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John Katzenbach: La Sombra

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John Katzenbach La Sombra

La Sombra: краткое содержание, описание и аннотация

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo. Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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Sacudió la cabeza ante esos pensamientos angustiosos.

Él tenía que haber muerto, todos lo hicieron. Tenía que haber ocurrido así. Repitió una y otra vez:

– Tiene que estar muerto. Tiene que estar muerto…

Luego lo abrevió mentalmente: «Está muerto. Está muerto… No puede estar vivo. Aquí no. No en Miami Beach. No entre los pocos que consiguieron sobrevivir.»

Por un momento pensó que iba a enfermar.

Sophie Millstein, embargada por un antiguo y deformado terror, se puso de pie. Los personajes que aparecían en la pantalla del televisor reían y el público los imitaba.

– Leo -dijo en voz alta.

Cogió el teléfono y rápidamente marcó el número del rabino. Cuando saltó el contestador, colgó. Bajó la vista y consultó su reloj de pulsera. «Aún es demasiado temprano para encontrar al señor Silver y a Frieda Kroner. No regresarán hasta pasada la medianoche.» Su dedo dudó y luego marcó el número de Simon Winter. Esperaba que contestase enseguida e intentó pensar qué le diría, aparte de que aún estaba asustada, pero sólo podía pensar en aquel revólver y en cómo podría protegerla.

El teléfono siguió sonando hasta que se disparó un contestador: «Ha llamado a Simon Winter. Deje el mensaje después de oír la señal.»

Ella esperó y, tras la señal, dijo:

– ¿Señor Winter? Soy Sophie Millstein. Sólo quería… Oh, es sólo que… bueno, señor Winter, sólo quería darle las gracias de nuevo. Ya hablaré con usted mañana.

Colgó ligeramente aliviada. Él le daría buenos consejos, pensó. «Es un hombre muy amable, con la cabeza en su sitio y muy inteligente. Tal vez no tanto como Leo, pero él sabrá qué hacer.»

¿Adónde habría ido? Probablemente había salido a comer algo, se dijo. «Volverá enseguida. Ha salido, igual que el rabino Rubinstein. Todo es normal esta noche, igual que cualquier otra.»

De pronto pensó: «Señor Herman Stein, ¿quién era usted? ¿Por qué escribió aquella carta? ¿A quién vio en realidad?»

Inspiró hondo para mitigar su nerviosismo.

De pronto le entró pánico. «Estoy sola», se dijo. Pero al punto se repitió una y otra vez que estaba equivocada. Los Kadosh y el viejo Finkel estaban arriba, y pronto Simon Winter regresaría de cenar; todos estarían a su alrededor y ella estaría segura.

Asintió con la cabeza varias veces para convencerse de ello. Miró el televisor. El programa cómico había sido reemplazado por un sombrío drama.

– ¿Quién más podría ser si no? -se cuestionó de pronto.

La pregunta le agitó la respiración y le avivó la imaginación otra vez. Intentó tranquilizarse: «Pudo haber sido cualquiera. Otro anciano en Miami Beach, donde pululan. Además, todos se parecen. Y tal vez éste pensó que te conocía, por la forma como le miraste, y por eso te sostuvo la mirada tan fijamente. Y cuando él se dio cuenta de que no eras nadie conocido, para evitarte la vergüenza simplemente se fue. Eso pasa muchas veces. Vas por la vida conociendo a cientos de personas y, claro, cabe confundirse de vez en cuando.»

Sin embargo, ella no se sentía como si hubiese sido una mera confusión.

«¿Y por qué aquí? -se preguntó-. No lo sé. ¿Por qué vendría aquí? No lo sé. ¿Qué hará? No lo sé. ¿Quién es?» Ella sí sabía la respuesta a esta pregunta, pero no podía articularla para sí misma.

Intentó dominarse mientras se paseaba por el pequeño apartamento. Decidió que por la mañana iría al Centro del Holocausto y hablaría con alguien. Siempre eran muy amables, incluso los jóvenes, y se mostraban interesados por todo lo que ella tenía que decir. Estaba segura de que la escucharían una vez más. Ellos sabrían qué hacer.

De inmediato se sintió reconfortada.

«Es un buen plan», se dijo.

