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John Katzenbach: La Historia del Loco

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John Katzenbach La Historia del Loco

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Han pasado veinte años desde que el Western State Hospital cerró sus puertas y sus últimos pacientes se reintegraron a la sociedad. Francis Petrel tenía poco más de veinte años cuando su familia lo recluyó en el psiquiátrico tras una conducta imprevisible que culminó en una crisis. Ahora, alcanzada la mediana edad, lleva una vida sin rumbo y solitaria, alojado en un piso barato y permanentemente medicado para acallar el coro de voces en su cabeza. Pero un reencuentro en los terrenos de la clausurada institución remueve algo profundo en la mente agitada de Francis: unos recuerdos sombríos, que él creía haber enterrado, sobre los truculentos hechos que condujeron al cierre del Western State Hospital, y el asesinato sin resolver de una joven enfermera, cuyo cadáver mutilado fue encontrado una noche después del cierre de las luces. Aunque la policía sospechó de un paciente, los internos siempre hablaron de un "ángel" y el crimen quedó sin resolver. Sólo ahora, con la reaparición del asesino, se conocerá la respuesta. Introduciéndose en la impredecible mente de Francis, John Katzenbach demuestra su gran conocimiento del lado oscuro de la psique humana y su destreza para provocar la tensión en el lector, tal y como hiciera en El psicoanalista.

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– Lo sé -sonrió Peter-. Pero ya no me necesitas. De hecho, nunca me necesitaste, Francis. Ni siquiera el día que nos conocimos, pero entonces no podías verlo. Quizás ahora puedas.

No estaba seguro de eso, pero no dije nada, hasta que recordé por qué estaba en el hospital.

– Pero ¿y el ángel? Volverá.

Peter negó con la cabeza y bajó la voz.

– No, Pajarillo. Recibió su merecido hace veinte años. Tú lo venciste entonces y volviste a vencerlo ahora. Se ha ido para siempre. No te molestará, ni a ti ni a nadie más, excepto en los malos recuerdos de ciertas personas, que es donde le corresponde estar y donde tendrá que permanecer. No es perfecto, claro, ni del todo diáfano y agradable. Mas así son las cosas: dejan huella pero seguimos adelante. Sin embargo, tú te has librado. Te lo aseguro.

No sabía si creérmelo.

– Volveré a estar solo -me quejé.

Peter rió. Fue una carcajada sonora, pura, natural.

– Pajarillo, Pajarillo, Pajarillo -dijo, y meneó la cabeza con cada palabra-. Nunca has estado solo.

Alargué la mano para tocarlo, para comprobar que lo que decía era cierto, pero Peter el Bombero se desvaneció, desapareció de la cama de aquel hospital, y yo volví a sumirme lentamente en un sueño apacible.

Pronto averigüé que las enfermeras de este hospital no tenían apodo. Eran agradables y eficientes, pero serías. Me comprobaban el suero del brazo y, cuando me lo quitaron, controlaban la medicación que recibía y registraban cada fármaco en una tablilla que colgaba de la pared junto a la puerta. No parecía que en este hospital alguien pudiera esconderse las pastillas en la boca, así que me tragaba diligentemente lo que me daban. A menudo, me hablaban sobre esto o aquello, el tiempo que hacía y cómo había dormido la noche anterior. Pero sus preguntas no eran vanas. Por ejemplo, nunca preguntaban si prefería la gelatina verde o la roja, si me apetecía tomar galletas integrales y zumo antes de dormir o si prefería un programa de televisión u otro. Querían saber concretamente si tenía la garganta seca, si había tenido náuseas o diarrea, o si me temblaban las manos y, sobre todo, si había oído o visto algo que no estuviese ahí realmente.

No les mencioné la visita de Peter. No era lo que querrían oír, y él ya no volvió más.

Una vez al día, venía el médico residente y hablábamos unos minutos sobre cosas corrientes. Pero no eran realmente conversaciones como las de un par de amigos, ni siquiera de dos desconocidos que se encuentran por primera vez, con cortesías y saludos. Pertenecían a un ámbito en que se me evaluaba. El residente era como un sastre que iba a confeccionarme un traje nuevo antes de que yo saliera al mundo, salvo que se trataba ó z prendas que vestía por dentro, no por fuera.

El señor Klein, mi asistente social, vino un día. Me dijo que había tenido mucha suerte.

Mis hermanas vinieron otro día. Me dijeron que había tenido mucha suerte.

También lloraron un poco y me contaron que mis padres querían visitarme, pero que eran demasiado mayores y no podían, lo que no creí pero fingí que sí. Les dije que no me importaba en absoluto, lo que pareció animarlas.

Una mañana, después de que me hubiera tragado la dosis diaria de pastillas, la enfermera me miró con una sonrisa y comentó que debería cortarme el pelo, porque me iba a casa.

