Henning Mankell - El chino

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– No puedo -respondió Birgitta-. Creo que ya me he recuperado y debo volver al trabajo.

– Vamos, vente conmigo. El trabajo puede esperar.

– Ganas no me faltan. Pero supongo que viajarás a China más veces, ¿no?

– Seguro que sí. Aunque a nuestra edad, no hay por qué esperar innecesariamente.

– Viviremos muchos años. Llegaremos a ser muy, muy viejas.

Karin Wiman no replicó y Birgitta cayó en la cuenta de que había vuelto a meter la pata. El marido de Karin había muerto a los cuarenta y un años. Y ella era viuda desde entonces.

Karin intuyó lo que estaba pensando. Extendió la mano y la posó sobre la rodilla de Birgitta.

– No importa, no te preocupes.

Siguieron hablando hasta muy tarde. Era casi medianoche cuando se fueron a dormir. Birgitta se tumbó en la cama, teléfono en mano. Staffan llegaría a casa a medianoche y le había prometido llamarlo.

– ¿Te he despertado?

– Casi. ¿Lo habéis pasado bien?

– No hemos parado de hablar durante más de doce horas.

– ¿Vuelves mañana?

– Me quedaré durmiendo por la mañana. Luego me iré a casa.

– Supongo que habrás oído lo que ha pasado. Ya ha explicado cómo lo hizo.

– ¿Quién?

– El hombre de Hudiksvall.

Birgitta se incorporó en la cama de un salto.

– No, no sé nada. Cuéntame.

– Lars-Erik Valfridsson, el detenido. En estos momentos, la policía está buscando el arma del crimen. Al parecer, ha confesado que la enterró. Según las noticias, una espada de samurai de fabricación casera.

– ¿Es verdad lo que dices?

– ¿Por qué iba a contarte una mentira?

– No, claro. Pero cuesta creerlo. ¿Ha dado alguna explicación del móvil?

– No se ha oído otra versión más que la de la venganza.

Después de la conversación Birgitta se quedó sentada en la cama.

No había pensado en Hesjövallen en todo el día, mientras hablaba con Karin Wiman. En ese momento, los sucesos volvieron a poblar su conciencia.

Quién sabía… Tal vez la cinta roja tuviese una explicación que nadie se esperaba.

Lars-Erik Valfridsson también podía haber visitado el restaurante chino…

Se tumbó en la cama y apagó la luz. Al día siguiente regresaría a casa. Le devolvería los diarios a Vivi Sundberg y se reincorporaría al trabajo.

Desde luego, lo que no pensaba hacer era ir a China con Karin. Aunque tal vez fuese eso exactamente lo que quería hacer…

22

A la mañana siguiente, cuando Birgitta Roslin se levantó, Karin Wiman ya se había marchado a Copenhague, pues tenía clase. Le había dejado una nota en la mesa de la cocina.

«Birgitta. A veces pienso que tengo un sendero en la cabeza. Cada día que pasa, me adentro unos metros en un paisaje desconocido en el que, un día, dicho sendero morirá. Sin embargo, el sendero serpentea también hacia atrás. En ocasiones me doy la vuelta, como ayer, durante las horas que pasamos hablando, y entonces veo lo que he olvidado o lo que me he negado a recordar. A veces tengo la sensación de que, en lugar de recordar las cosas, pretendemos olvidarlas. Quisiera que pudiéramos mantener estas conversaciones más a menudo. Al final, los amigos son lo único que nos queda. Tal vez incluso la última fortaleza que hemos de defender. Karin.»

Birgitta Roslin se guardó la carta en el bolso, se tomó un café y se preparó para partir. Justo cuando iba a cerrar la puerta, vio los billetes de avión que había sobre la mesa del vestíbulo. Y comprobó que Karin viajaría con Finnair vía Helsinki hasta Pekín.

Por un instante, volvió a sentir la tentación de aceptar su oferta; pero no podía, por más que quisiera. Sus superiores no verían con buenos ojos que se tomase unas vacaciones después de haber estado de baja, en especial en aquellos momentos en que el juzgado se veía abrumado de casos sin resolver.

