Henning Mankell - El chino

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Karsten Höglin lanzó un grito y se dio la vuelta, dispuesto a salir cuanto antes de aquella casa. Desde el vestíbulo vio a un hombre tumbado en el suelo de la sala de estar, entre la mesa y un sofá rojo cubierto de una funda blanca. El anciano estaba desnudo y tenía toda la espalda llena de sangre.

Karsten Höglin salió de la casa a toda velocidad. Sólo deseaba alejarse de allí. Mientras corría se le cayó la cámara, pero no se molestó en detenerse a recuperarla. Empezó a sentir el temor creciente de que un ser al que no podía ver le daría un hachazo en la espalda en cualquier momento. Ya en el coche, se marchó de allí.

No se detuvo hasta que llegó a la carretera principal, donde, con las manos temblorosas, volvió a marcar el número de emergencias. En el preciso momento en que se llevó el auricular a la oreja sintió un intenso dolor en el pecho. Era como si alguien le hubiese dado alcance, pese a todo, y le estuviese clavando un cuchillo.

Una voz le contestó al teléfono, pero él no pudo articular palabra. El dolor era tan terrible que no logró emitir más que un silbido.

– No le oigo -le advirtió una voz de mujer.

Höglin volvió a intentarlo, pero apenas consiguió decir algo más que la primera vez. Estaba muriéndose.

– ¿Podría hablar más alto? -insistió la mujer-. No entiendo lo que me dice.

Con un esfuerzo sobrehumano, logró pronunciar unas palabras.

– Me muero -declaró con voz bronca-. Dios mío, me muero. Ayúdenme.

– ¿Dónde se encuentra?

Pero la mujer no obtuvo ya más respuestas. Karsten Höglin iba camino de las tinieblas. En un convulso intento por liberarse de aquel terrible dolor, como si estuviera ahogándose e intentase inútilmente alcanzar la superficie, pisó el acelerador. El coche salió disparado e invadió el carril contrario. El pequeño camión cargado de muebles de oficina que iba camino de Hudiksvall no consiguió frenar a tiempo y se produjo el choque. El conductor salió del camión para ver cómo estaba el hombre del turismo con el que había colisionado. Lo halló inclinado sobre el volante.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó el hombre.

– El pueblo -susurró Karsten Höglin-. Hesjövallen.

Y eso fue cuanto dijo. Cuando la policía y la ambulancia acudieron al lugar, Karsten Höglin ya había fallecido por un infarto masivo.

Al principio no se sabía con exactitud lo que había sucedido y, desde luego, nadie podía imaginarse lo que constituyó la verdadera causa del repentino ataque sufrido por el hombre que conducía aquel Volvo de color azul oscuro. Después, cuando ya se habían llevado el cadáver de Karsten Höglin y la grúa transportaba el camión con los muebles de oficina, que era el vehículo más dañado, uno de los policías se tomó la molestia de escuchar lo que el conductor bosnio intentaba comunicarles. El policía se llamaba Erik Huddén y no le gustaba lo más mínimo entablar conversación sin necesidad con personas que no hablaban bien el sueco. Parecía que sus testimonios perdiesen importancia, puesto que su capacidad de expresión era insuficiente. Claro que empezó por hacerle la prueba del alcohol, por si acaso, pero el conductor estaba sobrio, el indicador dio verde y su permiso de conducir parecía en orden.

– Intentaba decirme algo -aseguraba el conductor.

– ¿Cómo? -preguntó Erik Huddén reacio.

– Sí, decía algo sobre Herö. ¿Un lugar, quizá?

Erik Huddén, que era de la zona, negó impaciente con la cabeza.

– Por aquí no hay nada que se llame Herö.

– Tal vez no lo oí bien… Creo que era algo con ese, como Hersjö, tal vez.

– ¿Hesjövallen?

El conductor asintió.

– Sí, eso mismo.

– ¿Y qué quería decir?

– No lo sé. Murió.

Erik Huddén se guardó el bloc de notas. No había anotado lo que le dijo el conductor. Media hora después, cuando se marcharon las grúas con los vehículos accidentados y otro coche de policía recogió al conductor bosnio para seguir interrogándolo en la comisaría, Erik Huddén se sentó en el coche con la intención de volver a Hudiksvall. Lo acompañaba su colega Leif Ytterström, que era quien conducía.

– Vamos a pasar por Hesjövallen -le dijo de pronto Erik.

– ¿Por qué? ¿Algún aviso?

– No, sólo quiero comprobar una cosa.

