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John Katzenbach: La Historia del Loco

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John Katzenbach La Historia del Loco

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Han pasado veinte años desde que el Western State Hospital cerró sus puertas y sus últimos pacientes se reintegraron a la sociedad. Francis Petrel tenía poco más de veinte años cuando su familia lo recluyó en el psiquiátrico tras una conducta imprevisible que culminó en una crisis. Ahora, alcanzada la mediana edad, lleva una vida sin rumbo y solitaria, alojado en un piso barato y permanentemente medicado para acallar el coro de voces en su cabeza. Pero un reencuentro en los terrenos de la clausurada institución remueve algo profundo en la mente agitada de Francis: unos recuerdos sombríos, que él creía haber enterrado, sobre los truculentos hechos que condujeron al cierre del Western State Hospital, y el asesinato sin resolver de una joven enfermera, cuyo cadáver mutilado fue encontrado una noche después del cierre de las luces. Aunque la policía sospechó de un paciente, los internos siempre hablaron de un "ángel" y el crimen quedó sin resolver. Sólo ahora, con la reaparición del asesino, se conocerá la respuesta. Introduciéndose en la impredecible mente de Francis, John Katzenbach demuestra su gran conocimiento del lado oscuro de la psique humana y su destreza para provocar la tensión en el lector, tal y como hiciera en El psicoanalista.

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Gulptilil estaba agachado junto a la sangrante Lucy, mientras dos paramédicos la atendían diligentemente. Uno logró por fin detener la hemorragia de la rodilla con un torniquete mientras otro le ponía una vía de plasma en el brazo. Estaba pálida, al borde del desvanecimiento, intentando hablar pero incapaz de pronunciar palabras, padeciendo horrores. Renunció por fin y se sumió en una semiinconsciencia, apenas consciente de que había gente a su alrededor. Con la ayuda de Negro Grande, los dos paramédicos la depositaron en una camilla. Dos guardias de seguridad permanecían a un lado, sin saber qué hacer, a la espera de instrucciones.

Cuando se llevaban a Lucy, Tomapastillas se volvió hacia los hermanos Moses. Su primer impulso fue exigir a gritos una explicación, pero decidió aguardar el momento oportuno.

– ¿Dónde? -se limitó a preguntar.

Negro Grande tenía su chaqueta blanca manchada de sangre de las heridas de Lucy. Su hermano estaba manchado de modo parecido.

– En el sótano -señaló Negro Grande-. Pajarillo y el Bombero fueron tras él.

– Dios mío -dijo Gulptilil entre dientes a la vez que sacudía la cabeza, convencido de que la situación no podía ser peor-. Indíquenme el camino -ordenó.

Los Moses lo condujeron hasta la puerta del sótano.

– ¿Se metieron en el conducto de la calefacción? -preguntó Gulptilil, pero no necesitaba respuesta. Negro Grande asintió-. ¿Sabemos adonde conduce?

Negro Chico negó con la cabeza.

Gulptilil no tenía intención de seguir a nadie por aquel oscuro túnel. Inspiró hondo. Confiaba en que Lucy Jones sobreviviera a sus heridas, a pesar de la ferocidad con que le habían sido infligidas, a no ser que la pérdida de sangre y el shock se confabularan para quitarle la vida. Visto con objetividad profesional, podía ocurrir. En ese momento, sin embargo, la fiscal no era lo que más le preocupaba. Tenía muy claro que probablemente alguien más moriría esa noche, y estaba intentando prever los problemas que eso le causaría.

– Bueno -comentó con un suspiro-, podemos suponer que conduce a Williams, porque es el edificio más cercano, o a la central de calefacción y suministro eléctrico, de modo que deberíamos mirar en esos dos sitios.

Lo que no dijo en voz alta, claro, fue que sus palabras daban por sentado que Francis y Peter habían llegado a salir del túnel, una suposición sólo probable.

En la oscuridad, Peter peleaba con fiereza.

Sabía que estaba herido de gravedad, pero no hasta qué punto. Cada elemento de la batalla le parecía independiente, diferenciado, y trataba de analizarlos por separado para presentar una defensa coherente. La herida del brazo le sangraba, y el peso del ángel lo estaba aplastando. El revólver había salido disparado hacia un rincón cuando el ángel lo había embestido violentamente, lejos de su alcance, de modo que lo único que le quedaba para defenderse eran sus ansias de vivir.

Lanzó un fuerte puñetazo y el ángel gruñó. Le propinó otro golpe, pero el cuchillo se le clavó en el brazo y, afilado, le desgarró la carne. Peter soltó un grito gutural e, impulsado por su instinto de supervivencia, le atizó lo más fuerte que pudo con los pies. Luchaba contra una sombra, contra la idea de la muerte y contra un asesino de carne y hueso.

