John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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«La típica pesadilla urbana», se dijo.

Sucedía en cualquier parte, todas las noches. Pocas variaciones sobre un tema común: eres viejo y vulnerable e intentas conservar lo poco que tienes en este mundo, y hay alguien más joven, más fuerte y más desesperado que vendrá y te lo arrebatará. Si tienes suerte, sólo te dejará inconsciente o te golpeará en la cabeza. Sobrevivirás con una contusión, un brazo fracturado o una cadera rota. Si tienes menos suerte, morirás. Intentó recordar cuántos casos similares había visto. ¿Una docena? ¿Un centenar? ¿Sospechaba aquella anciana, cuando se acostó, que era una presa fácil?

Habló pausadamente, dirigiéndose al asesino:

– Así que entraste, lo que no te costó demasiado, la sorprendiste en su cama, dormida, y la estrangulaste. Pero ella hizo demasiado ruido, así que cogiste lo que pudiste y escapaste a toda pastilla, pero no lo suficiente, bastardo, porque alguien te vio.

Oyó voces en la salita. El equipo forense y los técnicos habían llegado. El fotógrafo de la policía llamó:

– ¡Eh, Walter! ¿Dónde estás?

– Aquí dentro -respondió.

Echó otro vistazo al cuerpo y algo le pareció fuera de lugar, aunque no logró identificar qué era.

Intrigado, fue a reunirse con los hombres que entraban en el dormitorio. Enseguida adoptó la actitud de forzada jocosidad con que se protegen todos aquellos que se encargan de investigar asesinatos.

– ¡Eh, Walter! -exclamó un menudo técnico que arrastraba un grueso maletín-. ¿Qué tenemos aquí?

– No mucho, vivía sola, Ted. Tiene que haber huellas. Asegúrate de mirar bien en estos cajones. Bonny, saca fotos de todo, incluso de ese montón que el agresor dejó ahí. Y saca fotos de la puerta forzada. ¿Ha llegado ya el Doctor Muerte, Ted?

– Ahora sube. Sólo es uno de sus ayudantes. El jefe debe de estar durmiendo.

– ¡Qué va! ¡Seguro que está trabajando en aquel triple asesinato de Liberty City! -terció el fotógrafo mientras ajustaba el fotómetro y el flash-. Ha habido un problemilla en una casa de traficantes de crack, eso he oído mientras venía hacia aquí. Ya sabes. «¡Ésa es mi pipa! ¡No, no lo es! ¡Bang, bang bang!» Al menos eso leeremos mañana en los periódicos. Seguro que está ahí.

Robinson sabía que al jefe de forenses le gustaba ocuparse de las muertes que concitaban el interés del Herald y las cadenas de televisión locales. Pero negó con la cabeza.

– Debe de haber empezado por allí, pero ya verás cómo aparece. Vendrá aquí antes de que hayamos terminado, y con él también la prensa y la televisión. Llegará aquí probablemente justo cuando todos hayan acabado. Me gustaría decir que se está matando a trabajar, pero no me parece muy apropiado.

Los otros policías que había en la habitación se echaron a reír. El fotógrafo empezó a tomar instantáneas y los chasquidos de su cámara se mezclaron con la actividad que envolvió la habitación cuando los técnicos pusieron manos a la obra.

Robinson decidió salir fuera y hablar con los vecinos que habían acudido y visto al asesino. Pensó que eran ancianos, se estaba haciendo tarde y muy pronto las horas harían mella en ellos. Era mejor que le contasen su versión mientras aún estaban frescos.

Desde la puerta, escrutó atentamente la habitación de nuevo, intentando descubrir qué era lo que le hacía sentir incómodo. Echó otro vistazo al cuerpo. Aún no se había grabado su nombre en la mente; algo que muy pronto sucedería. Por el momento, ella sólo era un elemento más para catalogar.

4 Esperanza

Cuando vio las destellantes luces de los coches de policía desde el otro extremo de la manzana, Simon Winter se detuvo en seco. Sus pies parecieron enraizarse en el asfalto y su mandíbula se abrió de puro asombro.

