Pierce también sabía que Mónica tenía razón sobre lo que estaba haciendo. Pero había llegado demasiado lejos. Su vida y su carrera se habían basado en seguir el hilo de su curiosidad. En su último año en Stanford se sentó en una conferencia sobre la siguiente generación de micro-chips. El catedrático habló de nanochips tan pequeños que las supercomputadoras del futuro podrían ser del tamaño de una moneda de diez centavos. Pierce se enganchó y había perseguido su curiosidad desde entonces.
– Voy a ir a Venice -le dijo a Mónica-. Sólo quiero comprobar que está todo en orden y nada más.
– ¿Lo prometes?
– Sí, puedes llamarme al laboratorio antes de irte, después de que lleguen los muebles.
Se levantó y se colgó la mochila a la espalda.
– Si hablas con Nicki no menciones nada de esto, ¿vale?
– Claro, Henry. No lo haré.
Pierce sabía que no podía contar con ello. Se encaminó a la puerta del apartamento y se fue. Cuando recorrió el pasillo hasta el ascensor, pensó en lo que Mónica había dicho y consideró la diferencia entre la investigación privada y la obsesión privada. En algún sitio había una línea que separaba ambas, pero Pierce no sabía dónde localizarla.
Había algo raro en la dirección, algo que no encajaba. Y Pierce no sabía qué era. Le dio vueltas a la cuestión mientras conducía hacia Venice, pero no logró desentrañarla. Era como algo oculto tras una cortina de ducha. Estaba desdibujado, pero estaba ahí.
La dirección de contacto que había dado Lilly Quinlan en All American Mail era un bungaló en Altair Place, a una manzana del tramo de tiendas de antigüedades con estilo y restaurantes en Abbot Kinney Boulevard. Era una casita blanca con moldura gris que a Pierce, de algún modo, le evocó una gaviota. En el jardín de la entrada había una palmera real. Pierce estacionó al otro lado de la calle y durante varios minutos se quedó sentado en el coche, examinando la casa en busca de signos de vida recientes.
El césped estaba pulcramente cortado. Pero era una casa de alquiler, de cuyo jardín probablemente se ocupaba el casero. No había ningún coche en el sendero de entrada ni en el garaje abierto de atrás, ni tampoco diarios apilados junto al bordillo. A primera vista nada parecía fuera de lugar.
Pierce finalmente decidió abordar la cuestión de manera directa. Salió del BMW, cruzó la calle y siguió el sendero hasta la puerta de la casa. Había un timbre de botón. Lo pulsó y oyó un repique leve en algún lugar del interior. Esperó.
Nada.
Apretó de nuevo el timbre y acto seguido golpeó la puerta.
Esperó.
Y nada.
Echó un vistazo. Las persianas de lamas de detrás del ventanal estaban cerradas. Se volvió y examinó las casas del otro lado de la calle con aire despreocupado, mientras estiraba una mano a su espalda y trataba de abrir la puerta. Estaba cerrada.
No quería que su jornada terminara sin obtener información nueva o alguna revelación, de modo que se alejó de la puerta y miró al sendero de entrada, que conducía, por el lado izquierdo de la casa, a un garaje de una plaza situado en el patio de atrás. Un enorme pino de Monterrey que empequeñecía la casa estaba combando el sendero con sus raíces. Éstas se dirigían a la vivienda y Pierce supuso que en otros cinco años causarían daños estructurales y entonces la cuestión consistiría en decidir qué salvar, la casa o el árbol.
La puerta de madera del garaje, arqueada por el tiempo y por su propio peso, estaba abierta. Daba la impresión de que estaba permanentemente fijada en esa posición. La cochera estaba vacía, salvo por una colección de latas de pintura alineadas contra la pared del fondo.
A la derecha del garaje había un patio del tamaño de un sello de correos que ofrecía intimidad gracias a un seto alto que recorría los costados. Dos tumbonas ocupaban el césped y había un bebedero para pájaros seco. Pierce miró las tumbonas y pensó en las marcas del bronceado que había visto en el cuerpo de Lilly, en la foto de la página Web.
