Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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– Se lo habrán dicho miles de veces, pero parece usted demasiado joven para ser su madre.

Sonrió.

– Tenía dieciséis años cuando nació.

– Parece una muchacha estupenda.

– Y lo es, gracias a los Anónimos, que la ayudaron a los dieciséis.

– ¿Alcohólicos Anónimos? ¿Habla usted en serio?

– Empezó a beber a los diez años. Yo tenía que trabajar si queríamos comer las dos y la canguro bebía como una esponja. Tip se quedaba con ella al salir del colegio y se zampaba toda la cerveza que podía. Y yo sin enterarme, pensando que tenía una niña maravillosa porque era dócil y obediente. Nunca se quejaba, ni lloriqueaba si llegaba tarde o tenía que pasar la noche fuera. Tenía amigas que eran madres solteras como yo. Lo pasaban fatal. Los críos se les iban de casa o les creaban problemas. Mi pequeña Tippy, no. Llevarse bien con ella era lo más fácil de este mundo. No era buena estudiante y cogía una gripe detrás de otra, pero por lo demás, de maravilla. Supongo que no quería darme cuenta, porque en la actualidad sé que casi siempre estaba borracha o con resaca.

– Tiene usted suerte de que se haya corregido.

– En parte se debió a la muerte de Isabelle. Nos afectó mucho e hizo que nos buscáramos la una a la otra. Perdimos a la mejor amiga que habíamos tenido, aunque justamente eso consiguió unirnos.

– ¿Cómo se enteró de que bebía?

– Llegó un momento en que bebía tanto que era imposible no darse cuenta. Cuando terminó la escuela primaria, ya no podía controlarse. Tomaba pastillas, fumaba marihuana. Se había sacado el carnet de conducir hacía seis meses y ya había tenido dos accidentes. Además, robaba todo lo que podía. A Isabelle la mataron en Navidad y lo que le cuento ocurrió en otoño. En el bachillerato faltaba a clase, suspendía los exámenes. Como no podía con ella, la eché de casa y se fue con su padre. Volvió al morir Isabelle. -Se detuvo para encender otro cigarrillo-. Ay, no sé por qué le cuento todo esto. Tengo que volver a clase. ¿Le importaría esperar un rato? Y si pudiese llevarme a casa, se lo agradecería.

– No se preocupe. La acompañaré con mucho gusto.

8

La llevé a su casa a las diez y media, al concluir la clase. Casi todos los estudiantes se habían ido ya hacia las diez y cinco; el aparcamiento se había llenado de zumbidos de motor y de haces luminosos que rasgaban la oscuridad mientras los vehículos desfilaban hacia la calle. Me ofrecí a ayudarla a recoger el material, pero contestó que si lo recogía ella sola terminaría antes. Di vueltas por el aula, inspeccionándolo todo por encima mientras Rhe vaciaba el depósito del café, lo limpiaba, guardaba los útiles de dibujo y apagaba las luces. Cerró la puerta y nos dirigimos al VW, el único coche que quedaba en el aparcamiento.

– Vivo en Montebello -dijo mientras avanzábamos hacia la verja-. Espero que no le quede demasiado lejos.

– No se preocupe. Yo vivo en Albanil, junto a la playa. Volveré por Cabana y no habrá problemas.

Giré a la derecha para acceder a Bay y luego otra vez a la derecha para entrar en Missile; después de cruzar dos bocacalles llegamos a la autopista. Me dijo cómo se llegaba a su calle. Durante tres kilómetros estuvimos hablando de cosas sin importancia mientras yo pensaba cómo obtener más información.

– ¿Cómo se enteró de la muerte de Isabelle?

– Llamó un policía hacia las dos y media y me contó lo que había pasado. Me preguntó si podía ir a la casa para hacer compañía a Simone. Me puse lo primero que encontré, corrí al coche y no paré hasta llegar a la casa. Sufrí una impresión tremenda. Mientras conducía no paraba de hablar conmigo misma, como si me faltara un tornillo. No derramé una lágrima hasta que llegué y vi la cara de Simone. Los Seeger estaban desolados, no paraban de contar lo sucedido. No sé quién se sentía más destrozado. Creo que yo. Simone estaba como en las nubes. Hasta que apareció David. Entonces ella estalló sin poder contenerse. Perdió los estribos.

– Ah, sí. Dijo que estaba haciendo footing en plena noche. ¿Le creyó usted?

