John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– Hablé con él hace un rato. El muy listo dice que es el procedimiento habitual antes de rodar una película. Resolver el asunto de los derechos. Además, dice que Sullivan le prometió que iba a presentar el recurso. Así que el tipo se vio obligado a pagarle los derechos para evitar que Sullivan se hiciera de rogar durante el tiempo que durara el recurso. Se quedó de piedra al ver que Sullivan iba a la silla.

– Sigue.

– Bueno, el caso es que hay noventa y nueve mil dólares circulando por ahí y creo que si descubrimos dónde ha ido a parar el dinero, descubriremos cómo pagó Sullivan esos dos asesinatos.

– Pero está la ley de los derechos de las víctimas. Sullivan no podía percibir ese dinero. En teoría debía ser para las víctimas de sus crímenes.

– Tú lo has dicho: en teoría. El productor depositó el dinero en una cuenta de un banco de Miami siguiendo las instrucciones que Sullivan le dio. Luego el productor remitió una carta a la Comisión de Derechos de las Víctimas de Tallahassee para informarles del pago, tal como exige la ley. Por supuesto, la administración tarda meses y meses en enterarse. Y mientras tanto…

– Ya entiendo.

– Eso es: el dinero desaparece como por ensalmo. Ya no está en la cuenta. Los de los derechos de las víctimas no lo tienen y Sullivan seguro que no lo necesita, dondequiera que esté.

– Así que…

– Así que, siguiendo los movimientos de esa cuenta, podríamos descubrir al individuo que la vació. Tendríamos a un buen sospechoso de un par de homicidios.

– Cien mil dólares.

– Noventa y nueve mil. Una cifra muy significativa. Así se evita el conflicto con la ley federal, que exige documentación para las transacciones monetarias de más de cien mil…

– Pero noventa y nueve mil no es nada del otro mundo…

– ¡Bah!, allí matarían por un paquete de tabaco. Así que imagínate de lo que alguien sería capaz por casi esa suma. Además, algunos de esos guardias de prisión no ganan más de trescientos a la semana. Probablemente casi cien mil les parecerá una fortuna.

– ¿Y para abrir esa cuenta?

– ¿En Miami? Basta con un carné de conducir falsificado y un número de la Seguridad Social falso. Precisamente en Miami no puede decirse que dediquen mucho tiempo a controlar los movimientos bancarios. Están tan ocupados blanqueando millones para los narcotraficantes que seguramente ni siquiera se percataron de esta pequeña transacción. Joder, Andy, si es que puedes cerrar tu cuenta desde un cajero automático, sin siquiera tener que hablar con alguien de carne y hueso.

– ¿Sabe el productor quién la abrió?

– ¿Ese idiota? ¡Qué va! Sullivan se limitó a darle el número y las instrucciones. Sólo sabe que Sullivan se la jugó bien jugada al contarle a Cowart la historia de su vida, porque ha salido tal cual en el periódico y ese tipo pensaba que la exclusiva era suya. Luego se la volvió a jugar al sentarse mansamente en la silla eléctrica. No se le ve muy contento que digamos.

Shaeffer se sintió atrapada entre dos torbellinos. Weiss hablaba deprisa.

– Otro pequeño detalle. Muy misterioso.

– ¿Cuál?

– Sullivan dejó un testamento hológrafo.

– ¿Un testamento?

– Como lo oyes. Un documento bastante interesante. Lo escribió sobre unas páginas de la Biblia. Concretamente, sobre el salmo veintitrés. Ya sabes, el Valle de la Muerte y eso de no temer mal alguno… Escribió encima del texto con un rotulador negro y luego marcó la página. Después metió una nota en la parte superior de la caja que decía: «Por favor, leer el pasaje marcado…»

– ¿Y qué pone?

– Que le deja todas sus cosas a un guardia de la prisión. Un tal sargento Rogers. ¿Te acuerdas de él? Es el tipo que no nos dejó entrar a ver a Sully antes de la ejecución, el que recibía a Cowart en la prisión.

– ¿Es él…?

– Esto es lo que escribió Sullivan: «Dejo mis bienes terrenales al sargento Rogers, quien -escucha esto- me prestó ayuda y consuelo en un trance tan difícil y a quien nunca podré compensar lo suficiente. Aunque he intentado…» -Weiss se detuvo-. ¿Qué te parece esto?

Shaeffer asintió con la cabeza y dijo:

– Es una interesante combinación de hechos.

– Sí, pues adivina qué…

– Dime.

