John Katzenbach - El Hombre Equivocado

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Ashley Freeman, estudiante de historia del arte en Boston, tiene una relación de una noche con un desconocido llamado Michael O'Connell. Al principio prece tratarse simplemente de un admirador insistente, pero poco a poco O'Connell, un ingenioso hacker, va entrando en la vida no sólo de Ashley sino también de su padre, un serio profesor universitario, y de su madre, una prestigiosa abogada, demostrando ser un psicópata obsesionado por controlar la vida de Ashley. Todo se convierte en una pesadilla. No hay posibilidad de disuadirlo: ni los sobornos ni las amenazas lo detienen. Y cuando el investigador asignado al caso aparece muerto, la familia entera entiende que se enfrenta a algo mucho más serio de lo que han imaginado.

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Encogido contra la fría brisa, se metió las manos en la cazadora y echó a andar. El aire tenía una cualidad antigua, como si cada escalofrío que provocaba transmitiera exactamente lo mismo, con el mismo frío de octubre, que había transmitido a las sucesivas generaciones que habían recorrido las calles de Boston. Las mejillas empezaban a ruborizársele por el frío, y se apresuró hacia la parada del metro. Cubrió rápidamente la distancia con sus largas zancadas. Ella también era alta, pensó. Casi metro setenta y cinco, supuso, con una figura de modelo que ni siquiera los vaqueros y el jersey ancho de algodón habían logrado ocultar. Mientras esquivaba el tráfico al cruzar la calle con el semáforo en rojo, pensó cómo era que no tenía decenas de pretendientes. Probablemente se debía a alguna relación fallida u otra mala experiencia. Decidió no especular, sólo dar gracias a la buena estrella que lo había puesto en contacto con Ashley. En sus estudios todo trataba de probabilidad y predicción. No estaba seguro de que las estadísticas que registraban el trabajo clínico con las cobayas pudieran ser útiles para conocer a alguien como Ashley.

Sonrió para sí y bajó a saltos las escaleras del metro.

El metro de Boston, como el de muchas ciudades, provoca una extraña sensación, como de otra dimensión, cuando uno atraviesa los torniquetes y baja al mundo del tráfico subterráneo. Las luces se reflejan en muros de azulejos blancos, las sombras encuentran espacio entre columnas de acero. Hay un ruido constante de trenes que vienen y van. El mundo cotidiano es sustituido por una especie de universo desmembrado, donde el viento, la lluvia, la nieve e incluso la cálida luz del sol parecen pertenecer a otro lugar y otro tiempo.

El convoy frenó rechinando agudamente, y Will subió junto con docenas de personas más. Las luces del tren le daban a todo el mundo un aspecto onírico y enfermizo. Especuló sobre los otros pasajeros, todos enfrascados en un periódico, o un libro, o con la mirada perdida. Echó atrás la cabeza y cerró los ojos un momento, dejando que la velocidad y el traqueteo del tren lo mecieran como a un niño en brazos de su madre. La llamaría mañana, decidió. Le pediría salir y trataría de entretenerla un rato al teléfono. Repasó temas de conversación y trató de encontrar alguno original. Se preguntó adónde iba a llevarla. ¿A cenar y al cine? Predecible. Ashley era el tipo de mujer que quiere ver algo especial. ¿Una obra de teatro, tal vez? ¿Un club de comedia? Seguido de una cena tardía en un sitio algo mejor que el habitual garito donde tomar hamburguesas y cerveza. Pero no demasiado esnob, pensó. Y tranquilo. Bien, risas y luego algo romántico. Tal vez no era el mejor de los planes, pero resultaba estimulante.

En su parada, bajó al andén, moviéndose con rapidez pero un poco errante mientras salía a la calle. La luz de Porter Square acuchillaba la oscuridad, dando una sensación de actividad donde había poca. Se encogió para protegerse de una ráfaga glacial y salió de la plaza por una calle lateral. Su apartamento quedaba a cuatro manzanas de distancia. Mientras andaba, trató de decidir el restaurante adecuado adonde llevarla.

Aminoró el paso al oír ladrar un perro con súbita alarma. En la distancia, la sirena de una ambulancia rompía la noche. Algunos apartamentos de la manzana tenían las ventanas iluminadas por el resplandor de los televisores, pero la mayoría estaba a oscuras.

