Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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– Bien, que le dio un poco la lata, como si aún fuera novia de O´Donnell. ¡Vamos, Jimmy! Tuvo que ser Bobby.

– Aún no estoy seguro -dijo Jimmy.

– ¿Y qué harás cuando lo estés?

Jimmy dejó el guante de béisbol en el escalón que había a sus pies y abrió la cerveza. Bebió un sorbo largo y lento, y respondió:

– Pues tampoco lo sé.

14. NUNCA MÁS VOLVERÉ A SENTIR LO MISMO

Sean, Whitey Powers, Souza y Connolly, otros dos miembros del Departamento de Homicidios del Estado, Brackett y Rosenthal, más una legión de policías y de técnicos de la Policía Científica pasaron la noche entera y parte de la mañana estudiando el caso con todo detalle. Habían analizado cada hoja del parque en busca de pruebas. Habían gastado libretas con diagramas e informes de campo. Los poIicías habían entrevistado a todos los ocupantes de las casas desde las que se podía acceder a pie desde el parque; asimismo, habían llenado una furgoneta entera con todos los vagabundos del parque y con los restos de los cartuchos de la calle Sydney. Buscaron dentro de la mochila que habían encontrado en el coche de Katie Marcus y encontraron las cosas habituales, a excepción de un folleto turístico de Las Vegas y de una lista de hoteles de dicha ciudad en papel amarillo a rayas.

Whitey le mostró el folleto a Sean, soltó un silbido, y exclamó:

– ¡Esto sí que es una pista! ¡Vayamos a hablar con sus amigas!

Eve Pigeon y Diane Cestra, tal vez las dos últimas personas honradas que, según el padre de Katie, vieron a su hija con vida por última vez, parecían haber recibido un golpe en la nuca con la misma pala. Whitey y Sean las interrogaron con suavidad entre el constante torrente de lágrimas que bajaba por sus mejillas. Las chicas les dieron todo tipo de detalles sobre lo que hicieron en la última noche de vida de Katie; les dieron una lista de todos los bares en que habían estado, junto con la hora aproximada en la que habían entrado y salido, pero cuando empezaron a hacerles preguntas de tipo personal, tanto Sean como Whitey tuvieron la sensación de que les estaban ocultando información, ya que se intercambiaban miradas antes de contestar y daban respuestas vagas, mientras que antes les habían respondido con precisión.

– ¿Salía con alguien?

– No, con regularidad, no.

– ¿Y de vez en cuando?

– Bueno…

– ¿Sí?

– La verdad es que no nos tenía muy informadas sobre ese tipo de cosas.

– Diane, Eva… Katie era vuestra mejor amiga desde el jardín de infancia. ¿Cómo me voy a creer que nos os contaba si salía con alguien?

– Era muy reservada.

– Sí, eso es. Katie era muy reservada, señor.

Whitey, intentando llegar hasta ellas de otro modo, les preguntó:

– ¿No salisteis a celebrar nada especial ayer por la noche? ¿Nada fuera de lo corriente?

– No.

– ¿No tenía planes de abandonar la ciudad?

– ¿Cómo? No.

– ¿No? Diane, hemos encontrado una mochila en el maletero del coche. Dentro había folletos de Las Vegas. ¿Qué? ¿Los llevaba de un Iado a otro para mostrárselos a alguien?

– Tal vez. No lo sé.

El padre de Eve empezó a hablar inesperadamente:

– Cariño, si piensas que algo podría ser de ayuda, haz el favor de empezar a contarlo. ¡Por el amor de Dios, estamos hablando del asesino de Katie!

Aquel comentario hizo que las chicas empezaran a derramar un nuevo torrente de lágrimas y que ya no pudieran seguir interrogándolas; comenzaron a gemir, a abrazarse una a la otra y a temblar, con la boca un poco abierta y ovalada en la pantomima de dolor que Sean había visto tantas y tantas veces, el momento en el que, tal y como lo denominaba Martin Friel, el dique se desbordaba y la gente asumía que nunca más volvería a ver a la víctima. En momentos como ésos, no se podía hacer nada, a excepción de observar o marcharse.

Las observaron y esperaron.