Cogió el teléfono y marcó el número del Centro del Holocausto. Esperó a que el contestador terminase de recitar las horas de funcionamiento del centro y luego, después de la señal, dijo:

– ¿Esther? Soy Sophie Millstein. Tengo que hablar contigo, por favor. Iré mañana por la mañana y te contaré algo más sobre cómo fui arrestada. Ha sucedido algo. Me he acordado…

Se detuvo, sin saber cuánto podía explicar. Mientras dudaba, la grabadora se desconectó con un pitido. La anciana mantuvo el auricular en la mano, considerando llamar otra vez y añadir otro mensaje, pero finalmente se abstuvo.

Colgó. Todo saldría bien.

Fue hasta la ventana delantera y apartó una esquina de la cortina para atisbar de nuevo, como lo había hecho cuando contempló cómo se alejaba Simon Winter. Las luces de su apartamento estaban apagadas. Observó el patio, forzando la vista para ver la calle más allá. Un coche pasó a toda velocidad. Echó un vistazo a una pareja que caminaba rápidamente acera abajo.

Abandonó la ventana delantera y fue a la puerta trasera del patio. La comprobó tal como había hecho Simon Winter, para asegurarse de que estaba cerrada. Sacudió un poco la puerta corredera. Se lamentó de que la cerradura fuese tan endeble y decidió que otra de las cosas que haría por la mañana era llamar al señor González, el propietario de The Sunshine Arms. «Soy vieja -pensó-. Todos somos viejos aquí; deberíamos instalar mejores cerrojos e incluso algunos de esos modernos sistemas de alarmas como tiene mi amiga Rhea en Bellevue. Lo único que tienes que hacer es apretar un botón y la policía acude como por ensalmo. Deberíamos tener algo así. Algo moderno.»

Miró hacia fuera otra vez y sólo vio oscuridad.

Boots estaba a sus pies.

– ¿Lo ves, gatito? No hay nada de qué preocuparse.

El gato no respondió.

Sintió que el cansancio se debatía con el temor en su interior. Por un momento se permitió pensar que la residencia de ancianos, a la que su hijo siempre intentaba convencerla para que se mudase, no era tan mala idea.

Pero, como todo lo demás, decidió que podía esperar al día siguiente. Se tranquilizó con la lista mental de cosas para hacer por la mañana: llamar al señor González, comprar un abrelatas eléctrico, llamar a su hijo, visitar el Centro del Holocausto, hablar con el rabino y el señor Silver y la señora Kroner, reunirse con Simon Winter y tomar una decisión. «Un día ajetreado», pensó. Entró en el pequeño baño y abrió el botiquín. Contenía una serie de medicamentos pulcramente ordenados. Algo para el corazón, algo para la digestión, algo para los achaques y dolores. En un pequeño recipiente en el extremo del estante había lo que necesitaba: algo que la ayudara a dormir. Echó una píldora blanca en la mano y se la tragó sin más.

– Ya está -dijo a su reflejo en el espejo-. Ahora unos diez minutos y te apagarás como una vela.

Volvió al dormitorio y se quitó la ropa, tomándose su tiempo para colgar cuidadosamente el vestido en el armario y dejar caer su ropa interior en un cesto blanco de mimbre. Se puso un camisón de rayón y se ajustó el escote; recordó que era el preferido de Leo, quien la provocaba y le decía que con esa prenda lucía sexy. Echaba de menos todo aquello. Ella nunca había pensado que fuese sexy, pero su marido la hacía sentir deseada, lo que era muy agradable. Echó un último vistazo al retrato de Leo y se deslizó entre las sábanas. Una cálida y vertiginosa sensación le recorrió el cuerpo mientras el somnífero surtía efecto.

El gato saltó sobre la cama y se acomodó a su lado. La anciana alargó la mano y lo acarició.

– He sido mala contigo; lo siento, Boots. Sólo necesito un sueño reparador. -El gato se acurrucó más cerca de ella.

Cerró los ojos. Era lo único que quería en el mundo, pensó: una sola noche de descanso confortable sin pesadillas.

La noche se cerró como una caja alrededor de Sophie Millstein. Ni siquiera se movió, horas después, cuando Boots se alzó de pronto con la espalda arqueada, resoplando y bufando ante los ásperos sonidos de una intrusión.

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