– Bueno, no sé. Sí y no. Hacía años que corría por la noche. Según decía, todo estaba en silencio y no tenía que preocuparse por el tráfico ni por el humo de los tubos de escape. Creo que padecía insomnio y daba vueltas por la casa a todas horas.

– ¿Y hacía footing para agotarse cuando no podía dormir?

– Sí. Aunque, por otra parte, la noche del crimen parecía puro cuento. -Rotó un dedo en un hoyuelo imaginario de la mejilla, igual que una rubita coquetona-. «Qué casualidad. Hacía mi carrerita de las dos de la madrugada y se me ha ocurrido pasar por aquí.»

– Dice Simone que entonces vivía en la avenida, no muy lejos de allí.

Hizo una mueca.

– Una birria de casa. Según dijo a la policía, volvía de correr, y al ver luces en casa de Isabelle se había acercado para ver qué pasaba.

– ¿Parecía alterado?

– No me atrevería a jurarlo, pero en aquella época no parecía conmoverse por nada, uno de los principales motivos de queja de Isabelle. David era un autómata emocional.

– Dice usted que Simone perdió los estribos. ¿Qué ha querido decir exactamente?

– Que se puso histérica cuando apareció David, convencida de que había matado a Isabelle. Ella siempre ha dicho que lo del robo de la pistola fue un camelo. Todos habíamos estado en la casa cientos de veces. ¿A santo de qué iba a subir nadie a hurtadillas para robar la treinta y ocho de David y precisamente entonces? Simone decía que era parte de la coartada. Quizá tenga razón.

– Entonces, ¿también estaba usted en la fiesta que dieron durante el puente del día del Trabajo, cuando desapareció el arma?

– Desde luego, yo y todos los demás. Peter y Yolanda Weidmann, los Seeger, los Voigt…

– ¿Kenneth también? ¿Con su ex mujer y su mujer?

– Es lo que se lleva, oiga. Toda la familia reunida y radiante de felicidad, menos Francesca, desde luego. La sufrida mujer de Kenneth, una mártir de las que ya no quedan. A veces pienso que Isabelle la invitó para fastidiarla. A Francesca le habría bastado con negarse a ir.

– ¿Qué le pasaba?

– Sabía que Kenneth seguía enamorado de Isabelle. A fin de cuentas, había sido Isabelle quien había dado la patada a Kenneth. Se casó con Francesca para consolarse.

– Parece un novelón.

– Peor -dijo Rhe-. Francesca es una mujer hermosa. ¿La conoce? -Negué con la cabeza-. Como una modelo: rasgos perfectos y un cuerpo de los que despiertan pasiones criminales; pero es insegura y le gustan los hombres titubeantes. ¿Me explico? En Ken encontró al hombre ideal porque ella sabía que nunca iba a ser del todo suyo.

– Una pregunta -dije-. Anoche oí su versión y dice que la persona insegura era Isabelle. ¿Es verdad?

– Desde mi punto de vista, no, pero ante los hombres es posible que reaccionara de un modo distinto. -Señaló las casas de la izquierda-. Es la primera.

Estábamos en lo que llaman los barrios bajos de Montebello, un distrito donde una casa cuesta sólo 280.000 dólares. *Abrió la portezuela y bajó del coche.

– La invitaría a tomar una copa, pero tengo trabajo. Voy a estar levantada la mitad de la noche.

– No se preocupe. Está bien así. Además, me siento muy cansada. Muchas gracias por el tiempo que me ha dedicado -dije-. Por cierto, ¿dónde es la exposición?

– En la Galería Axminster. La inauguración será el viernes a las siete, y se servirá un aperitivo. Vaya a verla si puede.

– Lo haré.

– Gracias por traerme. Si se le ocurren más preguntas, ya sabe dónde estoy.

La casa de Henry estaba a oscuras cuando llegué. No había ningún mensaje en el contestador automático. Para calmar los nervios me puse a ordenar la sala de estar y limpié el cuarto de baño de la planta baja. Asear la casa es terapéutico; actividades como quitar el polvo y pasar la aspiradora, fregar los platos y cambiar las sábanas, despejan el cerebro. A mí se me han ocurrido muchas ideas profundas con el estropajo en la mano y los ojos fijos en los remolinos de la espuma en el fregadero. Al día siguiente por la noche barrería la escalera de caracol y limpiaría el altillo y el cuarto de baño de arriba.

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