Para regresar a casa tomó el transbordador desde Helsingör. El viento sopló durante toda la travesía. Una vez ahí se detuvo ante un quiosco. Las primeras páginas de los diarios gritaban la confesión de Lars-Erik Valfridsson y Birgitta compró un puñado de periódicos antes de continuar su camino a casa. Se topó en el pasillo con la tranquila y callada limpiadora polaca que le ayudaba en casa. Birgitta había olvidado que aquél era su día. Intercambiaron unas palabras en inglés cuando le pagó las horas de trabajo. Una vez sola en la casa, se sentó a leer la prensa. Como en las ocasiones anteriores, se quedó estupefacta ante la cantidad de páginas que los periódicos extraían de un material más que escaso. Lo que Staffan le había dicho en la breve conversación telefónica de la noche anterior cubría con creces todo lo que los diarios trillaban y repetían una y otra vez.

La única novedad era una fotografía del hombre que se suponía había cometido el delito. En la imagen, que parecía una ampliación de una foto de pasaporte o de permiso de conducir, se veía a un hombre de rostro sin carácter, boca fina, frente despejada y escaso cabello. Le costaba ver en él a alguien capaz de haber cometido la barbarie de Hesjövallen. «Un pastor de una iglesia libre», se dijo. «No creo que sea un hombre que lleve el infierno en la cabeza ni en las manos.» Sin embargo, sabía que su razonamiento era insostenible a la luz de la experiencia. De hecho, en los tribunales había tenido ocasión de ver pasar delincuentes cuya apariencia no delataba su predisposición al crimen.

No obstante, cuando dejó los diarios y puso el teletexto, su interés empezó a despertarse de verdad. Encabezaba la lista de contenidos la noticia de que la policía había hallado la posible arma del crimen. En un lugar desconocido, pero según las indicaciones de Lars-Erik Valfridsson, habían desenterrado el arma. Era de forja casera, una mala imitación de una espada de samurai japonés. Aunque la hoja estaba bien afilada. En esos momentos estaban analizándola, buscando huellas y, ante todo, restos de sangre.

Media hora después encendió la radio para escuchar las noticias. Una vez más oyó la voz pausada de Robertsson. A Birgitta Roslin le pareció que estaba aliviado por el hallazgo.

En cuanto el fiscal acabó su intervención llovieron las preguntas, pero Robertsson se abstuvo de hacer más comentarios y aseguró que, en cuanto surgiese otro dato de interés que comunicar a la prensa, volvería a convocarlos.

Birgitta Roslin apagó la radio y tomó un diccionario enciclopédico de la estantería. Había en él una fotografía de una espada de samurai. Leyó que la hoja podía afilarse tanto como una hoja de afeitar.

La sola idea le dio escalofríos. De modo que, una noche, aquel hombre se dirigió a Hesjövallen y fue de casa en casa hasta matar a diecinueve personas. Tal vez la cinta roja que hallaron en la nieve adornase su espada.

Se quedó pensando en ello, sin poder apartar la idea de su mente. Llevaba en el bolso una tarjeta de visita del restaurante chino, marcó el número y reconoció la voz de la camarera con la que había estado hablando. Birgitta Roslin le explicó quién era. A la camarera le costó varios segundos recordar.

– ¿Has visto los diarios y la foto del hombre que mató a toda esa gente?

– Sí, ¡qué hombre tan horrible!

– ¿Recuerdas haberlo visto alguna vez comiendo en vuestro restaurante?

– Jamás.

– ¿Estás segura?

– Al menos no mientras yo he estado aquí. Claro que hay días en que mi hermana o mi primo me sustituyen. Ellos viven en Söderhamn. Nos vamos turnando. Ya sabes, empresa familiar.

– Hazme un favor, pídeles que miren la foto del periódico. Si lo reconocen, me llamas, ¿de acuerdo?

La camarera anotó su número.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Birgitta.

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