Michael Connelly - Mas Oscuro Que La Noche

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Harry Bosch participa como testigo en un juicio en el que se acusa a un director de cine del asesinato de una actriz. Mientras tanto, Terry McCaleb recibe la vista de una antigua compañera de trabajo que solicita su ayuda en la resolución de un caso difícil. El asesinato que ahora debe investigar es el tipo de homicidio complejo con los que trataba frecuentemente durante sus días en el FBI.

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Se produjo un fuerte ruido metálico y la puerta del calabozo adjunto se abrió. Dos alguaciles condujeron al acusado a la sala del juzgado. Era joven, seguía bronceado a pesar de los tres meses que llevaba entre rejas y llevaba puesto un traje que cubriría con creces los sueldos semanales de los hombres que lo flanqueaban. Tenía las manos esposadas a una cadena de cintura que parecía incongruente con aquel traje azul. En una mano llevaba un bloc de dibujo y en la otra un rotulador negro de punta de fibra, el único instrumento de escritura autorizado en prisión.

El hombre fue conducido hasta la mesa de la defensa y situado en el asiento central. Sonrió y miró hacia adelante cuando le quitaron las esposas y la cadena. Un alguacil colocó una mano en el hombro del acusado y lo empujó hacia abajo para que se sentara. A continuación los alguaciles retrocedieron y tomaron posición en las sillas situadas detrás del hombre.

Inmediatamente el individuo abrió el bloc de dibujo y empezó a trabajar. Bosch lo observaba. Oía el ruido de la punta del rotulador arañando el papel furiosamente.

– No me dejan usar carboncillo, Bosch. ¿Te lo puedes creer? ¿Qué clase de amenaza puede significar el carboncillo?

No había mirado a Bosch al decirlo. Bosch no respondió.

– Son esos pequeños detalles los que más me molestan -dijo el hombre.

– Será mejor que te acostumbres -dijo Bosch.

El hombre se rió, pero continuó sin mirar a Bosch.

– No sé por qué, pero sabía que ibas a decir precisamente eso.

Bosch guardó silencio.

– Eres tan predecible, Bosch. Todos vosotros lo sois.

La puerta trasera de la sala se abrió y Bosch apartó la mirada del acusado. Estaban entrando los abogados. El juicio estaba a punto de empezar.

7

McCaleb llegó a su cita con Jaye Winston en el Farmer's Market con treinta minutos de retraso. Él y Buddy habían cruzado en una hora y media, y McCaleb había llamado a la detective del sheriff después de atracar en el puerto deportivo de Cabrillo. Tras quedar con Winston, McCaleb descubrió que el Cherokee se había quedado sin batería porque llevaba dos semanas sin ponerlo en marcha. Tuvo que pedirle a Buddy que lo empujara con su viejo Taurus para poner el coche en marcha y eso lo había retrasado.

Entró en Dupar's, el restaurante de la esquina del mercado, pero no vio a Winston en la barra ni en ninguna de las mesas. Esperaba que no se hubiera marchado ya. Eligió sentarse en un reservado desocupado que les ofrecía el máximo de intimidad. No le hacía falta mirar el menú. Habían elegido el Farmer's Market porque estaba cerca del domicilio de Edward Gunn y porque McCaleb quería desayunar en Dupar's. Le había dicho a Winston que lo que más echaba de menos de Los Ángeles eran los crepés de Dupar's. Cuando una vez al mes viajaba con Graciela y los niños a Los Ángeles para comprar ropa y artículos que no encontraban en Catalina, solían comer en Dupar's. No importaba si se trataba de un desayuno, un almuerzo o una cena. McCaleb siempre pedía crepés. Raymond, también, aunque al chico le gustaban los de frambuesa, mientras que McCaleb prefería el tradicional jarabe de arce.

McCaleb le dijo a la camarera que estaba esperando a otra persona, pero pidió un zumo de naranja y un vaso de agua. Cuando le trajeron los dos vasos abrió la bolsa de cuero y sacó el pastillero. En el barco mantenía un suministro de pastillas para una semana y otro para dos días en la guantera del Cherokee. Había preparado el pastillero después de amarrar. Alternando tragos de zumo de naranja y agua se tomó las veintisiete pastillas de su dosis matinal. Conocía los nombres de cada una por las formas, colores y gustos: Prilosec, Imuran, digoxina. Mientras se las iba tragando metódicamente advirtió que una mujer del reservado contiguo lo estaba observando, con las cejas arqueadas.