Erik Huddén era el mayor de los dos. Tenía fama de retraído y tozudo. Leif Ytterström giró para tomar la carretera hacia Sörforsa. Cuando llegaron a Hesjövallen, Erik Huddén le pidió que cruzara el pueblo despacio. Aún no le había explicado al colega por qué habían dado aquel rodeo.

– Parece desierto -comentó Leif Ytterström mientras dejaban atrás casa tras casa.

– Vuelve en la otra dirección, igual de despacio.

Al cabo de un momento, le dijo a Leif Ytterström que se detuviese. Algo había llamado su atención. En efecto, divisó algo entre la nieve junto a una de las casas. Salió del coche y se acercó. De repente, se detuvo sobresaltado y sacó el arma. Leif Ytterström bajó al instante del coche y lo imitó.

– ¿Qué pasa?

Erik Huddén no respondió. Empezó a acercarse con sumo cuidado, hasta que se detuvo y se inclinó, como si le hubiese dado una punzada de dolor en el pecho. Cuando volvió al coche, estaba pálido.

– Allí hay un hombre muerto -explicó-. Está destrozado. Le falta algo.

– ¿Qué quieres decir?

– Le falta una pierna.

Ambos guardaron silencio mirándose fijamente. Después, Erik Huddén se sentó en el coche y pidió por radio que lo pusieran con Vivi Sundberg, pues sabía que hoy estaba de servicio.

– Soy Erik, estoy en Hesjövallen.

Casi podía oírla pensar, pues había infinidad de lugares en la zona cuyos topónimos se parecían muchísimo.

– ¿Al sur de Sörforsa?

– Más bien al oeste. Pero quizá soy yo el que se equivoca.

– ¿Qué ha pasado?

– No lo sé, pero he encontrado en la nieve el cadáver de un hombre al que le falta una pierna.

– Repítelo.

– Un hombre muerto. En la nieve. Parece que lo hayan matado a hachazos. Y le falta una pierna.

Vivi Sundberg y Erik Huddén se conocían bien. Ella sabía que, por increíble que sonase lo que estaba contando, él nunca exageraba.

– Vamos para allá -aseguró Vivi.

– Llama a los técnicos de Gävle.

– ¿Quién está contigo?

– Ytterström.

Vivi reflexionó un instante.

– ¿Se te ocurre alguna explicación lógica de lo que haya podido suceder?

– Jamás en mi vida he visto algo parecido.

Erik sabía que ella lo comprendería. Llevaba tantos años en la policía que ya había visto todo tipo de desgracias y actos violentos.

Treinta y cinco minutos más tarde, oyó las sirenas en la distancia.

Erik Huddén intentó convencer a Leif Ytterström de que lo acompañase a hablar con los vecinos más cercanos, pero éste se negó, no pensaba salir hasta que no viniesen refuerzos. Puesto que Erik Huddén no quería ir a la casa solo, se quedó junto al coche. Ambos aguardaron en silencio.

Vivi Sundberg salió del primer vehículo que llegó al pueblo. Era una mujer de unos cincuenta años, de constitución robusta. Quienes la conocían sabían que, pese a su corpulencia, era capaz de aguantar y resistir bastante. Tan sólo unos meses antes había dado alcance a dos ladrones de unos veinte años. Los dos jóvenes se burlaron de ella cuando la vieron correr, pero doscientos metros después, cuando los detuvo a ambos, ya no se reían tanto.

Vivi Sundberg era pelirroja. Cuatro veces al año acudía a la peluquería de su hija para teñirse.

Había nacido en una granja a las afueras de Harmånger y estuvo cuidando de sus padres hasta que fallecieron. Entonces empezó a estudiar, unos años después solicitó la admisión en la academia de policía y, para su asombro, la admitieron. En realidad, nadie se explicaba cómo la habían aceptado con aquel cuerpo tan inmenso, pero nadie se atrevió a preguntar y ella tampoco dio nunca explicaciones. Cuando alguno de sus colegas, por lo general hombres, hablaba de ponerse a dieta, ella gruñía irritada. Vivi Sundberg era cauta con el azúcar, pero, al mismo tiempo, le gustaba comer. Había estado casada dos veces. La primera, con un obrero industrial de Iggesund con el que había tenido a su hija, Elin. El hombre había fallecido en un accidente laboral. Pocos años después volvió a casarse con un fontanero de Hudiksvall. No llevaban dos meses de matrimonio, cuando el marido se mató en un accidente de coche mientras conducía por la carretera helada entre Delsbo y Bjuråker. Después, nunca volvió a casarse. Sin embargo, entre sus colegas circulaba el rumor de que tenía un amigo en alguna de las numerosas islas griegas, adonde viajaba dos veces al año para pasar las vacaciones. En cualquier caso, nadie lo sabía con certeza.

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