Michael Connelly - El último coyote

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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y él está bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de policía después de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoración psiquiátrica. Al principio, Bosch se resiste a al médico asignado por la policía de Los Ángeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho trágico del pasado continúa interfiriendo en su presente. En 1961, cuando tenía once años, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacigüen la inquietud que le ha embargado durante años.
El último coyote fue la cuarta novela que escribió Michael Connelly y durante diez años permaneció inédita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del género policiaco actual, así como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hacían imperiosa su publicación.

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Buscó en su americana, que tenía colgada del respaldo de la silla, y sacó una pequeña agenda de teléfonos. Se la llevó a la cocina, donde marcó el número particular del ayudante del fiscal del distrito Roger Goff.

Goff era un amigo que compartía la pasión de Bosch por el saxo tenor. Habían pasado muchos días sentados uno al lado del otro en el tribunal y muchas noches sentados en taburetes vecinos en bares de jazz. Goff era un fiscal de la vieja escuela que había pasado casi treinta años en la fiscalía. No tenía aspiraciones políticas ni dentro ni fuera de la oficina del fiscal. Simplemente le gustaba su trabajo. Era un bicho raro, porque nunca se cansaba de él. Miles de fiscales habían entrado, se habían quemado y habían ido a la América corporativa ante los ojos de Goff, pero él permanecía. A la sazón trabajaba en el edificio del tribunal de lo penal, con fiscales y abogados defensores veinte años más jóvenes que él. Pero seguía siendo bueno y, algo más importante, todavía conservaba la pasión en la voz cuando se situaba ante un jurado y descargaba la ira de Dios y de la sociedad contra aquellos que se sentaban en el banquillo de los acusados. Su mezcla de tenacidad e imparcialidad sin ambages lo habían convertido en una leyenda en los círculos legales y policiales de la ciudad. Y era uno de los pocos fiscales por los que Bosch sentía un respeto incondicional.

– Roger, soy Harry Bosch.

– Eh, maldita sea, ¿cómo estás?

– Estoy bien, ¿en qué andabas?

– Viendo la tele, como todo el mundo. ¿Qué estás haciendo tú?

– Nada, sólo estaba pensando. ¿Recuerdas a Gloria Jeffries?

– Glo… Mierda, claro. Veamos. Ella era…, sí, es la que tenía un marido tetrapléjico por un accidente de moto.

Al recordar el caso, sonó como si estuviera leyendo una de sus libretas de notas.

– Se ha cansado de cuidarle. Así que una mañana él está en la cama y ella se sienta en la cara de él hasta que lo asfixia. Iba a pasar como muerte natural, pero un detective suspicaz llamado Harry Bosch no iba a dejar que se saliera con la suya. Encontró un testigo al que Gloria le había explicado todo. La clave, lo que convenció al jurado, fue que ella le dijo al testigo que cuando lo asfixió, fue el primer orgasmo que el pobre diablo fue capaz de darle. ¿Qué te parece mi memoria?

– Impresionante.

– ¿Qué pasa con ella?

– Se está reeducando en Frontera. Se está preparando. Me preguntaba si tendrías tiempo para escribir una carta.

– Mierda, ¿ya? Eso fue hace, ¿tres o cuatro años?

– Casi cinco. He oído que ahora está con la Biblia y que habrá una vista el mes que viene. Escribiré una carta, pero sería bueno que el fiscal escribiera otra.

– Descuida, tengo una carta modelo en mi ordenador. Lo único que hago es cambiar el nombre y el delito y añadir algunos detalles truculentos. La idea básica es que el delito fue demasiado vil para que se considere la condicional en este momento. Es una buena carta. La mandaré mañana. Normalmente funciona de maravilla.

– Bien. Gracias.

– Deberían dejar de darles la Biblia a estas mujeres. Todas se convierten a la religión cuando les llega el turno. ¿Alguna vez has ido a una de esas vistas?

– Un par de veces.

– Sí, si tienes tiempo y no te sientes particularmente propenso al suicidio, quédate medio día allí sentado. Una vez me mandaron a Frontera cuando le tocó el turno a una de las chicas Manson. Con los casos más sonados en lugar de una carta mandamos a alguien en persona. Bueno, fui y me senté a escuchar diez casos mientras esperaba que apareciera mi chica. Y te lo juro, todas citan a los Corintios, citan el Apocalipsis, Mateo, Pablo, Juan tres dieciséis, Juan esto, Juan lo otro. ¡Y funciona! Mierda si funciona. Esos viejos del tribunal se lo tragan. Además, creo que a todos les pone estar allí sentados escuchando a esas mujeres humillándose ante ellos. En fin, me has dado pie, Harry. La culpa es tuya.