Nunca se libraría de las pastillas. Eran algo tan inevitable para él como la muerte o los impuestos. A lo largo de los años algunas cambiarían, otras se eliminarían y se agregarían nuevas, pero sabía que tendría que estar el resto de su vida tragando pastillas y quitándose el gusto espantoso con tragos de zumo de naranja.

– Veo que no me has esperado para pedir.

McCaleb levantó la mirada de las últimas tres pastillas de ciclosporina que estaba a punto de tomarse cuando Jaye Winston se sentó al otro lado de la mesa.

– Siento llegar tan tarde. El tráfico en la Diez era una locura.

– No importa, yo también he llegado tarde. Me he quedado sin batería.

– ¿Cuántas te tomas ahora?

– Cincuenta y cuatro al día.

– Es increíble.

– Tuve que convertir el armarito de la entrada en un botiquín. Todo entero.

– Bueno, al menos sigues aquí.

Ella sonrió y McCaleb asintió con la cabeza. La camarera se acercó a la mesa con un menú para Winston, pero ella dijo que ya iban a pedir.

– Yo tomaré lo mismo que él.

McCaleb pidió una pila de crepés grande con mantequilla fundida. Le dijo a la camarera que compartirían una porción de beicon muy hecho.

– ¿Café? -preguntó la camarera. Tenía cara de haber tomado nota de un millón de pedidos de crepés.

– Sí, por favor -dijo Winston-. Solo.

McCaleb dijo que tenía bastante con el zumo de naranja.

Cuando se quedaron solos, McCaleb miró a Winston.

– Bueno, ¿has encontrado al conserje?

– He quedado con él a las diez y media. El apartamento sigue vacante, pero lo han limpiado. Después de que nos fuimos, la hermana de la víctima pasó a ver las pertenencias de Gunn y se llevó lo que quiso.

– Sí, me temía algo parecido.

– El conserje cree que no se llevó gran cosa. El tipo no tenía gran cosa.

– ¿Y la lechuza?

– No se acordaba de la lechuza. Francamente, yo tampoco hasta que tú lo has mencionado esta mañana.

– Es sólo una corazonada. Me gustaría echarle un vistazo.

– Bueno, ya veremos si está. ¿Qué más quieres hacer? Espero que no hayas venido hasta aquí sólo para ver el apartamento del tipo.

– Estaba pensando en hablar con la hermana. Y tal vez también con Harry Bosch.

Winston permaneció en silencio, pero él sabía por la actitud de ella que estaba esperando una explicación.

– Para hacer un perfil del sujeto desconocido es importante conocer a la víctima. Su rutina, su personalidad, todo. Ya conoces el método. La hermana y, en menor medida, Bosch pueden ayudar.

– Sólo te pedí que echaras un vistazo al expediente y la cinta, Terry. Vas a hacer que empiece a sentirme culpable.

McCaleb hizo una pausa mientras la camarera traía el café a Winston y dejaba sobre la mesa dos jarritas de cristal con frambuesa y jarabe de arce. Después de que ella se hubo alejado, McCaleb dijo:

– Ya sabías que me iba a enganchar, Jaye. «Cuidado, cuidado, Dios te ve.» Vamos. ¿No irás a decirme que pensabas que iba a mirarlo todo y darte mi opinión por teléfono? Además, no me estoy quejando. Estoy aquí porque quiero estar. Si te sientes culpable, te dejo pagar los crepés.

– ¿Qué opina tu mujer?

– Nada. Sabe que es algo que tengo que hacer. La llamé desde el puerto después de cruzar. Ya era demasiado tarde para que pudiera decir algo. Sólo me pidió que comprara una bolsa de tamales de maíz verdes en El Cholo antes de volver. Los venden congelados.

Llegaron los crepés. Ambos dejaron de hablar y McCaleb esperó educadamente a que Winston eligiera un jarabe antes, pero ella estaba dando vueltas a los crepés con el tenedor y a él se le acabó la paciencia. Vertió jarabe de arce sobre su pila y empezó a comer. La camarera regresó y dejó la nota. Winston se apresuró a cogerla.

– Esto lo pagará el sheriff.

– Dale las gracias.

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