Henning Mankell - El chino

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En realidad, era demasiado pronto para sacar una conclusión. Pese a todo, eso fue lo que hizo, precisamente. El hombre al que habían arrestado y detenido no era chino, desde luego. Sus descubrimientos empezaron a perder fuerza. Entró en el despacho y volvió a guardar los diarios en la bolsa. No le quedaba una sola razón para seguir profundizando en las ideas racistas que aquel misántropo desagradable había anotado en unos libros hacía más de ciento cincuenta años.

Cenó tarde en compañía de Staffan e intercambiaron unas palabras sobre la noticia. Tampoco los diarios vespertinos que él se había traído del tren incluían una información distinta de la que ya sabían. En una de las fotos de la conferencia de prensa se entreveía a Lars Emanuelsson con la mano en alto, esperando su turno para preguntar. La recorrió un escalofrío al recordar sus encuentros con él. Le contó a Staffan que, al día siguiente, iría a visitar a Karin Wiman y que probablemente se quedaría allí a pasar la noche. Staffan los conocía a los dos, a Karin y al hombre con el que estuvo casada.

– Vete -la animó-. Te hará bien. ¿Cuándo tienes la revisión médica?

– Dentro de unos días. Y seguramente me dirán que ya estoy recuperada.

Al día siguiente, cuando Staffan ya se había ido al trabajo y mientras ella preparaba la maleta, sonó el teléfono. Era Lars Emanuelsson. Birgitta desconfió enseguida.

– ¿Qué quieres? ¿Cómo has localizado mi número de teléfono? Es secreto.

Lars Emanuelsson soltó una risita.

– El periodista que no sepa cómo dar con un número de teléfono, por secreto que sea, debería dedicarse a otra profesión.

– Bueno, ¿qué quieres?

– Tu opinión. En Hudiksvall han ocurrido hechos importantes. Un fiscal que no parece muy seguro de lo que dice pero que, pese a todo, responde mirándonos a los ojos. ¿Qué tienes tú que decir al respecto?

– Nada.

La amabilidad de Lars Emanuelsson, fingida o no, desapareció al instante. El tono de su voz resonó más duro e impaciente.

– No volvamos a lo de antes, responde a mis preguntas. De lo contrario, empezaré a escribir sobre ti.

– No tengo ningún tipo de información sobre lo que ha revelado el fiscal. Estoy tan sorprendida como el resto del pueblo sueco.

– ¿Sorprendida?

– Elige la palabra que prefieras. Sorprendida, aliviada, indiferente, lo que quieras.

– Bien, te haré unas preguntas sencillas.

– Voy a colgar.

– Si lo haces, escribiré que una jueza de Helsingborg que acaba de abandonar Hudiksvall precipitadamente se niega a responder a mis preguntas. ¿Has vivido alguna vez la situación de tener la casa sitiada por periodistas? No cuesta nada. Antiguamente en este país no se tardaba nada en organizar a una chusma para que linchasen a alguien, bastaba con difundir, de forma bien planificada, ciertos rumores. Una manada de periodistas se parece muchísimo a ese tipo de chusma.

– ¿Qué quieres exactamente?

– Respuestas. ¿Para qué fuiste a Hudiksvall?

– Soy pariente de varias de las víctimas. No te diré cuáles.

Birgitta oía la pesada respiración del periodista mientras éste consideraba o tal vez anotaba sus palabras.

– Sí, eso puede ser cierto. ¿Por qué te marchaste?

– Porque quería volver a casa.

– ¿Qué hay en la bolsa de plástico con la que saliste de la comisaría?

Antes de contestar, Birgitta reflexionó un instante.

– Una serie de diarios que pertenecen a mi pariente.

– ¿Es verdad eso?

– Lo es. Si vienes a Helsingborg, te mostraré uno de los diarios por la puerta entrecerrada, para que lo veas. Gracias por su visita.

– Te creo. Debes comprender que sólo hago mi trabajo.

– ¿Hemos terminado ya?

– Sí, hemos terminado.

Birgitta Roslin colgó el auricular de golpe. La conversación la había irritado tanto que estaba empapada de sudor. Sin embargo, las respuestas que le había dado a Emanuelsson eran tan ciertas como completas. Lars Emanuelsson no tendría nada sobre lo que escribir, pero su tozudez seguía llenándola de admiración y hubo de admitir que, seguramente, sería un buen reportero.

