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Henning Mankell: El chino

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Henning Mankell El chino

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Vivi Sundberg era una buena policía. Era persistente y tenía gran capacidad de análisis, incluso de las pistas más insignificantes, que en ocasiones eran las únicas de que disponían en una investigación de asesinato.

Se pasó la mano por el cabello mientras observaba a Erik.

– ¿Dónde es?

Los dos colegas se pusieron en marcha en dirección al lugar donde se encontraba el cadáver. Vivi Sundberg hizo un mohín al tiempo que se acuclillaba.

– ¿Ha llegado el médico?

– La chica está en camino.

– ¿La chica?

– Sí, Hugo tiene una sustituta. Lo van a operar de un tumor.

Vivi Sundberg perdió momentáneamente el interés por el cuerpo ensangrentado que yacía en la nieve.

– ¿Está enfermo?

– Tiene cáncer. ¿No lo sabías?

– No. ¿Cáncer de qué?

– De estómago, pero parece que no se ha extendido. La sustituta es de Uppsala. Se llama Valentina Miir, no sé si lo pronuncio bien.

– ¿Y está en camino?

Erik Huddén le gritó la pregunta a Ytterström, que estaba tomando café junto a uno de los coches. El colega le confirmó que el forense no tardaría en llegar.

Vivi Sundberg empezó a examinar el cuerpo a conciencia. Cada vez que se enfrentaba al cadáver de una persona que había muerto asesinada la asaltaba la misma sensación de absurdo. Ella no podía resucitar a los muertos, tan sólo, y en el mejor de los casos, aclarar los motivos del crimen y enviar al criminal a la cárcel o tras las puertas cerradas a cal y canto de un centro para enfermos mentales.

– Alguien ha estado arrasando aquí con un cuchillo -constató-. Y con un cuchillo bastante grande. O con una bayoneta. Quizás una espada. He contado hasta diez cortes distintos, casi todos mortales, probablemente. Lo que no comprendo es lo de la pierna. ¿Sabemos quién es?

– Aún no. Todas las casas parecen desiertas.

Vivi Sundberg se puso de pie y observó el pueblo con atención. Era como si las casas, recelosas, correspondiesen a sus miradas.

– ¿Has llamado a alguna?

– He preferido esperar. Quien haya hecho esto puede seguir aquí.

– Sí, has hecho bien.

Le hizo un gesto a Ytterström para que se acercase. El colega arrojó la taza de papel a la nieve.

– Vamos a entrar -dijo Sundberg-. Aquí tiene que haber alguien. Esto no es un pueblo desierto.

– Pues no ha aparecido un alma.

Vivi Sundberg volvió a observar las casas, los jardines cubiertos de nieve, la carretera. Sacó la pistola y empezó a caminar en dirección a la casa más cercana. Los demás la seguían de cerca. Eran las once y unos minutos.

Lo que sucedió después llegaría a formar parte de los anales judiciales suecos, pues el espectáculo que se presentó ante los tres policías no tenía precedentes en la historia criminal del país. Fueron de casa en casa, empuñando las armas. Y no hallaron más que personas muertas. Gatos y perros acuchillados, incluso un papagayo al que le habían cortado la cabeza. En total diecinueve personas muertas, todas mayores, salvo un niño de unos doce años. Algunos habían sido asesinados en sus lechos mientras dormían, otros yacían en el suelo o estaban sentados en una silla, ante la mesa de la cocina. Una anciana había muerto mientras se peinaba, un hombre aparecía tendido en el suelo, junto al café derramado de la cafetera. En una de las casas encontraron a dos personas atadas la una a la otra. Todos habían sufrido la misma violencia desmedida. Era como si un huracán sangriento hubiese arrasado los hogares de aquellos ancianos, poco antes de que se levantaran. Puesto que la gente mayor que vivía en el campo solía madrugar mucho, Vivi supuso que los asesinatos se habían cometido después del anochecer o de madrugada, muy temprano.

