Michael Connelly - Llamada Perdida

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Pierce es un investigador de informática molecular volcado en un estudio que podría revolucionar el mundo de la medicina. Su obsesiva dedicación al trabajo ha repercutido en su vida privada, dando al traste con su relación con Nicole. tras abandonar la vivienda que compartía con ella, Pierce se instala en un nuevo apartamento con vistas a la playa de Santa Mónica. Allí empieza a recibir extrañas llamadas telefónicas de hombres que buscan a una tal Lilly. Movido por la curiosidad, Pierce decide investigar quién es esa mujer y descubre su anuncio en L.A. Darlings, una web donde ofrecía sus servicios como chica de compañía. La obsesión de Pierce le arrastra al oscuro mundo del sexo en Internet, un ámbito desconocido para él y que no tardará en convertirse en una pesadilla.
En Llamada perdida, Connelly sustituye a Harry Bosch – el protagonista que le ha aportado fama mundial – por Henry Pierce, cuya curiosidad sirve de motor para abordar, desde el suspense, dos temas de gran actualidad: el sexo online y las nuevas tecnologías científicas.
«Connelly sabe jugar diabólicamente con los lectores. El resultado es esta novela que cuenta con un suspense al más puro estilo Hitchcock.» – Kirkus Reviews

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Si era así, pronto iba a quedarse de piedra. Pierce volvió a guardar la carpeta en el archivador.

– Has vendido muy barato, Elliot -dijo mientras lo cerraba.

Al salir de la oficina, apagó las luces con la mano.

En el pasillo, Pierce echó un rápido vistazo a lo que llamaban la pared de la fama: seis metros de tabique llenos de artículos enmarcados sobre Amedeo, Pierce, las patentes y la investigación. En las horas de oficina, cuando los empleados estaban en los despachos, nunca se detenía a mirarlas. Sólo en momentos de intimidad, echaba una ojeada a la pared de la fama y se sentía orgulloso. Era una especie de marcador. La mayoría de los artículos procedían de publicaciones científicas y el lenguaje resultaba impenetrable para el profano. No obstante, en ocasiones la compañía y su trabajo se habían asomado a los medios generales. Pierce se detuvo ante el artículo del que más orgulloso se sentía, una cubierta de la revista Fortune de hacía casi cinco años. Mostraba una fotografía suya -de cuando llevaba coleta- en la que sostenía un modelo de plástico de un circuito molecular simple que acababa de patentar. El pie de foto situado a la derecha decía: «¿La patente más importante para el próximo milenio?»

Debajo en un cuerpo más pequeño, añadía: «Él cree que sí. El niño prodigio de veintinueve años Henry Pierce sostiene el interruptor molecular que puede ser la llave para una nueva era en informática y electrónica.»

El momento era de hacía sólo cinco años, pero Pierce sintió una sensación de nostalgia al mirar la cubierta enmarcada de la revista. Al margen de la embarazosa etiqueta de niño prodigio, la vida de Pierce cambió cuando la publicación llegó a los quioscos. A partir de entonces empezó la verdadera caza. Los inversores acudieron a él, más que al revés. Llegaron los competidores. Llegó Charlie Condon. Incluso la gente de Jay Leno vino a preguntar por el químico surfista de pelo largo y sus moléculas. El mejor momento que Pierce recordaba fue cuando extendió el cheque para pagar el microscopio electrónico de barrido.

La presión también llegó entonces. La presión de actuar, de dar la siguiente zancada. Y luego la siguiente. Si le dieran a elegir, no volvería atrás. En absoluto. Aun así a Pierce le gustaba recordar el momento por todo lo que no sabía en aquellos tiempos. No había nada de malo en ello.

3

El ascensor descendía tan lentamente al laboratorio que la única indicación del movimiento eran las luces situadas encima de la puerta. El aparato estaba diseñado para eliminar al máximo las vibraciones. Las vibraciones eran el enemigo. Estropeaban las lecturas y mediciones del laboratorio.

La puerta se abrió lentamente en la planta del sótano y Pierce salió. Utilizó su tarjeta magnética para pasar la primera puerta de la trampa y una vez en el pequeño pasillo tecleó la combinación de octubre en la segunda puerta. La abrió y entró en el laboratorio.

