– ¿Qué es lo que te hace gracia? -pregunté.
– Nada. Estaba pensando en Wendell. Tiene una suerte bárbara. Aún pasarán varias horas antes de que empiecen a buscarlo.
– Contra eso no podemos hacer nada. Siempre cabe la posibilidad de que dé señales de vida -dije-. En realidad, tampoco podemos afirmar categóricamente que se haya marchado. Diablos, es que ni siquiera podemos demostrar que se haya llevado el barco.
– Lo conozco mucho mejor que tú. De un modo u otro, siempre acaba robando a todo el mundo.
Recorrimos el aparcamiento en busca del Jeep de Renata, pero no lo vimos por ninguna parte. Volvimos al bufete, recogí el VW y puse rumbo a Colgate. Pasé dos horas infernales viendo cómo me cambiaban la ventanilla trasera. Mientras tanto, me senté en la salita de espera sorbiendo un pésimo café que daban gratis en tazas de plástico y hojeando números atrasados de Autopistas de Arizona . Esta última operación sólo duró cuatro minutos. Salí del edificio y, según la costumbre que había adquirido últimamente, fui a la cabina telefónica del aparcamiento para aprovechar el tiempo. En cuanto me acostumbrase, podría prescindir incluso del despacho.
Llamé al teniente Whiteside, de Fraudes y Estafas, y le puse al día.
– Creo que ya es hora de publicar en la prensa la foto de esta gente -dijo-. Me pondré en contacto también con la televisión local y veré lo que pueden hacer por nosotros. Quiero que el público sepa que estos sujetos están aquí. Seguro que alguien los delata.
– Esperémoslo.
En cuanto estuvo instalada la ventanilla trasera del coche, volví al despacho, donde pasé los siguientes noventa minutos. Quería estar cerca del teléfono por si llamaba Eckert. Telefoneé a Mac en el ínterin y le informé de lo sucedido. Nada más colgar sonó el aparato.
– Investigaciones Kinsey Millhone. Kinsey Millhone.
Hubo unos segundos de silencio y una voz femenina que decía:
– Ah, creía que era un contestador automático.
– No, soy yo. ¿Y usted?
– Tu prima Tasha Howard, de San Francisco.
– Ah, sí, Tasha. Liza me habló de ti. ¿Cómo estás? -dije. Mentalmente había empezado a tamborilear con los dedos para darle ánimos y que dejase la línea libre por si llamaba Wendell.
– Bien -dijo-. Es que ha ocurrido una cosa y he pensado que a lo mejor te interesaba. Acabo de hablar con el abogado de Grand, ahí en Lompoc. La casa donde vivieron nuestras madres ha de ser trasladada o derribada. Grand lleva peleando con el Ayuntamiento desde hace meses y en teoría tienen que darnos pronto una respuesta en un sentido o en otro. Grand quiere que se conserve y que la declaren monumento histórico. La estructura original es de principios de siglo. Lleva años sin habitar, pero podría restaurarse. Grand posee un terreno al que podría trasladarse el edificio si el Ayuntamiento accede. En cualquier caso, he pensado que a lo mejor querías ver la casa otra vez, ya que estuviste allí de pequeña.
– ¿Yo?
– Claro. ¿No te acuerdas ya? Tía Gin, tus padres y tú estuvisteis allí mientras Burt y Grand estaban haciendo un crucero para celebrar su cuadragésimo segundo aniversario. El crucero tenía que conmemorar el cuadragésimo, pero tardaron dos años en organizado. Todas las primas estuvimos jugando juntas y tú te caíste del tobogán y te hiciste un corte en la rodilla. Yo tenía siete años, o sea que tú tendrías alrededor de cuatro, me parece. Puede que fueras mayor, pero recuerdo que aún no ibas a la escuela. No puedo creer que no te acuerdes. Tía Rita nos enseñó a prepararnos bocadillos de mantequilla de cacahuete con pepinillos en vinagre y desde entonces no puedo prescindir de ellos. Todas creíamos que ibais a volver al cabo de dos meses. Todo estaba preparado para cuando regresaran Burt y Grand.
– Mis padres se quedaron por el camino -dije mientras pensaba que ni siquiera los bocadillos de mantequilla de cacahuete con pepinillos en vinagre me pertenecían ya en exclusiva.