Pese a que le habría resultado más fácil tomar el transbordador a Helsingör, fue hasta Malmö y cruzó el largo puente que antes sólo había atravesado en autobús. Karin Wiman vivía en Gentofte, al norte de Copenhague. Birgitta Roslin se equivocó dos veces antes de tomar la rotonda adecuada y, de ahí, la carretera de la costa hacia el norte. Soplaba un fuerte viento y hacía frío, pero el cielo estaba despejado. Eran las once cuando dio con la hermosa casa de Karin. Allí vivía cuando se casó y en ella murió su marido. Era un edificio blanco de dos plantas, rodeado de un jardín grande y frondoso. Birgitta sabía que desde la planta alta se veía el mar por encima de los tejados de las casas.

Karin Wiman salió a recibirla. Birgitta comprobó que había adelgazado y que estaba más pálida de como ella la recordaba. Lo primero que pensó fue que quizás estaba enferma. Se dieron un abrazo, entraron, dejaron la maleta en la habitación que ocuparía Birgitta y Karin la guió para enseñarle la casa. No se habían producido muchos cambios desde la última vez que Birgitta estuvo allí. Karin había querido conservarla como cuando vivía su marido, se dijo. «¿Qué habría hecho yo en su lugar?» No supo qué contestarse. Claro que ella y Karin eran muy distintas. Y esa amistad suya tan resistente se basaba precisamente en esa gran disparidad. Habían desarrollado una especie de parapeto con el que amortiguar los golpes que se propinaban mutuamente.

Karin había preparado el almuerzo. Se sentaron en una terraza acristalada llena de plantas de diversos aromas. Y casi enseguida, tras las consabidas frases iniciales de tanteo, empezaron a hablar de sus años de juventud en Lund. Karin, cuyos padres tenían un acaballadero en Escania, llegaron allí en 1966, y Birgitta al año siguiente. Se conocieron en la asociación académica, durante una velada poética, y no tardaron en congeniar pese a ser tan distintas. Karin, con sus antecedentes, tenía una gran confianza en sí misma. Birgitta, en cambio, era insegura y tímida.

Se vieron involucradas en el movimiento de adhesión al Frente Nacional de Liberación, a cuyas reuniones asistían, calladas como moscas y atentas a los jóvenes, sobre todo hombres, que se consideraban en posesión de grandes conocimientos; ellos pronunciaban largos y ampulosos discursos sobre la necesidad de hacer la revolución. Al mismo tiempo, las arrebataba la sensación de que era posible crear otra realidad; de que ellas mismas participaban en la creación del futuro. Y no fue el movimiento por el Frente de Liberación Nacional su única escuela en materia de organización política. De hecho, existía un sinfín de grupos que expresaban su solidaridad con los movimientos de todo el mundo a favor de la liberación de las colonias pobres. Y otro tanto ocurría en Suecia. Era una efervescencia de ansias de rebelión contra todo lo viejo y obsoleto. Fue, en pocas palabras, una época maravillosa.

Después, ambas fueron miembros del grupo de izquierda radical conocido como Los Rebeldes y, durante varios meses de actividad febril, vivieron como en una secta cuyos pilares eran una autocrítica brutal y el dogmatismo de la confianza en las interpretaciones que Mao Zedong hacía de las teorías de la revolución. Se distinguieron de todas las demás alternativas de izquierda, a las que miraban con desprecio. Destruyeron sus discos de música clásica, limpiaron sus estanterías y llevaron una vida que emulaba la de la guardia roja que Mao había movilizado en China.

Karin le preguntó si recordaba el famoso viaje a Tylösand, adonde fueron a bañarse. Sí, claro que lo recordaba. Habían celebrado una reunión con la célula a la que pertenecían. El camarada Moses Holm, que estudió medicina, aunque perdió la licencia por abuso y prescripción de narcóticos, presentó la propuesta de «infiltrarse en el nido de serpientes burgués que se pasaba el verano bañándose y tomando el sol en Tylösand». Tras una larga discusión se aceptó la propuesta y se diseñó una estrategia. Al domingo siguiente, un día de primeros de julio, diecinueve camaradas partieron en autobús en dirección a Halmstad, hacia Tylösand. Encabezado por un retrato de Mao y rodeado de banderas rojas, el grupo inició la marcha hasta la playa, ante el asombro de los veraneantes. Recitando sus divisas y blandiendo el pequeño libro rojo, se adentraron en el agua con la fotografía de Mao. Después se congregaron en la orilla cantando El este es rojo, condenaron la Suecia fascista en un breve discurso y exhortaron a los trabajadores que tomaban el sol a tomar las armas y prepararse para la revolución que no tardaría en llegar. Finalmente regresaron a casa, donde dedicaron varios días a valorar «el ataque» en la playa de Tylösand.

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