El laboratorio era en realidad un complejo con varios pequeños laboratorios arracimados en torno a la sala principal o sala de estar, como la llamaban. El complejo carecía de ventanas y las paredes estaban revestidas por la parte interior con material aislante que contenía virutas de cobre para eliminar el ruido electrónico del exterior. En la superficie de estas paredes la decoración era escasa, en su mayor parte se limitaba a una serie de reproducciones enmarcadas del libro del doctor Seuss ¡ Horton escucha a Qui é n!

Entre los laboratorios secundarios había uno de química a la izquierda. Éste era una sala acondicionada, donde se preparaban y refrigeraban las soluciones químicas de los interruptores moleculares. También había una incubadora para el proyecto Proteus a la que llamaban la granja celular.

Enfrente del laboratorio de química se hallaba el de electrónica, o el horno, como lo conocían la mayoría de ratas de laboratorio, y al lado de éste el laboratorio de imagen, que albergaba el microscopio de efecto túnel. Al fondo de la «sala de estar» se encontraba el laboratorio del láser, una sala revestida en cobre para disponer de una protección adicional contra la intrusión de sonido electrónico.

El complejo de laboratorios parecía vacío, los ordenadores estaban apagados y no había nadie supervisando la estación experimental, sin embargo, Pierce percibió el familiar olor de carbono cocido. Revisó la lista de acceso y vio que Grooms había firmado la entrada, pero todavía no la salida. Se acercó al laboratorio de electrónica y miró por la puertecita de cristal. No vio a nadie. Abrió la puerta y en cuanto entró lo recibió el calor y el olor. El horno de vacío estaba funcionando y produciendo un nuevo conjunto de tubos de carbono. Pierce supuso que Grooms había puesto en marcha el proceso y que luego se había ido del laboratorio para tomarse un descanso o comer algo. Era comprensible: el olor a carbono cocinándose resultaba intolerable.

Pierce salió del laboratorio de electrónica y cerró la puerta. Se acercó a un ordenador situado junto a las estaciones experimentales y tecleó las contraseñas. Buscó los datos de las pruebas de interruptores que Grooms se disponía a realizar después de que Pierce se fuera pronto a casa para configurar su teléfono. Según el informe del ordenador, Grooms había realizado dos mil tests en un nuevo conjunto de veinte interruptores. Los interruptores sintetizados químicamente eran puertas de entrada básicas on/off que algún día podrían servir -o servirían- para construir circuitos de ordenador.

Pierce se reclinó en la silla. Se fijó en que había media taza de café en el mostrador, junto al monitor. Sabía que era de Larraby porque era un café solo. En el laboratorio todos lo tomaban con leche, menos el inmunólogo asignado al proyecto Proteus.

Mientras Pierce pensaba si debía proseguir con los tests de confirmación de pasarelas o bien entrar en el laboratorio de imagen y revisar el último trabajo de Larraby sobre Proteus, su mirada subió por la pared situada detrás de los ordenadores. Había una moneda de diez centavos pegada con cinta adhesiva a la pared. Grooms la había colocado allí dos años antes. Una broma, cierto, pero también un recordatorio tangible de su objetivo. En ocasiones parecía que la moneda se estaba burlando de ellos: Roosevelt, girándoles la cara, mirando hacia el otro lado, sin hacerles el menor caso.

Fue en ese momento cuando Pierce comprendió que esa noche no iba a poder trabajar. Había pasado tantas noches en los confines del laboratorio que le había costado a Nicole. Eso y otras cosas. Ahora que ella lo había dejado, tenía libertad para trabajar sin vacilaciones ni culpa, pero de repente se dio cuenta de que no podía hacerlo. Si alguna vez volvía a hablar con Nicole, se lo contaría. Quizá significaba que estaba cambiando. Quizá significara algo para ella.

Detrás de él se produjo un repentino estrépito y Pierce saltó de la silla. Al darse la vuelta esperando encontrar a Grooms vio a Clyde Vernon que pasaba por la trampa.

Vernon era un hombre fornido y de espaldas anchas, con apenas unos flecos de pelo en la periferia de la cabeza. Tenía una tez naturalmente rubicunda que siempre le daba un aspecto de consternación. Vernon, que estaba en la mitad de la cincuentena, era de lejos la persona más mayor de la compañía. Probablemente quien le seguía era Charlie Condon, que tenía cuarenta.

Esta vez el aspecto de consternación de Vernon era real.

– Hola, Clyde, me ha asustado -dijo Pierce.

– No tenía esa intención.

– Aquí tomamos lecturas muy sensibles. Un portazo como el que acaba de dar podría arruinar un experimento. Por fortuna, sólo estaba revisando datos.

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