A su derecha, en un callejón entre dos edificios, le pareció oír un roce y se volvió. De repente vio una figura negra abalanzarse hacia él. Sorprendido, retrocedió un paso y alzó el brazo para protegerse. Alcanzó a pensar que debía gritar pidiendo ayuda, pero las cosas sucedieron muy rápido. Sólo tuvo un instante de lucidez y miedo, porque intuyó que algo se le venía encima inexorablemente. Era una tubería de plomo que, cortando el aire con un siseo de espada, cayó de lleno sobre su frente.

Tardé casi siete horas de un día largo y agotador en encontrar el nombre de Will Goodwin en el Boston Globe. Venía en una reseña titulada «La policía busca al asaltante de un posgraduado», en la sección local, casi al pie de la página. Sólo ocupaba cuatro párrafos, e incluía escasa información sobre lo sucedido, sólo que las heridas sufridas por el estudiante de veinticuatro años eran graves y se hallaba en estado crítico en el Hospital General de Massachusetts. Reseñaba que un peatón lo había encontrado por la mañana, tirado y ensangrentado detrás de los contenedores de basura de un callejón. La policía pedía ayuda a toda persona del barrio de Somerville que pudiera haber visto u oído algo sospechoso.

Eso era todo.

Ningún otro artículo al día siguiente, ni en semanas posteriores. Sólo otro episodio de violencia urbana, adecuadamente anotado y registrado y luego ignorado, engullido por la constante aparición de nuevas noticias.

Tardé dos días al teléfono en encontrar la dirección de Will. El registro de la Universidad de Boston dijo que nunca había terminado el programa en que estaba matriculado y dio una dirección en el barrio de Concord. El número de teléfono no estaba incluido.

Concord es un lugar bonito de las afueras, lleno de casas que rezuman historia. Tiene un parque central con una biblioteca pública impresionante, y un centro coqueto lleno de tiendas de moda. Cuando yo era más joven, llevaba a mis hijos a pasear por los escenarios de batallas cercanos y recitaba el famoso poema de Longfellow. Por desgracia, la ciudad ha dejado, como tantas otras partes de Massachusetts, que la historia sea menos importante que el desarrollo urbanístico. Pero la casa del joven que yo había llegado a conocer como Will Goodwin era un edificio de arquitectura colonial, menos ostentoso que las casas más nuevas, apartado unos cincuenta metros tras un camino de grava. En la parte delantera, alguien se dedicaba a plantar flores en el jardín. Vi una placa pequeña, fechada en 1789, en la impoluta pared blanca. Había una puerta lateral con una rampa de madera para sillas de ruedas. Me acerqué y pude oler los hibiscos. Llamé torpemente.

Una mujer delgada y canosa abrió la puerta.

– Sí, ¿en qué puedo ayudarle? -preguntó.

Me presenté y pedí disculpas por aparecer sin anunciarme previamente, ya que el número no aparecía en la guía. Le dije que era escritor y estaba investigando algunos crímenes cometidos hacía unos años en las zonas de Cambridge, Newton y Somerville, y pregunté si podría hablar un momento con Will.

Ella se sorprendió, pero no me cerró la puerta en la cara.

– No creo que sea posible -dijo amablemente.

– Lamento molestarlos, pero sólo serán unas pocas preguntas.

Ella negó con la cabeza.

– Él no… -empezó, pero se detuvo y me miró. Pude ver que su labio inferior empezaba a temblar, y un atisbo de lágrimas asomó a sus ojos-. Ha sido… -Entonces una voz desde atrás la interrumpió.

– ¿Mamá? ¿Quién es?

La mujer vaciló, como si no supiera qué decir. Detrás de ella, un joven en una silla de ruedas salió de una habitación lateral. Tenía un aspecto pálido y abotargado, y su cabello castaño era una masa descuidada que le caía hasta los hombros. Tenía una cicatriz rojiza en forma de Z en un lado de la frente; le llegaba casi hasta la ceja. Sus brazos parecían musculosos, pero su pecho estaba hundido, casi consumido. Sus manos grandes y elegantes permitían percibir reminiscencias de quien había sido una vez. Avanzó con la silla de ruedas.

La madre me miró.

– Ha sido muy duro -dijo en voz baja, con repentina intimidad.

La silla chirrió al detenerse.

– Hola -saludó con gesto amable.

Le dije mi nombre y expliqué concisamente que estaba investigando el crimen que lo había dejado lisiado.

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