Dormí como un lirón, me levanté a las seis, hice footing y acometí el resto de la rutina de todas las mañanas con el piloto automático puesto. Mientras me dirigía al despacho, pasé por la panadería para comprar café con leche envasado en un recipiente termostático. Tuve que dejar el coche a un par de manzanas y, cuando me instalé ante el escritorio, el café estaba a la temperatura ideal. Mientras me lo tomaba me quedé mirando las carpetas esparcidas por todas las superficies hábiles del despacho. Para tener una idea aproximada de lo que contenían no iba a tener más remedio que ordenarlas un poco. Me tomé la mitad del café y aparté el resto a un lado.
Me arremangué y puse manos a la obra. Vacié las dos cajas de cartón, así como la bolsa marrón que había llenado de expedientes en la casa y la oficina de Morley. Organicé las carpetas por orden alfabético y reconstruí, como una hormiguita, la sucesión de informes, utilizando las facturas de Morley como índice general. En algunos casos (Rhe Parsons, por ejemplo), había un nombre registrado en la factura, pero ninguna carpeta. En el caso de «Francesca V.», que supuse sería la actual señora Voigt, encontré una carpeta debidamente etiquetada, pero totalmente vacía. Lo mismo ocurrió con Laura Barney, que probablemente era la ex mujer de David. ¿Había hablado Morley con ellas o no? La anterior señora Barney trabajaba al parecer en la Clínica Santa Teresa. Aunque Morley había apuntado un teléfono, era imposible saber si se había puesto en contacto con ella o no. Había presentado factura por sesenta horas de entrevistas; figuraban algunos recibos de desplazamientos; pero el material que había allí no sumaba sesenta horas. Hice una lista con todos los nombres sobre los que faltaba el correspondiente informe escrito o una simple nota que demostrara que había habido entrevista.
A las diez y media tenía ya una lista con diecisiete nombres. Para verificarla por encima, hice la prueba con dos. Primero llamé a Francesca, que cogió el teléfono enseguida y respondió con voz fría y distante.
Me identifiqué y comprobé en primer lugar si efectivamente estaba casada con Kenneth Voigt.
– Estoy organizando los archivos y llamaba para preguntarle si recuerda usted la fecha de su entrevista con Morley Shine.
– Yo no he tenido ninguna entrevista con ese hombre.
– ¿No ha hablado con él?
– Me temo que no. Me llamó y dejó un mensaje hace cosa de tres semanas. Le llamé a mi vez y concertamos una cita, pero luego la canceló, ignoro el motivo. Precisamente anoche le pregunté a Kenneth al respecto. Hasta cierto punto me parecía extraño. Dado que declaré en el primer juicio, pensaba que me llamarían también en esta ocasión.
Miré la agenda de Morley, donde constaba que la entrevista se había producido.
– Convendría que usted y yo nos viéramos lo antes posible.
– Aguarde un segundo, voy a mirar la agenda. -Dejó el auricular y oí el golpeteo de sus tacones en el suelo de madera. Oí un rumor de páginas y se puso al habla otra vez-. La tarde la tengo ocupada. ¿Le viene bien al anochecer?
– De fábula. Dígame la hora.
– ¿Le parece bien las siete? Kenneth no suele volver del trabajo hasta las nueve, pero supongo que usted quiere hablar conmigo, no con él.
– Para serle sincera, preferiría hablar con usted a solas.
– Estupendo. Entonces a las siete.
Hice la segunda prueba con la clínica y me respondió una persona que supuse sería la recepcionista. Era mujer y parecía joven.
– Clínica Santa Teresa, Ursa al habla, dígame.
– ¿Podría usted informarme si trabaja ahí una tal Laura Barney?
– ¿La señora Barney? Desde luego que sí. Espere y le pasaré la comunicación.
Respondieron inmediatamente. -Al habla la señora Barney.
Me presenté y le expliqué a continuación, como había hecho al llamar a Francesca, por qué quería hablar con ella.