Avanzó hacia las luces, con una serie de imágenes pesadillescas agolpándose en su mente. «Ha habido un incendio. Un asalto. Un ataque al corazón. Un accidente…» Con cada posibilidad que se planteaba, su paso se aceleraba, por lo que cuando alcanzó la cinta amarilla policial ya estaba corriendo a toda prisa, sus zapatos marcando la cadencia de su preocupación al resonar contra el cemento. No dejaría que en su mente se formasen las palabras que más temía: «Un asesinato.»

Se detuvo en la entrada del complejo The Sunshine Arms, respirando agitadamente. Al menos había media docena de coches patrulla aparcados en la estrecha calle y sus luces inundaban la zona con estridentes rojos y azules. Vio un par de furgonetas de televisión y los cámaras charlando en la acera. Reparó en el vehículo del forense del condado y en varios oficiales de uniforme junto a la fuente vacía del patio. Advirtió que todos parecían tranquilos, y eso le dio el peor presentimiento. La gente se mueve deprisa cuando se trata de un ataque cardíaco, pero se toma su tiempo cuando ya no hay nada que hacer.

Tragó saliva, sintiendo de pronto reseca la garganta, y se agachó para traspasar la cinta amarilla. Su movimiento captó la atención de un agente, que le hizo un gesto con la mano.

– ¡Eh, usted! ¡No se puede pasar!

– Vivo aquí. ¿Qué ha sucedido?

– ¿Cómo se llama? -preguntó el policía, acercándose a él. Era un hombre joven, que parecía más corpulento a causa del chaleco antibalas que vestía.

– Winter. Vivo en el 103, justo ahí. ¿Qué ha sucedido?

– ¿Vive solo, señor Winter?

– Sí. ¿Qué ha ocurrido?

– Ha habido un robo con allanamiento. Una señora anciana ha sido asesinada.

Simon pronunció con voz ahogada el nombre:

– ¿Sophie Millstein?

– Pues sí. ¿La conocía?

– S-sí -tartamudeó-. Precisamente esta noche… La vi esta misma noche. La ayudé a volver a su…

– ¿La vio esta noche?

Winter asintió, el estómago agarrotado de dolor.

– Quisiera hablar con el detective al mando -pidió.

– ¿Sabe usted algo, señor Winter? ¿O sólo es por curiosidad?

– Quiero hablar con el detective al mando.

Se quedó mirando fijamente al joven patrullero procurando ocultar su agitación interior.

El joven dudó y luego dijo:

– Venga, le acompañaré.

Echaron a andar por el patio, y entonces vio a los otros vecinos allí plantados en pijama y camisón, formando un grupo más allá de la fuente. La señora Kadosh enseguida empezó a hacerle señas con la mano.

– ¡Señor Winter! ¡Señor Winter! ¡Dios mío, es terrible!

Simon se dirigió rápidamente hacia ellos. El señor Kadosh sacudía la cabeza.

– Ha sido terrible, desde luego -repitió lo mismo que su esposa.

– Pero ¿cómo ha sido? He salido a cenar algo y luego he dado un paseo. Acabo de regresar y…

La señora Kadosh le interrumpió rápidamente. Era una mujer regordeta que llevaba el pelo rubio de bote recogido bajo una redecilla suficientemente grande para atrapar un banco de peces, y vestía una acolchada bata roja con una enorme flor bordada en la pechera; seguramente sería sofocante llevarla puesta aquella noche cálida y húmeda.

– Era casi medianoche y Henry se estaba preparando para irse a la cama después de ver unos minutos el programa de Jay Leno, sólo la parte de las bromas, no la parte que hablan y hablan, y yo estaba sentada esperándole, cuando de pronto oí un grito, como un alarido de terror, así de pronto, que provenía de no sé dónde, pero después de un momento me pareció que era la pobre señora Millstein. Creí que estaba teniendo una de sus pesadillas, porque hace mucho que no duerme bien y a menudo la oigo llamar a Leo, que en paz descanse. Así que no le presté mucha atención, pero mi Henry vino y me dijo: «¿Has oído eso?», y por supuesto yo le dije: «Sí.» Y él dijo: «Tal vez deberíamos ir a ver a la señora Millstein.»

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