propuso que visitaran la Muralla China al día siguiente, idea que Karin aceptó sin objeciones. Ahora, aseguró, quería ir de compras. Birgitta la acompañó de un centro comercial a otro, antes de que ambas se adentraran en mercados semioficiales montados en pequeñas plazas y oscuros comercios donde podían encontrarse todo tipo de gangas, desde lámparas antiguas hasta estatuillas de madera que representaban espíritus malignos. Cuando empezó a caer la noche, y ya cargadas de paquetes y bolsas, llamaron a un taxi. Karin estaba cansada y decidieron cenar en el hotel. Birgitta le pidió a la recepcionista que les organizaran la visita a la Muralla para el día siguiente.

Karin se durmió y Birgitta se sentó a ver la televisión china con el volumen al mínimo. De vez en cuando la invadía una oleada de temor ante el recuerdo de lo sucedido el día anterior; sin embargo, ya había decidido no contárselo a nadie, ni siquiera a Karin.

Al día siguiente fueron a ver la Muralla. No soplaba el viento, con lo que el frío seco y acerado resultaba menos intenso. Llenas de admiración, pasearon por los alrededores de la Muralla tomando fotos individuales o pidiéndole a algún amable visitante chino que les sacase una foto a las dos.

– Bueno, aquí estamos -dijo Karin-. Con una cámara, en lugar de con el libro rojo de Mao.

– En este país ha debido de producirse un milagro -observó Birgitta-. Una maravilla, obra de los hombres gracias a su enorme esfuerzo, y no de los dioses.

– Sí, al menos en las ciudades. Pero creo que la pobreza persiste en las zonas rurales. ¿Qué harán cuando cientos de millones de campesinos pobres se cansen de serlo?

– «El auge actual del movimiento campesino es un acontecimiento enorme.» Tal vez tras esas palabras se oculte una realidad arrolladora.

– Nadie nos dijo entonces que en China hacía tanto frío. Creo que me voy a morir congelada.

Regresaron al coche que las aguardaba y, justo cuando Birgitta bajaba las escaleras que las alejarían de la Muralla, volvió la vista atrás, quizá para contemplar la Muralla por última vez.

Y entonces vio a uno de los hombres de Hong Qui que leía distraídamente una guía. No le cabía la menor duda. Era él, el hombre que se había acercado a la mesa con el bolso.

Karin la apremió impaciente para que entrara en el coche, tenía frío y quería marcharse cuanto antes.

Birgitta se volvió a mirar una vez más, pero el hombre había desaparecido.

27

La última noche en Pekín, Birgitta Roslin y Karin Wiman no salieron del hotel. Después de la visita a la Muralla estuvieron en el bar tomándose un par de vodkas para entrar en calor mientras discutían las diversas opciones que se les ofrecían para terminar el viaje. Pero el vodka surtió efecto y se sentían tan mareadas y cansadas que decidieron comer en el hotel. Después charlaron durante un buen rato sobre el rumbo que habían tomado sus vidas. Era como si se hubiesen quedado encerradas en un círculo descrito por los rebeldes sueños juveniles de una China roja y el país con que ahora se habían encontrado, un reino que había sufrido grandes transformaciones, aunque quizá no las que ellas imaginaron en su día. Permanecieron en el restaurante hasta quedarse solas. De la lámpara que colgaba sobre la mesa pendían unas cintas de seda. Birgitta se acercó a Karin y le susurró que se llevarían un par de cintas, como recuerdo. Karin las cortó con unas tijeras pequeñas aprovechando que ninguno de los camareros las observaba en ese momento.

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