Michael Connelly - Mas Oscuro Que La Noche
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– Puede marcharse, señor Rohrshak.
El conserje se volvió y lentamente salió del apartamento.
– Y cierre la puerta, por favor-le gritó McCaleb.
Cuando la puerta se cerró, Winston casi soltó una carcajada.
– Te has pasado, Terry. En realidad no ha hecho nada malo. Nosotros nos fuimos y él dejó que la hermana se llevara todo lo que quisiera. ¿Qué se suponía que tenía que hacer, alquilar el apartamento con esa estúpida lechuza ahí encima?
McCaleb negó con la cabeza.
– Nos mintió. Eso estuvo mal. Casi reviento subiendo a ese edificio del otro lado de la calle. Podía habernos dicho que estaba allí.
– Bueno, ahora está más que asustado. Creo que ha aprendido la lección.
– Da igual. -Retrocedió para que uno de los técnicos pudiera trabajar con la lechuza mientras el otro se subía a la escalera para examinar la parte superior de la vitrina.
McCaleb examinó la figura mientras el técnico aplicaba un polvo negro con un pincelito. Al parecer la lechuza estaba pintada a mano. Era marrón oscuro y tenía la cabeza y la espalda negras. Su pecho era de un marrón más claro con algunos detalles amarillos y los ojos de un negro brillante.
– ¿Ha estado a la intemperie? -preguntó el técnico.
– Por desgracia -respondió McCaleb, recordando las lluvias que habían caído en el continente y en Catalina la semana anterior.
– Bueno, no hay nada.
– Lo suponía.
McCaleb miró a Winston, y en sus ojos se reflejaba una renovada animadversión por Rohrshak.
– Aquí tampoco hay nada -dijo el otro técnico-. Demasiado polvo.
9
El juicio de David Storey se celebraba en el juzgado de Van Nuys. El crimen que se juzgaba no estaba conectado ni remotamente con Van Nuys ni con el valle de San Fernando, pero la fiscalía había elegido ese juzgado porque el Departamento N estaba disponible y era la única sala grande del condado; había sido construido varios años antes, uniendo dos salas para albergar cómodamente a los dos jurados y a la aglomeración de medios de comunicación atraídos por el caso de asesinato de los hermanos Menéndez. Los hermanos Menéndez habían asesinado a sus padres, y el caso había sido uno de los que captó el interés de la prensa en la década de los noventa y, por tanto, la atención del público. Cuando terminó, la oficina del fiscal no se molestó en desmontar la enorme sala. Alguien había tenido la previsión suficiente para darse cuenta de que en Los Ángeles siempre habría algún caso capaz de llenar el Departamento N.
Y en ese momento era el caso de David Storey.
El director de cine de treinta y ocho años -conocido por películas que exploraban los límites de la violencia y el sexo manteniendo la clasificación para salas comerciales- estaba acusado del asesinato de una joven actriz a la que se había llevado a casa después de la premier de su película más reciente. El cuerpo de la joven de veintitrés años había sido hallado a la mañana siguiente en el pequeño bungaló de Nichols Canyon que compartía con otra aspirante a actriz. La víctima había sido estrangulada y su cuerpo desnudo colocado en la cama en una postura que los investigadores consideraban parte de un cuidadoso plan del asesino para evitar ser descubierto.
Si se sumaba a los ingredientes del caso -poder, fama, sexo y dinero- la conexión con Hollywood, la máxima atención de los medios estaba garantizada. David Storey trabajaba detrás de la cámara y eso le impedía ser una auténtica celebridad, pero su nombre era conocido y poseía el formidable poder de un hombre que había obtenido siete éxitos de taquilla en otros tantos años. La prensa estaba centrada en el juicio de Storey del mismo modo en que los jóvenes se sentían atraídos por el sueño de Hollywood. La cobertura previa definía claramente el caso como una parábola de la avaricia y el exceso sin límites de la meca del cine.