Entrelazados furiosamente, los dos hombres trataban de encontrar una forma de acabar con el otro. Era una pelea injusta, porque una y otra vez el ángel podía herirlo con el cuchillo, y el Bombero pensó que las repetidas puñaladas acabarían troceándolo poco a poco. Levantó los brazos para protegerse de los embates mientras daba puntapiés buscando algún punto vulnerable de su adversario.

Notaba el aliento del ángel, sentía su fortaleza, y pensó que no podría competir con la mortífera combinación del cuchillo y la obsesión. Aun así, peleó con fuerza, con arañazos dirigidos a los ojos del ángel, o quizás a su entrepierna, para obtener un breve respiro del cuchillo que lo zahería. Lanzó el puño izquierdo hacia delante y golpeó el mentón del ángel. De esa manera supo que el cuello del asesino estaba cerca, por lo que alargó el brazo y, cuando lo alcanzó, cerró la mano para estrangular a aquel maníaco. Pero, en el mismo instante, el cuchillo le penetró un costado y le atravesaba la carne en busca del estómago, con la esperanza de elevarse a continuación y destruirle el corazón. El dolor le cegó, y Peter medio gritó y medio sollozó al ser consciente de que iba a morir en ese momento, en aquella penumbra. De inmediato aferró la mano del ángel para intentar retrasar lo que parecía inevitable.

Y entonces, de repente, como una explosión, una fuerza inmensa pareció golpear a ambos hombres.

El ángel se tambaleó, lo que redujo su presa sobre Peter.

Peter no supo cómo Francis había logrado atacarlo por detrás, pero lo había hecho, y el joven estaba colgado de la espalda del asesino intentando con fiereza rodearle el cuello con los antebrazos.

Francis lanzó una especie de grito de guerra terrorífico, que combinaba todos sus miedos y todas sus dudas en un aullido estremecedor. En toda su vida, hasta ese instante, nunca se había defendido, nunca había luchado por algo importante, nunca se había arriesgado de verdad, nunca había imaginado que ese momento sería el mejor o el último. De modo que depositó hasta su última esperanza en aquel combate, atizó la espalda y la cabeza del ángel y forcejeó para separarlo de Peter. Usó hasta la última pizca de locura para imprimir fuerza a sus músculos a la vez que dejaba que todo el miedo y todo el rechazo que había vivido hasta entonces avivaran su lucha. Aferraba al ángel con una tenacidad surgida de la desesperación, dispuesto a impedir que la pesadilla o el asesino le robaran el único amigo que había tenido en su vida.

El ángel se retorcía y se revolvía, en una lucha terrible. Estaba atrapado entre los dos hombres, uno herido y el otro enloquecido por el miedo, sin duda, pero impulsado por algo más importante, y vaciló, sin saber con cuál de ellos pelear, sin estar seguro de si debía acabar con el primero y después encargarse del otro, lo que parecía cada vez más difícil dada la lluvia de golpes que le lanzaba Francis, quien de repente le sujetó el brazo y tiró hacia atrás. Este brusco impulso redujo la presión que el ángel ejercía sobre el cuchillo en el costado de Peter, el cual, con una reserva de fuerzas surgida de algún lugar oculto en su interior, agarró la muñeca del ángel con las dos manos y neutralizó la presión de la hoja, con lo que logró detener su penetración.

Francis no sabía cuánto le duraría la fuerza. El ángel era más fuerte que él, y si quería tener una oportunidad, tenía que ser ahora, justo al principio, antes de que el ángel pudiera dirigir toda su furia contra él. Tiró lo más fuerte que pudo, con toda la potencia que le daba el ansia de liberar a Peter. Y, para su asombro, lo logró, por lo menos en parte. El ángel se tambaleó hacia atrás, desequilibrado, y cayó de espaldas, de modo que ahora fue Francis quien quedó atrapado bajo su cuerpo. Intentó entonces atenazarlo con las piernas y se aferró a él con una determinación mortífera, como una mangosta mordiendo a una cobra, mientras el ángel procuraba zafarse de él.

Y en ese instante de confusión, con los tres cuerpos enredados entre sí, Peter se dio cuenta de que el cuchillo en su costado estaba suelto, aferró el mango y, con un grito de dolor, se lo quitó de un tirón con la sensación de que la vida se le marchaba con él. A continuación, reunió toda la fuerza que le quedaba y lanzó una cuchillada con la esperanza de no matar a Francis sino al ángel. Cuando la punta tocó un cuerpo, Peter la impulsó con toda su fuerza, porque sabía que era su única oportunidad. Rogó que en efecto fuese el ángel.

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