– Ya -dijo-. Bueno, pensé que si veías la casa, se te refrescaría la memoria. Tengo que ir a Lompoc por asuntos profesionales y me gustaría pasar por ahí para recogerte.
– ¿A qué te dedicas?
– Trabajo en una notaría. Certifico testamentos, contratos inmobiliarios, fideicomisos y cosas relacionadas con los impuestos. La firma tiene la central aquí y una sucursal en Lompoc, por eso voy y vengo continuamente. ¿Tienes mucho que hacer estos días? ¿Puedes tomarte algún tiempo libre?
– Déjame pensarlo. Te lo agradezco, pero ahora mismo estoy muy liada con un caso. ¿Por qué no sigues adelante con tus planes y me das la dirección? Si tuviese un momento libre, iría para echarle un vistazo a la casa, y si no… pues qué le vamos a hacer.
– Bueno, qué remedio -dijo sin entusiasmo-. La verdad es que quería verte. A Liza no acabó de gustarle su forma de plantearte la situación y pensó que a lo mejor podía convencerte yo.
– Si no es eso mujer. Liza se comportó estupendamente -dije. Quería guardar las distancias y estoy segura de que se dio cuenta. Me dio la dirección y unas cuantas indicaciones, que apunté en un papel. Tuve que reprimir el imperioso deseo de tirarlo a la basura. Me puse a emitir locuciones e interjecciones de despedida con ese tono desenvuelto que, traducido al lenguaje humano, viene a decir: bueno, bueno, mucho gusto y ya sabes, a mandar.
– No quisiera que te enfadaras -dijo Tasha-, pero me da la impresión de que en el fondo no te interesa estrechar los vínculos familiares.
– No me lo tomo a mal -dije-. Lo que pasa es que estoy asimilando todavía la información. En realidad no sé aún lo que quiero.
– ¿Le guardas rencor a Grand?
– Desde luego que sí. ¿Por qué no tendría que guardárselo? Se desentendió totalmente de mi madre. Y estuvo de morros con ella veinte años.
– No toda la culpa la tuvo Grand. Para pelearse hacen falta dos.
– Exacto -dije-. Pero mi madre por lo menos quería hacer las paces. ¿Y cómo reaccionó la otra? Esperó sentada; y por lo que me han dicho, sigue esperando.
– No sé de qué hablas.
– ¿Dónde ha estado durante todo este tiempo? Tengo treinta y cuatro años. Hasta ayer mismo, ni sabía que Grand existiese. ¿Qué menos que darse a conocer? Digo yo, vamos.
– Grand no sabía dónde estabas.
– Mentira. Liza me dijo que todos sabíais que estábamos en Santa Teresa. En los últimos veinticinco años, sólo me he ausentado de la ciudad durante una hora.
– No quiero discutir por eso, pero no creo que Grand lo supiera.
– ¿Qué se figuraba entonces que había pasado? ¿Que me habían comido los osos? Si de verdad le importaba, habría podido contratar a un detective.
– Bien. Entiendo tu punto de vista y siento lo sucedido. No nos hemos puesto en contacto contigo para hacerte daño.
– ¿Para qué entonces?
– Queríamos reanudar las relaciones cordiales. Pensábamos que había pasado ya tiempo de sobra para curar las viejas heridas.
– Las viejas heridas son recientes para mí. Hasta ayer no sabía nada de esta historia.
– Me doy cuenta y creo que tienes derecho a sentirte como te sientes. Lo que pasa es que Grand no va a vivir eternamente. Tiene ya ochenta y siete años y no está bien de salud. Es tu última oportunidad de conocerla y disfrutar de su compañía.
– No, no, no. En todo caso, es su última oportunidad de conocerme y disfrutar de mi compañía. Yo no estoy tan segura de que mi sentido de la alegría vaya por ese camino.
– ¿Lo pensarás?
– Eso sí.
– ¿Te importa si le digo que hemos hablado?
– No se me ocurre ninguna forma de impedirlo.
Se produjo una pausa.
– ¿De verdad eres tan inflexible?
– Totalmente. Ni más ni menos que Grand -dije-. Estoy convencida de que sabrá valorar esta virtud.
Читать дальше