– Lo siento.

– Vale. ¿Qué otras novedades hay? No te he visto en el edificio. ¿Me estás preparando algo?

Era la pregunta que Bosch había estado esperando de manera que pudiera cambiar la conversación disimuladamente hacia Arno Conklin.

– Ah, no mucho. Está tranquilo. Pero, eh, deja que te pregunte algo, ¿conoces a Arno Conklin?

– ¿Arno Conklin? Claro que lo conocía. Él me contrató. ¿Por qué me preguntas por él?

– Por nada. Estaba revisando unos viejos archivos, haciendo sitio en los armarios, y me he encontrado con unos periódicos viejos. Estaban en el fondo. Había varios artículos sobre él y he pensado en ti, creo que eran de cuando tú empezaste.

– Sí, Arno trataba de ser un buen hombre. Un poco alto y poderoso para mi gusto, pero creo que en general era un hombre decente. Especialmente si consideramos que era al mismo tiempo político y abogado.

Goff se rió de su propia broma, pero Bosch se quedó en silencio. Goff había usado el pasado. Bosch sintió una presencia pesada en el pecho y sólo entonces se dio cuenta de lo fuerte que era su deseo de venganza.

– ¿Está muerto? -Cerró los ojos. Deseó que Goff no detectara la urgencia que se había deslizado en su tono de voz.

– Oh, no, no está muerto. O sea, me refiero a cuando lo conocí. Entonces era un buen hombre.

– ¿Sigue practicando el derecho?

– No. Es mayor. Está retirado. Una vez al año lo llevan en la silla de ruedas al banquete anual de los fiscales. Él entrega personalmente el premio Arno Conklin.

– ¿Qué es eso?

– Un trozo de madera con una placa de cobre que se entrega al fiscal administrativo del año, aunque no te lo creas. Es el legado del tipo, un premio anual al entre comillas fiscal que no pone el pie en el tribunal en todo el año. Suele caerle a uno de los jefes de división. No sé cómo deciden a cuál. Probablemente al que se aleja más de la fiscalía en ese año.

Bosch rió. El chiste no era tan bueno, pero estaba sintiendo el alivio de saber que Conklin seguía vivo.

– No tiene gracia, Bosch. Es muy triste. Fiscal administrativo, ¿quién ha oído semejante cosa? Es un oxímoron. Como Andrew y sus guiones. Trata con esa gente de los estudios llamados, apunta esto, creadores ejecutivos. Aquí tienes la contradicción clásica. Bueno, te lo has buscado, Bosch, me has dado cuerda otra vez.

Bosch sabía que Andrew era el compañero sentimental de Goff, pero nunca lo había visto.

– Lo siento, Roger. ¿A qué te refieres con que lo sacan?

– ¿A Arno? Bueno, quiero decir que lo sacan. Va en silla de ruedas. Te lo he dicho, es un hombre mayor. Lo último que supe era que estaba en una residencia de cuidados completos. Una de las de lujo, en Park La Brea. Siempre digo que algún día he de ir a verle y darle las gracias por haberme contratado entonces. Quién sabe, a lo mejor podría apuntarme un puntito para ese premio.

– Muy gracioso. ¿Sabes?, he oído que Gordon Mittel era su testaferro.

– Ah, sí, era el perro guardián. Llevaba sus campañas. Así es como empezó Mittel. Bueno, ése era peligroso. Estoy contento de que abandonara el derecho penal, sería duro enfrentarse con ese hijo de puta en el tribunal.

– Sí, eso he oído -dijo Bosch.

– Lo que hayas oído puedes multiplicado por dos.

– ¿Lo conoces?

– Ahora no y entonces tampoco. Sólo sé que tenía que mantenerme alejado. Ya no estaba en la fiscalía cuando yo llegué. Pero siempre había historias. Supuestamente en aquellos primeros tiempos, Arno era el heredero forzoso y todo el mundo lo sabía, había muchas maniobras para acercarse a él. Había un tipo, Sinclair creo que se llamaba, al que asignaron para llevar la campaña de Arno. Entonces, una noche, la mujer de la limpieza encontró unas fotos pomo debajo de su cartapacio. Hubo una investigación interna y se comprobó que las fotos habían sido robadas de los archivos de casos de otro fiscal. Condenaron a Sinclair. Él siempre dijo que había sido una trampa de Mittel.

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