Bernhard Schlink - La justicia de Selb

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Un grupo industrial farmacéutico ha encargado al detective privado Gerhard Selb, de 68 años, que busque a un pirata informático que pone en jaque el sistema informático de la empresa que dirige su cuñado. A lo largo de la resolución del caso deberá enfrentarse a su propio pasado como joven y resuelto fiscal nazi, y encontrar una solución particular para esclarecer dos asesinatos cuya herramienta ingenua había sido.

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Continuó andando pesadamente. El camino se había estrechado y yo caminaba tras él, a la izquierda la costa, a la derecha un muro. Detrás los campos.

– ¿Por qué has venido? -Se dio la vuelta-. ¿Para ver si te mato a ti también? ¿Si te empujo al vacío? -Cincuenta metros por debajo de nosotros el mar se encrespaba.

Rió como con un chiste. Luego lo leyó en mi rostro antes de que yo lo dijera.

– He venido para matarte.

– ¿Para volverlos de nuevo a la vida? -se burló-. Porque tú…, el autor quiere ser juez, ¿eh? ¿Te sientes utilizado en tu inocencia? ¿Y qué serías tú sin mí, qué hubiera sido de ti antes de 1945 sin mi hermana y mis padres y después sin mi ayuda? Pues mejor que te lances tú mismo al vacío si es que no lo puedes soportar.

Le salió voz de falsete. Yo le miré fijamente. Luego asomó en su rostro la sonrisa irónica que yo conocía y me gustaba desde que éramos jóvenes, la que me había alentado con halagos a cometer algunas imprudencias conjuntas y me había sacado del mismo modo de situaciones fatales; intuitiva, cautivadora, superior.

– Pero, hombre, Gerd, esto es de locura. Dos viejos amigos como tú y yo… Ven, vamos a desayunar. Ya huelo el café. -Silbó a los perros.

– No, Ferdinand. -Me miró con la expresión de un asombro sin límites cuando le golpeé en el pecho con ambas manos, perdió el equilibrio y se precipitó en el vacío con el abrigo agitándose a su alrededor. No oí ningún grito. Chocó contra un arrecife antes de que el mar se lo llevara.

19. UN PAQUETITO DE RÍO

Los perros me siguieron hasta el coche y corrieron junto a mí ladrando alborozados hasta que abandoné el camino vecinal para entrar en la carretera. Me temblaba todo el cuerpo, y al mismo tiempo hacía mucho que no me sentía tan ligero. Por la carretera se acercaba un tractor en sentido contrario. El campesino me miró fijamente. ¿Habría observado desde su posición elevada cómo había empujado a Korten a la muerte? No me había parado a pensar en testigos. Miré hacia atrás; otro tractor trazaba surcos en un campo, y dos niños avanzaban en sus bicicletas. Conduje en dirección oeste. En Point-du-Raz consideré la posibilidad de quedarme, serían unas Navidades anónimas en el extranjero. Pero no encontré hotel, y la costa escarpada tenía el mismo aspecto que en Trefeuntec. Conduje de vuelta a casa. En Quimper encontré un control policial. Podía decirme mil veces que aquél era un sitio improbable para buscar al asesino de Korten, pero, mientras estaba en la cola de coches en espera de que el policía me hiciera señas para seguir, tuve miedo.

En París cogí el tren de las once de la noche, iba vacío, y conseguí sin problemas un compartimento de coche cama. El primer día festivo de las Navidades hacia las ocho estaba de nuevo en mi casa. Turbo me saludó de morros. La señora Weiland me había dejado el correo en el escritorio. junto a los buenos deseos comerciales para las fiestas encontré una postal navideña de Vera Müller, una invitación de Korten para pasar la Nochevieja con él y Helga en Bretaña, y de Brigitte un paquetito de Río con una túnica india. Me la puse de pijama y me tumbé en la cama. A las once y media sonó el teléfono.

– Feliz Navidad, Gerd. ¿Dónde te metes?

– ¡Brigitte! Feliz Navidad. -Me sentía alegre, pero lo veía todo negro por la fatiga y el agotamiento.

– Gruñón, ¿no te alegras? Estoy aquí otra vez. Hice un esfuerzo.

– No me digas. Es formidable. ¿Desde cuándo?

– Llegué ayer temprano y he estado intentando hablar contigo desde entonces. ¿Dónde te has metido? -Había reproche en su voz.

