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Henning Mankell: El chino

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Henning Mankell El chino

El chino: краткое содержание, описание и аннотация

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Antes de entrar llamaron a otros dos policías que estaban acordonando la zona. El perímetro era tan grande que tuvieron que llamar a Hudiksvall para pedir más rollos de cinta. Fueron acercándose a la puerta con las armas preparadas. Erik Huddén la aporreó y un hombre medio desnudo de largos cabellos apareció en el umbral. Al ver tantas pistolas apuntándole retrocedió aterrado. Vivi Sundberg bajó la suya al ver que estaba desarmado.

– ¿Estás solo en casa? *

– Está mi mujer -respondió el hombre con voz trémula.

– ¿Nadie más?

– No. ¿Ha ocurrido algo?

Vivi Sundberg se guardó el arma y les hizo una seña a los demás para que la imitaran.

– Vamos a entrar -le dijo al hombre medio desnudo, que no dejaba de tiritar del frío que le llegaba de la calle-. ¿Cómo te llamas?

– Tom.

– ¿Qué más?

– Hansson.

– Bien, pues vamos a entrar, Tom Hansson, así dejarás de pasar frío.

En el interior de la casa la música estaba muy alta. A Vivi Sundberg le dio la impresión de que había altavoces ocultos en todas las habitaciones. Siguió al hombre a través de una sala de estar en total desorden, donde vio a una mujer en camisón, acurrucada en el sofá. El hombre bajó la música y se puso un par de pantalones que había en una silla. Tom Hansson y la mujer del sofá parecían algo mayores que Vivi Sundberg, rondarían los sesenta.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó la mujer asustada.

Vivi Sundberg se percató enseguida de su acento tan típico de Estocolmo. Probablemente se habrían mudado hasta allí en aquella época en que los jóvenes de la capital se trasladaban a vivir en el campo con el propósito de llevar una vida sencilla. Vivi decidió ir al grano. El tremendo descubrimiento que acababan de hacer ella y sus colegas la inducía a pensar que aquello era muy urgente. No había razón alguna para no suponer que la persona o personas que habían llevado a cabo aquella macabra matanza bien podían estar a punto de cometer otra similar.

– Parte de vuestros vecinos están muertos -reveló Vivi Sundberg-. Esta noche han sucedido en el pueblo cosas terribles. Es importante que respondáis a nuestras preguntas. ¿Cómo te llamas tú?

– Ninni -contestó la mujer del sofá-. ¿Herman y Hilda están muertos?

– ¿Dónde viven?

– En la casa de la izquierda.

Vivi Sundberg asintió.

– Sí, por desgracia, están muertos. Han sido asesinados, pero no sólo ellos. Parece que muchos de los habitantes de este pueblo han muerto asesinados.

– Si se trata de una broma, no tiene ninguna gracia -observó Tom Hansson.

Vivi Sundberg perdió el control por un instante.

– No puedo perder tiempo, necesito que respondáis a algunas preguntas. Comprendo que os parezca incomprensible lo que digo, pero, aun así, es cierto. Es horrible y cierto. ¿Cómo habéis pasado la noche? ¿Habéis oído algo?

El hombre se había sentado en el sofá, junto a la mujer.

– No, estábamos durmiendo.

– ¿Y no oísteis nada?

Ambos negaron con un gesto.

– ¿Ni siquiera os habéis dado cuenta de que el pueblo estaba lleno de policías?

– Cuando ponemos la música muy alta, no oímos nada.

– ¿Cuándo fue la última vez que visteis a vuestros vecinos?

– Si te refieres a Herman y Hilda, los vimos ayer -intervino Ninni-. Solemos vernos cuando salimos a pasear a los perros.

– ¿Vosotros tenéis perro?

Tom Hansson asintió y señaló la puerta de la cocina.

– Es bastante viejo y muy perezoso. Ni siquiera se levanta cuando viene visita.

– ¿No ladró anoche?

– Nunca lo hace.

– ¿A qué hora visteis a los vecinos?

– Ayer, sobre las tres de la tarde, pero sólo a Hilda.

– ¿Todo estaba como de costumbre?

– Le dolía la espalda. Herman estaría en la cocina, haciendo crucigramas. A él no lo vi.

– ¿Y qué me dices de los demás habitantes del pueblo?

– Todo era normal. En este pueblo no hay más que ancianos y suelen quedarse en casa cuando hace frío. En primavera y en verano nos vemos más.

– ¿No hay niños en el pueblo?

– Ninguno.