– Hoy es un gran día, señor Petrel -dijo-. Le van a dar de alta.

– ¡Uau! -exclamé.

– Pero antes tiene un par de visitas -anunció.

– ¿Mis hermanas?

Se acercó tanto que pude aspirar la frescura perfumada de su uniforme blanco almidonado y su cabello recién lavado.

– No -contestó con un susurro-. Visitas importantes. No tiene idea, señor Petrel, de cuánta gente siente curiosidad por usted. Es el misterio más grande del hospital. Teníamos órdenes de muy arriba de que le diésemos la mejor habitación y el mejor tratamiento. Todo a cargo de personas misteriosas a las que nadie conoce. Y hoy vendrá un personaje importante en una limusina negra para llevarlo a casa. Usted es alguien muy importante, señor Petrel. Un famoso. O al menos eso cree la gente.

– No -repuse-. No soy nadie especial.

– Es demasiado modesto. -Sonrió, y sacudió la cabeza.

Tras ella, la puerta se abrió, y el residente psiquiátrico asomó la cabeza.

– Señor Petrel -saludó-. Tiene visitas.

Dirigí la mirada hacia la puerta y oí una voz familiar.

– ¿Pajarillo? ¿Cómo te va?

Y a continuación otra.

– Pajarillo, ¿estás causando problemas a alguien?

El psiquiatra se hizo a un lado y los hermanos Moses entraron en la habitación.

Negro Grande parecía aún más grande si cabe. Tenía una cintura enorme que parecía fluir como un océano hacia una gran barriga, unos brazos gruesos y unas piernas como columnas. Llevaba un traje con chaleco azul de raya diplomática que, aunque no soy un experto, me pareció muy caro. Su hermano iba igual de elegante, con zapatos de charol que reflejaban las luces del techo. Los dos tenían algunas canas, y el menor llevaba unas gafas de montura dorada que le conferían un cierto aspecto de intelectual. Pensé que habían cambiado la juventud por fortuna y autoridad.

– Hola -les dije.

Ambos hermanos se situaron a cada lado de la cama. Negro Grande me dio unas palmaditas en el hombro con su manaza.

– ¿Te encuentras mejor, Pajarillo? -preguntó.

Me encogí de hombros, pero tal vez no estaba dando una muy buena impresión, así que añadí:

– Bueno, no me gustan todos los fármacos, pero creo que estoy bastante mejor.

– Nos tenías preocupados -afirmó Negro Chico-. Muy asustados.

– Cuando te encontramos -comentó su hermano en voz baja-, no estábamos seguros de que lo superaras. Estabas muy mal, Pajarillo. Hablabas con alguien invisible, lanzabas cosas, peleabas y gritabas. Daba miedo.

– Tuve algunos días difíciles.

– Todos hemos vivido malos momentos -asintió Negro Chico-. Nos asustaste mucho.

– No sabía que erais vosotros quienes iban a buscarme-indiqué.

– Bueno -sonrió Negro Grande, y dirigió una mirada a su hermano-, no es algo que hagamos mucho ahora. No como en los viejos tiempos, cuando éramos jóvenes y trabajábamos en el viejo hospital a las órdenes de Tomapastillas. Ya no. Recibimos la llamada y fuimos corriendo, y nos alegramos mucho de haber llegado antes de que tú, bueno, ya sabes.

– ¿Me suicidara?

– Si quieres hablar sin rodeos, Pajarillo -sonrió-, sí, exacto.

Me recosté en las almohadas y los miré.

– ¿Cómo supisteis…?

– Te vigilamos desde hace cierto tiempo, Pajarillo. -Negro Chico meneó la cabeza-. Recibíamos informes regulares sobre tus progresos del señor Klein, del centro de tratamiento. Llamadas de la familia Santiago, tus vecinos, que han colaborado mucho. La policía local, algunos empresarios locales, todos ellos nos echaban una mano. Te vigilaban, Pajarillo, año tras año. Me sorprende que no lo supieras.

– No tenía idea. -Sacudí la cabeza-. Pero ¿ cómo conseguisteis…?

– Muchas personas nos deben favores -respondió Negro Chico-. Y hay mucha gente que desea estar a buenas con el sheriff del condado. -Señaló con la cabeza a su hermano-. O con un concejal -se señaló a sí mismo e hizo una pausa-. O con una jueza federal que tiene verdadero interés en el hombre que ayudó a salvarle la vida una noche terrible hace muchos años.

Nunca había ido en limusina, y menos en una conducida por un policía uniformado. Negro Grande me enseñó a subir y bajar las ventanillas con un botón, y también dónde estaba el teléfono. Me preguntó si quería llamar a alguien, a expensas de los contribuyentes, por supuesto, pero no se me ocurrió nadie con quien quisiera hablar. Negro Chico dio al chofer mi dirección y luego me tendió una bolsa azul que contenía ropa limpia que mandaban mis hermanas.

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