Michael Connelly - Llamada Perdida

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Pierce es un investigador de informática molecular volcado en un estudio que podría revolucionar el mundo de la medicina. Su obsesiva dedicación al trabajo ha repercutido en su vida privada, dando al traste con su relación con Nicole. tras abandonar la vivienda que compartía con ella, Pierce se instala en un nuevo apartamento con vistas a la playa de Santa Mónica. Allí empieza a recibir extrañas llamadas telefónicas de hombres que buscan a una tal Lilly. Movido por la curiosidad, Pierce decide investigar quién es esa mujer y descubre su anuncio en L.A. Darlings, una web donde ofrecía sus servicios como chica de compañía. La obsesión de Pierce le arrastra al oscuro mundo del sexo en Internet, un ámbito desconocido para él y que no tardará en convertirse en una pesadilla.
En Llamada perdida, Connelly sustituye a Harry Bosch – el protagonista que le ha aportado fama mundial – por Henry Pierce, cuya curiosidad sirve de motor para abordar, desde el suspense, dos temas de gran actualidad: el sexo online y las nuevas tecnologías científicas.
«Connelly sabe jugar diabólicamente con los lectores. El resultado es esta novela que cuenta con un suspense al más puro estilo Hitchcock.» – Kirkus Reviews

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Ella cerró de un portazo, sin volverse a mirarlo.

– Vete -escuchó Pierce que ella le decía desde el cuarto de baño.

Entonces oyó que se abría el grifo de la ducha y supo que se estaba limpiando de su contacto por última vez.

Pierce terminó de vestirse y bajó la escalera. Se sentó en el último peldaño y se puso los zapatos. Se preguntaba cómo había podido estar tan desesperadamente equivocado con ella.

Antes de irse, volvió a la sala y se quedó de pie ante la librería. Los estantes estaban repletos de libros de tapa dura. Era un altar al conocimiento, la experiencia y la aventura. Pierce recordó la vez que había entrado en la sala de estar y la había descubierto en el sofá. Ella no estaba leyendo, solamente estaba mirando sus libros.

Uno de los estantes estaba dedicado por completo a libros de tatuajes y diseño gráfico. Se acercó y pasó el dedo por los lomos de los libros hasta que encontró el que buscaba. Lo sacó. Eran un libro sobre pictogramas chinos, el libro de donde ella había elegido su tatuaje. Pasó las páginas hasta que encontró fu y leyó el texto. Citaba a Confucio.

Con sólo arroz para comer, con sólo agua para beber y mi brazo doblado por almohada, soy feliz.

Debería haberlo sabido. Pierce entendió que debería haber sabido que no era ella. La lógica no funcionaba. La ciencia no funcionaba. Le habían llevado a dudar de la única cosa de la que debería haber estado seguro.

Pasó las páginas del libro hasta que vio shu, el símbolo del perdón.

– «El perdón es la acción del corazón» -leyó en voz alta.

Se llevó el libro a la mesa de café y lo dejó allí, todavía abierto por la página que mostraba shu. Nicole no tardaría en encontrarlo.

Pierce cerró la puerta al salir de la casa y fue a su coche. Se sentó al volante pensando en lo que había hecho, en sus pecados. Sabía que tenía lo que merecía, como la mayoría de la gente.

Puso la llave y arrancó el motor. La memoria de acceso aleatorio de su mente mostró la imagen del coche de la pizzería que había visto antes. Un recordatorio de que tenía hambre.

Y en ese momento los átomos impactaron para crear un nuevo elemento. Tuvo una idea. Una buena idea. Apagó el motor y volvió a salir.

Nicole o bien seguía en la ducha o no pensaba abrir la puerta. Pero no le importó, porque todavía conservaba la llave. Abrió y recorrió el pasillo hasta la cocina.

– Nicole -anunció-. Soy yo, sólo necesito usar el teléfono.

No hubo respuesta y pensó que oía correr el agua en el otro extremo de la casa. Nicole seguía en la ducha.

En el teléfono de la cocina marcó el número de Información de Venice y pidió el número de Domino's Pizza. Había dos locales y apuntó ambos números, anotándolos en una libreta que Nicole guardaba junto al teléfono.

Marcó el primer número y mientras aguardaba abrió el armario que había encima del teléfono y sacó las páginas amarillas. Sabía que si no funcionaba con Domino's tendría que probar con todas las pizzerías con entrega a domicilio de Venice para llevar a cabo su plan.

– Domino's Pizza, ¿puedo ayudarle?

– Quiero pedir una pizza.

– ¿Número de teléfono?

De memoria le dio el número de móvil de Lucy LaPorte.

