Henning Mankell - El chino

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Ya a última hora de la tarde se sentó ante el escritorio y, sin gran entusiasmo, sacó los diarios. Ahora que había un detenido por los asesinatos, sus teorías habían perdido interés. Fue pasando las hojas hasta la página donde había dejado la lectura la última vez.

En ese momento sonó el teléfono. Era Karin Wiman.

– Hola, sólo quería saber si habías llegado bien.

– Los bosques suecos son infinitos. Me extraña que a la gente que habita en sus tinieblas no le crezcan pinochas. A mí me dan miedo los abetos. Me ponen triste.

– ¿Y las hojas de los árboles?

– Van mejor. Pero lo que yo necesito ahora mismo es campo abierto, el mar, el horizonte.

– Pues ven a verme. Sólo tienes que cruzar el puente. Tu llamada me trajo a la memoria una serie de recuerdos… Nos hacemos mayores. De repente, los viejos amigos se nos antojan reliquias que debemos conservar. Yo heredé de mi abuela unos jarrones de cristal preciosos, bastante caros, de Orrefors. Pero ¿qué es eso comparado con la amistad?

A Birgitta Roslin le atrajo la idea. De hecho, ella también se había quedado pensando en la conversación con Karin Wiman.

– ¿Cuándo te vendría bien? Yo estoy de baja por enfermedad, por algo de anemia y la tensión alta.

– Hoy no, pero quizá mañana.

– ¿Ya no das clases?

– Cada vez me dedico más a la investigación. Adoro a mis alumnos, pero me agotan. Sólo les interesa China porque creen que allí pueden hacerse ricos. China es el Klondyke de nuestros días. Son pocos los que desean profundizar en sus conocimientos sobre el gigantesco Reino del Centro y su pasado, que es de un dramatismo casi inverosímil.

Birgitta pensó en el diario que tenía ante sí. También allí se intuía entre líneas un Klondyke.

– Por supuesto, puedes quedarte en mi casa. Mis hijos casi nunca están.

– Pero ¿y tu marido?

– Murió, ya sabes.

Birgitta Roslin habría querido morderse la lengua… Lo había olvidado. Karin Wiman llevaba viuda casi diez años. Su marido, el hermoso joven de Aarhus que estudió medicina, murió de una leucemia galopante con poco más de cuarenta años.

– Lo siento, debería haberlo recordado.

– No te preocupes. Bueno, ¿vendrás?

– Mañana. Y me gustaría hablar de China. Tanto de la vieja como de la nueva.

Anotó la dirección, quedaron a una hora y notó cómo la idea de volver a ver a Karin la llenaba de alegría. Hubo un tiempo en que fueron íntimas. Después sus caminos las condujeron por derroteros diferentes, cada vez tenían menos contacto, cada vez se llamaban con menor frecuencia. Birgitta Roslin asistió a la lectura de tesis de Karin Wiman y a su discurso de toma de posesión de su puesto en la Universidad de Copenhague. En cambio Karin nunca presenció uno de sus juicios.

La asustaba el olvido. ¿Cuál era el origen de su dispersión mental? Todos los años que llevaba ejerciendo de jueza, concentrada en alegatos y testimonios, habían agudizado su capacidad de concentración. Y ahora no recordaba siquiera que el marido de Karin llevaba diez años muerto.

Se sacudió aquella desagradable sensación y comenzó a leer el diario por donde lo tenía abierto. Poco a poco fue dejando el invierno de Helsingborg para meterse en el desierto de Nevada, poblado de hombres con sombreros oscuros o pañuelos anudados alrededor de la cabeza, que empleaban todas sus fuerzas en conseguir que el ferrocarril se extendiese hacia el este, metro a metro.