Sean pensó que Eve Pigeon [7]tenía cierta semejanza con un pájaro. Su rostro era muy anguloso y la nariz muy fina. Sin embargo, a ella le quedaba muy bien. Había en ella cierta elegancia que le daba a su delgadez un aire casi aristocrático. Sean se imaginó que sería el tipo de mujer a la que la ropa formal le sentaría mejor que la informal, y por la honradez y la inteligencia que emanaba, que atraería sólo a los hombres serios, librándose así de los granujas y de los Romeos.

Diane, en cambio, rezumaba una sensualidad frustrada. Sean vio que tenía un morado descolorido debajo del ojo izquierdo, y le pareció más dura de mollera que Eve, más dada a la emoción y, con toda probabilidad, a la risa. De sus ojos, como dos imperfecciones a juego, colgaba la esperanza desvanecida, cierta necesidad que Sean sabía que rara vez atraía a ningún hombre que no fuera del tipo predador. Sean se figuró que, en los siguientes años, acabaría haciendo muchas llamadas de urgencia a causa de peleas domésticas y que, cuando los polis consiguieran llegar hasta su puerta, aquel pequeño indicio de esperanza habría desaparecido de sus ojos mucho tiempo atrás.

– Eve -dijo Whitey con suavidad cuando pararon de llorar- Necesito saber más cosas de Roman Fallow.

Eve asintió con la cabeza, como si hubiera estado esperando que le hicieran esa pregunta, pero en aquel momento no dijo nada. Se mordía la piel del dedo pulgar y miraba con atención las migas que había sobre la mesa.

– ¿El memo ése que va haraganeando por ahí con Bobby O'DoneII?- le preguntó su padre.

Whitey le hizo un gesto con el brazo y miró a Sean.

– Eve -dijo Sean, a sabiendas que era ella a la que tenían que hacer hablar.

Seguro que les costaría más convencerla que a Diane, pero les contaría detalles más pertinentes.

Ella lo miró.

No va a haber represalias, si es eso lo que te preocupa. Cualquier cosa que nos cuentes de Roman Fallow o de Bobby quedará entre nosotros. Nunca se enterarán de que nos lo has contado tú.

– ¿Qué pasará cuando esto llegue a los tribunales? ¿Eh? – preguntó Diane- ¿Qué pasara entonces?

Whitey le lanzó una mirada a Sean que decía: «Ahí te las apañes». Sean se centró en Eve y le dijo:

– A no ser que vieras cómo Roman o Bobby sacaban a Katie del coche…

– No.

– Entonces el fiscal del distrito no puede obligarte a declarar en un juicio público, Eve. Sin lugar a dudas, te lo pediría con insistencia, pero no podría obligarte.

– No los conoce -remarcó Eve.

– ¿A Bobby y a Roman? ¡Y tanto que les conozco! Encarcelé a Bobby nueve meses cuando estuve en el Departamento de Narcóticos. -Sean alargó la mano y la dejó en la mesa, a unos pocos centímetros de la de elIa-. Y me amenazó. Pero eso es todo lo que él y Roman son: unos simples charlatanes.

Eve, observando la mano de Sean con una media sonrisa amarga y con los labios fruncidos, respondió poco a poco:

– ¡Y… una mierda!

– ¡Haz el favor de no hablar así en esta casa! -le ordenó su padre.

– Señor Pigeon -dijo Whitey.

– ¡Ni hablar! -exclamó Drew-. Es mi casa y las normas las dicto yo. No permitiré que mi hija hable como si…

– Era Bobby – declaró Eve.

Diane soltó un pequeño grito de asombro y se la quedó mirando como si hubiera perdido el juicio.

Sean vio cómo Whitey arqueaba las cejas.

– ¿Qué era Bobby? -le preguntó Sean.

– Con quien salía. Katie salía con Bobby, y no con Roman.

– ¿Jimmy lo sabe? -le preguntó Drew a su hija.

Eve se encogió de hombros de esa forma tan hosca, típica de la gente de su edad, con un lento movimiento del cuerpo que indicaba que le importaba tan poco que ni se molestaba en esforzarse.

– ¡Eve! -exclamó Drew-. ¿Lo sabía o no lo sabía?

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