– ¿Podría decirme si Morley Shine ha hablado con usted en el curso de las dos últimas semanas?
– Ahora que lo dice, concertamos una cita el sábado pasado, pero no se presentó. Me sentó muy mal porque tuve que cancelar un par de cosas para hacerle un hueco.
– ¿Le dijo por anticipado para qué quería hablar con usted?
– Pues no, pero supuse que se trataba del juicio que está a punto de celebrarse. He estado casada con el hombre a quien se acusó en su día.
– David Barney.
– Sí. Nuestro matrimonio duró tres años.
– Me gustaría hablar con usted. ¿Podemos vernos esta semana? -Oí que al fondo sonaba con insistencia otro teléfono.
– Por lo general estoy aquí hasta las cinco. Si fuera tan amable de pasar mañana, supongo que podría atenderla.
– ¿A las cuatro y media o a las cinco?
– No importa, cuando usted quiera.
– Estupendo. Procuraré pasar a las cuatro y media. No la molesto más, oigo que la llaman por otro teléfono.
Me dio las gracias y colgó.
Volví a repasar la lista y llamé a nueve nombres tomados al azar. Morley Shine no había hablado al parecer con ninguna de aquellas nueve personas. Aquello no me gustó. Llamé a Ida Ruth, que estaba en el antedespacho.
– ¿Sigue Lonnie en los juzgados?
– Que yo sepa, sí.
– ¿Cuándo volverá?
– Dijo que a la hora de comer, pero a veces no come y se va directamente a la biblioteca jurídica. ¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres que le dé algún recado?
Empezaba a notar en la boca del estómago un murmullo de temor.
– Creo que será mejor que vaya a los juzgados y hable personalmente con él. ¿Dijo en qué sala estaría?
– En la cinco, con el juez Whitty. ¿Qué ocurre, Kinsey? Te noto rara.
– Te lo contaré después. No quisiera precipitarme.
Fui andando a los juzgados, a dos calles del despacho. El cielo estaba despejado, hacía un sol radiante y la brisa acariciaba la hierba de los jardines de la entrada. El edificio es de estilo mediterráneo y sus rasgos más destacados son los cuerpos en forma de torre, los pináculos, los arcos de piedra arenisca y las galerías abiertas. El paisaje exterior combina con brillantez el magenta de las buganvillas, el rojo de las amapolas, los enebros y las palmeras de importación. La acera está bordeada por un seto que despide un denso perfume.
Subí la escalinata de peldaños de cemento y crucé las puertas de madera tallada. El pasillo estaba vacío. El suelo, pavimentado con losas de piedra de tamaño desigual, tenía el color de la sangre seca. Los techos eran de artesones. Los apliques de la luz imitaban las farolas españolas y había rejas en las ventanas. Por las superficies frías y exentas de adornos, podría haber sido un monasterio en otra época. Vi al pasar que se abría la puerta de la sala de reuniones del jurado y los miembros comenzaron a salir al pasillo, que se llenaron de rumor de pasos y de conversaciones en voz baja. No tardé en oír el gemido de las portezuelas de los lavabos situadas al otro lado del pasillo. La sala número 5 estaba a la derecha, dos puertas más allá, y el rótulo iluminado que había sobre el dintel me indicó que la sesión no había terminado aún. Abrí la puerta y me senté en la última fila.
Lonnie y el letrado de la otra parte conferenciaban sobre el procedimiento y sus voces zumbaban en la cálida atmósfera igual que una patrulla de abejorros. El juez estaba en trance de someter el caso al dictamen del jurado y fijaba las fechas tanto para la emisión del dictamen como para la reanudación de las consultas. Como de costumbre, me pregunté cuántos destinos individuales dependerían de un proceso que, a tenor de lo que veía, tenía que ser aburridísimo. Cuando el juez suspendió la sesión para comer, esperé junto a la puerta y llamé la atención de Lonnie cuando éste se volvió para cruzar la puerta oscilante de la cancela que separaba los bancos del público de los estrados. Me miró con fijeza a la cara.
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