– El bueno del sargento tuvo un par de jornadas libres tres días antes de que Cowart hallara los cuerpos. Y aún más.

– ¿Qué?

– Tiene un hermano que vive en cayo Largo.

– Caramba, no está mal…

– Mejor aún: un hermano con antecedentes. Dos condenas por allanamiento de morada. Cumplió once meses en la cárcel del condado por un cargo de agresión, alguna camorra de bar, y fue arrestado en una ocasión por tenencia ilegal de un arma, en concreto una Magnum 357, aunque retiraron los cargos. Pero la cosa no acaba ahí. ¿Te acuerdas de tu análisis de la escena del crimen? El hermano es zurdo y a los dos ancianos les cortaron el cuello de derecha a izquierda. Interesante, ¿verdad?

– ¿Has hablado con él?

– Aún no. Pensaba esperar a que llegaras.

– Gracias -dijo ella-. Te lo agradezco. Pero, una pregunta…

– Dime.

– ¿Cómo es que el guardia no se deshizo de las cosas de Sullivan después de la ejecución? Es decir, supongo que él sabía que si Sullivan lo traicionaba dejaría el mensaje allí.

– Yo también lo he pensado. Resulta absurdo que dejara las cajas por ahí. Pero a lo mejor no tiene muchas luces. O quizá no supo ver de qué pasta estaba hecho Sully. O puede que simplemente haya sido un desliz. Desde luego, todo un desliz.

– De acuerdo -dijo ella-. Voy para allá.

– Es un sospechoso muy bueno, Andy. Muy bueno. Me gustaría poder situarlo en los cayos. O comprobar sus llamadas para ver si ha pasado mucho tiempo hablando con su hermano. Luego quizá podamos acudir al fiscal del estado con lo que tengamos. -Hizo una pausa antes de añadir-: Sólo hay una cosa que no me encaja…

– ¿De qué se trata?

– Pues que Sully dejó una flecha enorme apuntando a ese sargento. Y no me fío de Sullivan ni siquiera muerto. Ya sabes que la mejor forma de boicotear la investigación de un asesinato es crear un sospechoso falso. Aunque podamos descartar a otros sospechosos, es lo de siempre, cualquier abogado defensor los sacará a relucir en el juicio para marear al jurado. Y eso Sullivan lo sabía.

Ella volvió a asentir. Weiss añadió:

– Pero bueno, de momento no son más que conjeturas mías. Mira, Andy, vamos a por ese tipo; recibiremos felicitaciones y un aumento de sueldo. Le daremos un buen impulso a tu carrera. Confía en mí. Vuelve aquí y llévate tu parte del pastel. Yo seguiré con las entrevistas hasta que llegues, y entonces volveremos a los cayos.

– Está bien -respondió ella con una leve vacilación.

– Todavía percibo algún pero en tu voz.

Estaba aturdida, pero el entusiasmo de su colega y una súbita sensación de que podía escurrírsele entre los dedos su caso más importante hasta la fecha le permitieron superar todas sus dudas. Recorrió la habitación con la mirada. Parecía como si en su interior se hubieran disipado todas las sombras.

– Tal vez debería pasar página y volver a casa -dijo por fin.

– Bueno, haz lo que estimes oportuno. Por mí, no hay ningún problema. Aquí hace mucho mejor tiempo, eso sí. ¿No hace frío ahí arriba?

– Hace frío. Y llueve.

– Pues ya ves. Pero ¿y ese Ferguson?

– No es trigo limpio, Mike -se oyó decir de nuevo.

– Vale, entonces, haz una cosa. Ve y comprueba sus horarios, da una vuelta por allí para cerciorarte de que su coartada es tan buena como él dice, luego habla con ese poli amigo mío y vuelve a casa. No será una pérdida de tiempo si pones a la policía local tras su pista. A lo mejor se está cociendo algo ahí arriba. En todo caso, lo único que tengo previsto para los próximos días son entrevistas al personal que trabajó en el corredor. Nuestro sargento es sólo uno de una larga lista. Ya sabes, preguntas rutinarias, nada que vaya a inquietarlo. Creerá que no es más que uno de tantos. Y luego: ¡zas! Esperaré a que llegues tú. Quiero ver cómo lo machacas. Mientras tanto, satisfaz tu curiosidad. Después vuelve aquí. -Hizo una pausa, y añadió-: ¿A que soy un jefe razonable? Ni gritos ni juramentos. Supongo que no tendrás quejas…

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