Vivi Sundberg tuvo la sensación de que la cabeza se le inundaba de sangre. Pese a que temblaba de indignación, supo mantener una fría calma. Era como si estuviese observando aquellos cuerpos muertos y mutilados a través de unos prismáticos, lo que le ayudaba a no sentirlos demasiado cerca.

Además, estaba el olor; aunque los cadáveres apenas si se habían enfriado, emitían ya un olor dulzón y amargo al mismo tiempo. Mientras permanecía en el interior de las casas, procuraba respirar por la boca. Cuando salió, comenzó a respirar profundamente. Entrar en la siguiente casa era como prepararse para algo casi impracticable.

Cuanto se le presentaba a la vista, un cuerpo tras otro, llevaba el mismo sello de iracundia y el mismo tipo de heridas infligidas con la misma arma afilada. La lista que elaboró más tarde, ese mismo día, se componía de breves notas que describían con exactitud lo que había visto:

Casa número uno: Hombre mayor, muerto, medio desnudo, pijama roto, zapatillas, tendido en la escalera como bajando del primer piso. La cabeza casi seccionada del cuerpo, el pulgar de la mano izquierda, a un metro del cuerpo. Mujer mayor, muerta, en camisón, el estómago rajado de arriba abajo, una parte de la membrana del intestino está suelta y cuelga por fuera, la dentadura postiza destrozada.

Casa número dos: Hombre muerto y mujer muerta, ambos ancianos, ochenta años como mínimo. Se hallaron sus cuerpos en la cama, en el piso de abajo. La mujer pudo morir mientras dormía, de una cuchillada que va desde el hombro izquierdo, a través del pecho, hasta la cadera derecha. El hombre intentó defenderse con un martillo, pero le cortaron el brazo, la garganta abierta de lado a lado. Lo extraño es que los cuerpos están atados. Da la impresión de que el hombre aún vivía cuando lo amarraron, mientras que la mujer ya había muerto. Como es lógico, no tengo ninguna prueba de ello, es tan sólo una intuición. Niño muerto en un pequeño dormitorio. Es posible que estuviese dormido cuando lo mataron.

Casa número tres: Mujer sola. Muerta en el suelo de la cocina. Un perro de raza indefinida acuchillado junto a ella. La columna de la mujer parece rota por varios sitios.

Casa número cuatro: Hombre muerto en el vestíbulo. Viste pantalón, camisa, está descalzo. Probablemente opuso resistencia. El cuerpo está prácticamente partido en dos a la altura del estómago. Mujer muerta, sentada en la cocina. Dos, quizá tres cuchilladas en la coronilla.

Casa número siete: Dos mujeres mayores y un hombre, también anciano, muertos en sus camas del piso superior. Impresión: estaban despiertos, conscientes, pero no pudieron reaccionar. Gato muerto a cuchilladas en la cocina.

Casa número ocho: Hombre de edad muerto fuera de la casa, le falta una pierna. Dos perros decapitados. Mujer muerta en la escalera, indescriptible lo destrozado que está su cuerpo.

Casa número nueve: Cuatro personas muertas en la sala de estar de la planta baja. Medio desnudas, con tazas de café, la radio puesta, programa Pl. Tres mujeres de edad, un hombre también mayor. Todos con la cabeza entre las rodillas.

Casa número diez: Dos personas de edad muy avanzada, un hombre y una mujer, muertos en sus camas. Imposible saber si fueron o no conscientes de lo que les sucedió.

Ya al final de la lista no tuvo fuerzas para pedirle a su memoria que registrase los detalles. Lo que acababa de ver era, de todos modos, inolvidable, como echar un vistazo al mismísimo infierno.

Numeró las casas en que habían ido hallando los cadáveres, pero en el pueblo no estaban en ese orden. Cuando, a lo largo de su macabro reconocimiento, llegaron a la casa número cinco, encontraron señales de vida. Desde el jardín se oía una música que atravesaba tanto ventanas como paredes. Ytterström dijo que le parecía Jimmy Hendrix. Vivi Sundberg sabía quién era; en cambio Erik Huddén no tenía la más remota idea de quién hablaban. Su favorito era Björn Skifs.

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