El caso también tenía un grado de confidencialidad poco habitual en los juicios por asesinato. Los fiscales asignados habían llevado sus pruebas a un jurado de acusación para presentar cargos contra Storey. Ese movimiento les permitió saltarse una vista preliminar, donde la mayor parte de las pruebas acumuladas contra un acusado se hacen públicas. Al carecer de esa fuente de información, los medios estaban abocados a buscar carnaza tanto en el campo de la acusación como en el de la defensa. Aun así, sólo se habían filtrado algunas generalidades del caso. Las pruebas que la fiscalía pensaba usar para vincular a Storey con el crimen se mantenían en secreto, y eso contribuía a azuzar la desesperación de los medios con el caso.
Era esa desesperación la que había convencido al fiscal del distrito a trasladar el juicio a la enorme sala del Departamento N, en Van Nuys. La segunda tribuna del jurado se utilizaría para acomodar a más miembros de los medios, y la sala de deliberaciones no usada se convertiría en una sala de prensa donde los periodistas podrían ver los vídeos desde La segunda y la tercera gradas. La jugada, que daría a todos los medios -desde el National Enquirer al New York Times - acceso pleno al juicio y a sus protagonistas, garantizaba que el proceso se convertiría en el primer circo mediático sangriento del milenio.
En el centro de la arena del circo, sentado ante la mesa de la acusación, estaba Harry Bosch, el detective encargado del caso. Todos los análisis previos al juicio que había hecho la prensa llegaban a la misma conclusión, que los cargos contra David Storey empezaban y terminaban en Bosch, Las pruebas que cimentaban la acusación de asesinato eran circunstanciales; la construcción del caso la aportaría Bosch. La única prueba sólida que se había filtrado a los medios de comunicación era que Bosch iba a testificar que, en privado y sin testigos ni ningún tipo de grabación, Storey se había jactado de que había cometido el crimen y había fanfarroneado con que saldría en libertad.
McCaleb sabía todo esto cuando entró en la sala de Van Nuys poco antes de mediodía. Estaba en la cola para pasar por el detector de metales y eso le sirvió de recordatorio de todo lo que había cambiado en su vida. Cuando era agente del FBI, lo único que tenía que hacer era mostrar la placa y pasar, pero ya sólo era un simple ciudadano y tenía que esperar.
La sala de la cuarta planta estaba repleta de gente pululando. McCaleb advirtió que muchos tenían en sus manos revistas ilustradas con fotos de estrellas que estarían presentes en el juicio, ya fuera como testigos o como espectadores que apoyaban al acusado. Se acercó a las puertas dobles que daban acceso al Departamento N, pero uno de los ayudantes del sheriff allí apostado le explicó que la sala estaba llena. El ayudante señaló a una larga fila de personas situadas detrás de una cuerda y le dijo que era gente que aguardaba para entrar. Cada vez que una persona abandonaba la sala se permitía el acceso a otra. McCaleb asintió y se retiró.
Vio que más allá había una puerta abierta con gente merodeando. Reconoció a un periodista del informativo de la televisión local. Supuso que era la sala de prensa y se dirigió hacia allí.
Al llegar a la puerta abierta advirtió que en el interior habían instalado en alto dos grandes pantallas de televisión, una en cada esquina. Había muchas personas reunidas en torno a una mesa de jurado. Eran periodistas escribiendo sus crónicas en ordenadores portátiles, tomando notas en blocs o comiendo sándwiches. El centro de la mesa estaba lleno de vasos de plástico con café o soda.
Miró a una de las pantallas y vio que la sesión continuaba, a pesar de que ya era más de mediodía. La cámara captó un ángulo amplio y McCaleb reconoció a Harry Bosch, sentado con un hombre y una mujer ante la mesa de la acusación. No parecía prestar mucha atención a la sesión. En el estrado situado entre la mesa de la acusación y la de la defensa, McCaleb reconoció a J. Reason Fowkkes, el abogado defensor. El acusado, David Storey, estaba sentado ante la mesa que quedaba a su izquierda.
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