Oyó que lo tecleaban en un ordenador. Aguardó y el hombre del otro lado del teléfono dijo:

– ¿Cuál es su dirección?

– Quiere decir que no salgo allí.

– No, señor.

– Disculpe, me he equivocado de pizzería.

Colgó y llamó al segundo Domino's y siguió el mismo proceso, dándole el número de Lucy a la mujer del otro lado de la línea.

– ¿Nueve cero nueve Breeze?

– ¿Disculpe?

– ¿Su dirección es nueve cero nueve Breeze? ¿LaPorte?

– Ah, sí, eso es.

Pierce anotó la dirección, sintiendo en la sangre una descarga de adrenalina que hizo que su caligrafía le saliera apretada e irregular.

– ¿Qué quiere?

– ¿En su ordenador no sale lo que pedimos la última vez?

– Tamaño normal, con cebolla, pimiento y champiñones.

– Bien. Lo mismo.

– ¿Algo para beber? ¿Pan de ajo?

– No, sólo la pizza.

– Muy bien, treinta minutos.

La mujer colgó sin despedirse ni darle a él la oportunidad de hacerlo. Pierce colgó el teléfono y se volvió para encaminarse hacia la puerta.

Nicole estaba allí de pie. Tenía el pelo mojado y llevaba un albornoz que había sido de Pierce. Ella se lo había regalado en su primera Navidad juntos, pero él nunca lo usaba porque no le gustaba ponerse albornoz. Nicole se lo apropió y le quedaba demasiado grande, lo cual le daba un aspecto más sexy. Sabía el efecto que a él le causaba verla en albornoz y lo usaba como bandera. Cuando se duchaba y se ponía el albornoz, significaba que iban a hacer el amor.

Pero no esta vez. Nunca más. La mirada de Nicole era cualquier cosa menos provocativa o sexy. Ella miró las páginas amarillas abiertas por los anuncios de pizza a domicilio.

– No puedo creerlo, Henry. Después de lo que acaba de pasar, tú bajas y pides una pizza como si tal cosa. Pensaba que tenías conciencia.

Ella se acercó a la nevera y la abrió.

– Te he pedido que te marcharas.

– Ya me voy, pero no es lo que tú crees, Nicole. Estoy intentando encontrar a alguien y ésta es la única forma.

Ella cogió una botella de agua de la nevera y empezó a abrir el tapón.

– Te he pedido que te vayas -repitió.

– Muy bien, ya me voy.

Hizo un movimiento para pasar entre Nicole y la isla de la cocina, pero de repente cambió el curso y avanzó hacia ella. La cogió por los hombros y la atrajo para besarla en la boca. Ella lo empujó rápidamente, salpicando agua en los dos.

– Adiós -dijo Pierce antes de que ella tuviera tiempo de hablar-. Todavía te quiero.

Mientras caminaba hacia la puerta, sacó del llavero la llave de la casa y la dejó en la mesita de la entrada, bajo el espejo que había junto a la puerta. Se volvió para mirarla mientras abría la puerta. Ella le dio la espalda.

36

Breeze era una de las calles peatonales de Venice, lo cual significaba que Pierce iba a tener que aparcar el coche y acercarse a pie. En diversos barrios cercanos a la playa, los pequeños bungaloes estaban encarados, con sólo una acera entre uno y otro, sin calles. Detrás de las casas se extendían estrechos callejones para que los propietarios tuvieran acceso a sus garajes, pero las partes delanteras de las viviendas se alineaban junto a la acera compartida. En Venice el plano era distinto, el diseño promovía la buena vecindad y al mismo tiempo cabían más casas en pequeñas parcelas de terreno. Las viviendas en las calles peatonales se cotizaban mucho.

Pierce encontró un lugar para aparcar en Ocean, cerca del monumento a los caídos en la guerra pintado a mano, y caminó hasta Breeze. Eran casi las siete y el cielo estaba empezando a adquirir el color naranja tostado de un anochecer neblinoso. La dirección que había obtenido de Domino's estaba a mitad de la manzana. Pierce caminó por la acera como si fuera a ver anochecer en la playa. Al pasar por el 909 miró con aire despreocupado. Era un bungaló amarillo, más pequeño que la mayoría de los otros de la manzana, con una vieja mecedora en el amplio porche. Como la mayoría de las casas de la manzana, tenía una cerca enfrente con una puertecita.

Las cortinas de detrás de las ventanas delanteras estaban corridas. La luz del porche estaba encendida y Pierce lo tomó como una mala señal. Era demasiado temprano para que la luz estuviera encendida y supuso que llevaba encendida desde la noche anterior. Empezó a temer, una vez que por fin había encontrado el lugar que ni el detective Renner ni Cody Zeller habían localizado, que Lucy LaPorte se había ido.

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