– No quería estar aquí en Nochebuena. Se me caía la casa encima.

– ¿Quieres comer con nosotros lomo de ternera? Ya está en el fuego.

– Si… ¿Quién más irá?

– Me he traído conmigo a Mano. Oye…, tengo tantas ganas de verte. -Me envió un beso por teléfono.

– Yo también. -Le devolví el beso.

Me encontraba en la cama y estaba volviendo al presente. A mi mundo, en el que el destino no hace que naveguen barcos de vapor ni que bailen las marionetas, en el que no se construye fundamento alguno ni se hace historia.

La edición navideña del Süddeutsche estaba junto a la cama. Hacía el balance anual de los accidentes provocados por productos tóxicos en la industria química. Dejé pronto el periódico.

El mundo no se había vuelto mejor con la muerte de Korten. ¿Qué había hecho yo? ¿Había superado mi pasado??O lo había liquidado?

Llegué muy tarde a comer.

20. POR AHÍ TE APRETABA EL ZAPATO

El primer día festivo de las Navidades las noticias no hicieron ninguna mención a la muerte de Korten, tampoco el día siguiente. A veces tenía miedo. Cuando sonaba el timbre de la puerta me asustaba y esperaba ver a la policía irrumpiendo en mi casa. Cuando me sentía bien en los brazos de Brigitte, feliz por la dulzura de sus besos, me preguntaba inquieto si no sería ése nuestro último encuentro. En ocasiones me imaginaba la escena en que me encontraba ante Herzog y desembuchaba. ¿O preferiría hacer la declaración ante Nägelsbach?

La mayor parte del tiempo me encontraba en un estado de serenidad fatalista y disfrutaba los días de fin y de comienzo de año, hasta que llegara el café con pastel de ciruela y masa de harina y mantequilla con Schmalz junior. Me gustaba el pequeño Manuel. Intentaba valerosamente hablar alemán, aceptaba sin celos mi presencia en el baño por las mañanas y esperaba la nieve con denuedo. Al principio emprendíamos nuestras actividades los tres juntos, la visita al Parque Encantado de Königstuhl y al planetario. Luego salíamos solos él y yo. Le gustaba tanto como a mí ir al cine. Cuando salimos de Único testigo los dos teníamos los ojos húmedos. En Splash no entendió que la sirena amara al tipo aquel, a pesar de ser tan grosero con ella; no le dije que siempre es así. En el Kleiner Rosengarten percibió inmediatamente el juego que nos traíamos Giovanni y yo, y se sumó a él. Después de aquello no había forma de enseñarle una frase alemana razonable. Cuando volvíamos a casa después de patinar sobre hielo me cogió de la mano y me dijo:

– ¿Tú siempre con nosotros cuando vuelva?

Brigitte y Juan habían decidido que Manuel se matriculara en el Instituto de Mannheim el siguiente otoño. ¿Estaría yo en la cárcel el siguiente otoño? Y suponiendo que no, ¿seguiríamos juntos Brigitte y yo?

– Todavía no lo sé, Manuel. Pero en todo caso iremos juntos al cine.

Pasaron los días sin que Korten apareciera en los titulares de los periódicos, bien como muerto o bien como desaparecido. Había momentos en que deseaba que la cosa acabara, de una forma u otra. Luego volví a estar agradecido por el tiempo que se me regalaba. El tercer día de las Navidades llamé a Philipp. Se quejó de que aquel año todavía no había visto mi árbol de Navidad.

– Y por cierto, ¿dónde has estado los últimos días?

Entonces se me ocurrió la idea de hacer una fiesta en Nochevieja.

– Tengo algo que celebrar -dije-. Ven a mi casa en Nochevieja; doy una fiesta.

– ¿Te llevo algo manejable de Taiwan?

– No es necesario, Brigitte ha vuelto.

– ¡O sea que por ahí te apretaba el zapato! Pero, y yo, ¿puedo llevar algo a tu fiesta?

Brigitte había oído también la conversación.

– ¿Fiesta? ¿Qué fiesta?

– Vamos a celebrar la Nochevieja con tus amigos y los míos. ¿A quién quieres invitar tú?

El sábado después de comer pasé por casa de Judith. La encontré haciendo las maletas. Quería salir el domingo para Locarno; Tyberg quería introducirla el día de Nochevieja en la sociedad de Ticino.

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