En sus notas, J.A. seguía hablando mal de cuantos trabajaban con él o estaban bajo su responsabilidad. Los irlandeses son perezosos y borrachos, los pocos negros que contrata la compañía constructora son fuertes, pero reacios a esforzarse. J.A. desea que lleguen esclavos de las islas caribeñas o del sur de América, pues ha oído hablar bien de ellos. Tan sólo los latigazos son capaces de convencer a aquellos hombres de que trabajen con ahínco. Le gustaría poder azotarlos como si fuesen bueyes o asnos. Birgitta no logró averiguar a qué pueblos detestaba más. Tal vez a los indios, a la población originaria de América, contra los que prodiga su desprecio. Su renuencia al trabajo, sus taimadas artimañas no pueden compararse con ninguno de los representantes de la escoria a la que se ve obligado a patear y golpear para que el ferrocarril continúe serpenteando. De vez en cuando habla también de los chinos, a los que quisiera mandar al océano Pacífico y darles a elegir entre ahogarse o llegar nadando hasta China. No obstante, no es capaz de negar que son buenos trabajadores. No beben alcohol, se lavan y cumplen las normas. Sus únicas debilidades son su pasión por el juego y sus extrañas ceremonias religiosas. J.A. intenta argumentar por qué detesta de tal manera a unas personas que se dedican a facilitarle a él el trabajo. En algunas frases de difícil interpretación, Birgitta creyó entender que, según J.A., los chinos, tan sufridos y trabajadores, estaban destinados para eso en la vida, simplemente. Habían alcanzado un nivel que jamás superarían por mucho que se desarrollasen.

Las personas a las que J.A. respeta por encima de todas son las procedentes de Escandinavia. En el campamento de construcción del ferrocarril hay una pequeña colonia nórdica compuesta por varios daneses, un grupo algo mayor de noruegos y un grupo, el más numeroso, de suecos y finlandeses. «Confío en esos hombres. Mientras los tenga vigilados, no me engañarán. Además, no temen el esfuerzo; pero si les doy la espalda, se convierten en la misma basura que los demás.»

Birgitta Roslin apartó el diario y se levantó. Quienquiera que fuese aquel capataz del ferrocarril, le resultaba un personaje cada vez más desagradable. Un hombre de origen sencillo que había llegado a América. Y allí, de pronto, se le otorga un gran poder sobre otras personas. Un ser brutal que se había convertido en un pequeño tirano. Birgitta se puso el abrigo y salió a dar un largo paseo por la ciudad, con la idea de liberarse de aquel profundo malestar.

Cuando puso la radio de la cocina, eran las seis de la tarde. La emisión de noticias comenzó con la voz de Robertsson. Se quedó de pie dispuesta a escuchar las novedades. Mientras Robertsson hablaba, se oía de fondo el ruido de los flashes de las cámaras y de las sillas en las que la gente iba acomodándose.

Como en las ocasiones anteriores, el fiscal se expresó de forma clara e inequívoca. El hombre al que habían detenido el día anterior había confesado haber cometido él solo todos los asesinatos de Hesjövallen. A las once de la mañana, y a través de su abogado, solicitó hablar con la policía que lo interrogó por primera vez. Además, señaló su deseo de contar con la presencia del fiscal. Después confesó sin ambages las circunstancias objetivas que llevaron a su detención. Adujo como móvil un acto de venganza. Aún había que someterlo a muchos interrogatorios antes de poder establecer cuál era el motivo de su venganza.

Robertsson terminó ofreciendo el dato que todos esperaban.

– El hombre detenido se llama Lars-Erik Valfridsson. Es soltero, empleado de una compañía de sondeos y ha cumplido varias penas por agresión.

Los flashes no paraban. Robertsson empezó a responder a las preguntas, que apenas lograba entender puesto que todos los periodistas las lanzaban a la vez. La locutora de radio bajó el volumen y empezó a hablar en lugar del fiscal. Dio una retrospectiva de lo que había sucedido hasta el momento. Birgitta Roslin dejó la radio encendida mientras miraba las noticias del teletexto; allí sólo podía leerse lo que Robertsson ya había revelado en la conferencia de prensa. Apagó los dos aparatos y se sentó en el sofá. Algo en la voz de Robertsson la convenció de que no estaba totalmente seguro de que hubiesen detenido al verdadero culpable. Pensó que en toda su vida había oído a un número suficiente de fiscales como para poder forjarse una opinión sobre la fuerza de su aserto. Pero Robertsson creía que tenía razón. Y un fiscal honrado jamás basaba sus acusaciones en apariencias o suposiciones, sino en hechos.

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