Después de dudar un momento en el patio, Pierce volvió a la puerta trasera y golpeó de nuevo. La puerta tenía una ventana en su parte superior. Sin esperar a ver si alguien contestaba, Pierce ahuecó las manos contra el cristal y miró al interior. Era la cocina. Parecía ordenada y limpia. No había nada en la mesita apoyada contra la pared de la izquierda. Pierce vio un periódico cuidadosamente doblado en una de las dos sillas.
En la encimera, al lado de la tostadora, había un bol grande lleno de unas formas oscuras. Pierce se dio cuenta de que eran piezas de fruta podrida. Era una señal de algo que no encajaba, el primer indicio de que algo no iba bien. Golpeó con fuerza en la ventana de la puerta, aunque sabía que no había nadie dentro para contestar. Se volvió y buscó en el patio algo con lo que romper la ventana. Instintivamente se agarró del pomo y lo giró mientras se volvía.
La puerta no estaba cerrada con llave.
Pierce retrocedió. Con el tirador todavía en la mano, empujó y la puerta se abrió quince centímetros. Esperó a que sonara una alarma, pero su intrusión fue recibida únicamente con silencio. Y casi de inmediato olió la empalagosa fetidez de la fruta podrida. O quizá, pensó, era otra cosa. Sacó la mano del tirador y abrió más la puerta, se asomó al interior y gritó.
– ¿Lilly? Lilly, soy yo, Henry.
No sabía si lo estaba haciendo por los vecinos o por él mismo, pero gritó el nombre de la joven dos veces más. Esperó, pero no obtuvo respuesta. Antes de entrar, se volvió y se sentó en el escalón para sopesar su decisión. Pensó en la anterior reacción de Mónica a lo que estaba haciendo y lo que ella había dicho: llama a la policía.
Era el momento de hacerlo. Algo iba mal en la casa y ciertamente tenía un motivo para llamar. Sin embargo, la verdad era que no estaba preparado para renunciar. Todavía no. Fuera lo que fuese, seguía siendo suyo y no iba a soltarlo. Sabía que sus motivaciones no se limitaban a Lilly Quinlan, que tenían un alcance mayor y se enmarañaban con el pasado. Sabía que estaba tratando de intercambiar el presente por el pasado, que trataba de hacer lo que no había logrado entonces.
Se levantó del escalón y abrió la puerta por completo. Entró en la cocina y cerró la puerta tras de sí.
Había un sonido bajo de música que llegaba de algún lugar de la casa. Pierce se quedó inmóvil y examinó la cocina otra vez, pero no encontró nada salvo la fruta en el bol. Abrió la nevera y vio un brik de zumo de naranja y una botella de leche desnatada. La leche estaba caducada desde el 18 de agosto. El zumo desde el 16. Había pasado más de un mes desde que el contenido de ambos envases había caducado.
Pierce se acercó a la mesa y retiró la silla donde estaba el diario. Era la edición del Los Angeles Times del 1 de agosto.
Había un pasillo que iba desde la parte izquierda de la cocina a la entrada de la casa. Cuando Pierce pasó al recibidor, vio la pila de correo que se acumulaba debajo de la ranura de la puerta de la calle. Pero antes de llegar a la parte delantera de la casa exploró las tres puertas que flanqueaban el pasillo. Una era la de un cuarto de baño, donde encontró todas las superficies horizontales llenas de perfumes y artículos de belleza, todos ellos aguardando bajo una fina capa de polvo. Eligió una botellita verde y la olió. Se la acercó a la nariz y aspiró el aroma de lilas. Era el mismo perfume que usaba Nicole; había reconocido el frasco. Después de un momento cerró la botellita y la devolvió a su lugar antes de retroceder hasta el pasillo.
Las otras dos puertas se abrían a sendos dormitorios. Uno parecía el dormitorio principal. Los dos armarios de la habitación estaban abiertos y repletos de ropa en colgadores de madera. La música que había oído antes la ponía una radio con reloj y alarma situado en la mesita de noche del lado derecho. Buscó un teléfono en ambas mesas y un posible contestador automático, pero no había ninguno.
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