Vivi Sundberg guardó silencio, pensaba en el niño asesinado.

– ¿Es verdad lo que dices? -preguntó la mujer.

Vivi percibió miedo en su voz.

– Sí -respondió-. Lo que os he contado es verdad. Es posible que todos los habitantes del pueblo estén muertos, a excepción de vosotros.

Erik Huddén se hallaba junto a la ventana.

– No, quizá no -dijo muy despacio.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no todos están muertos. Ahí fuera hay alguien.

Vivi Sundberg se apresuró a acercarse a la ventana. Y entonces vio lo que había captado la atención de Erik Huddén.

Había una mujer en la carretera. Era vieja, vestía un albornoz y llevaba unas botas negras de goma. Tenía las manos entrelazadas, como si estuviese rezando.

Vivi Sundberg contuvo la respiración. La mujer no se movía.

3

Tom Hansson se acercó a la ventana y se colocó al lado de Vivi Sundberg.

– Ah, es Julia -explicó-. A veces nos la encontramos fuera sin abrigo. Hilda y Herman suelen echarle un ojo cuando no está aquí la asistente.

– ¿Dónde vive? -quiso saber Vivi.

Tom señaló la penúltima casa del pueblo.

– Llevamos aquí casi veinte años -prosiguió-. La idea era que viniesen más. Al final, nosotros fuimos los únicos. Cuando llegamos, Julia estaba casada. Su marido se llamaba Rune y era conductor de vehículos y maquinaria para el trabajo en el bosque. Un día se le reventó una arteria. Murió en la cabina del vehículo. A partir de entonces, Julia empezó a comportarse de forma extraña. Una persona indignada con la injusticia pero que no lo demostraba, llevaba los puños cerrados, pero metidos en los bolsillos, no sé si me explico. Y luego se volvió senil. Somos de la opinión de que debe poder morir aquí. Tiene dos hijos que vienen a verla una vez al año. Sólo piensan en heredar y no se preocupan mucho de ella, la verdad.

Vivi Sundberg salió con Erik Huddén. La mujer seguía inmóvil en la carretera. Cuando Vivi se detuvo ante ella alzó la vista, pero no dijo nada. Y tampoco protestó cuando Erik Huddén ayudó a Vivi a conducirla de vuelta a su casa. Estaba limpia y ordenada y, en las paredes, había fotografías del marido muerto y de los dos hijos que no se preocupaban de ella.

Por primera vez desde que llegó a Hesjövallen, Vivi Sundberg sacó un bloc de notas. Entretanto, Erik Huddén leía un documento oficial que había sobre la mesa de la cocina.

– Julia Holmgren -leyó en voz alta-. Tiene ochenta y siete años.

– Que alguien llame a los servicios sociales. No me importa el horario que le hayan asignado. Tienen que venir a atenderla ahora.

La anciana estaba sentada a la mesa de la cocina, mirando por la ventana. Una pesada y compacta capa de nubes se extendía sobre el paisaje.

– ¿Quieres que intentemos preguntarle algo?

Vivi Sundberg negó con un gesto.

– No servirá de nada. ¿Qué nos va a contar?

Dicho esto, le hizo una seña a Erik Huddén de que saliese y las dejase solas. Su colega salió al jardín. Vivi entró en la sala de estar, se colocó en el centro y cerró los ojos. No tardaría en verse obligada a enfrentarse cara a cara con todo el horror del suceso. Debía intentar hallar algún punto de partida.

Había algo en la anciana que emitía una vaga señal de presagio cuyo destinatario era su conciencia, pero Vivi no conseguía concretar la idea en su mente. Permaneció inmóvil, abrió los ojos y se esforzó por pensar con lógica. ¿Qué había sucedido allí aquella mañana de enero? En un pueblo apartado y aislado habían muerto asesinadas varias personas. Como también un puñado de animales domésticos. Todo indicaba que los asesinatos se habían ejecutado con una rabia llena de cólera. ¿Era realmente posible que un solo hombre hubiese llevado a cabo aquella matanza? ¿Habrían sido varios los que, al amparo de la noche, se presentaron en el pueblo para desaparecer una vez ejecutada su brutal masacre? Aún era demasiado pronto; Vivi Sundberg carecía de respuestas, por el momento, tan sólo contaba con una limitada serie de circunstancias concretas y, claro está, con todos aquellos cadáveres. Un matrimonio que pasaba allí el invierno desde el día en que huyeron de Estocolmo y una mujer senil que salía a la carretera en camisón.

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