Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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Tenía veintiocho años y unas caderas tan estrechas que apenas le sujetaban los pantalones. Le sentaba bien el uniforme azul. La camisa era de manga corta y dejaba al descubierto unos brazos largos de piel suave, el perfecto soporte epidérmico para tatuar un dragón. Estoy convencida de que le habían dicho en alguna ocasión que tenía unos ojos muy expresivos, porque se empeñaba en mirarme fijamente y sin pestañear. Estaba recién afeitado y ponía cara de inocente (a pesar de que era un delincuente convicto y confeso). Su corte de pelo era un desastre, lo que no era de extrañar después de varios meses de encierro. Pero tampoco me lo imaginaba entrando en una peluquería normal y corriente para adecentarse un poco cuando recuperase la libertad.

Me presenté y le expliqué mis intenciones, que se resumían en obtener una declaración firmada.

– De las notas del señor Shine deduzco que conoció usted a David Barney en una celda la noche en que lo detuvieron.

– ¿Estás soltera?

Miré a mis espaldas.

– ¿Te refieres a mí?

Esbozó una de esas sonrisitas que hay que practicar mucho ante el espejo; y sin dejar de perforarme los ojos con la mirada.

– Me has oído muy bien.

– ¿Qué tiene que ver con esto?

Bajó la voz y adoptó ese tono imperioso que se emplea con los perros extraviados y las mujeres.

– Vamos. Confía en mí. Soy un buen tipo.

– Estoy convencida de que lo eres, pero mi vida no es asunto tuyo.

Aquello le hizo gracia.

– Entonces, ¿por qué tienes miedo de responder? ¿Acaso te atraigo? Tú a mí, sí.

– Mira, Curtis, he de reconocer que eres muy sincero y eso siempre se agradece. Pero sé bueno y cuéntame lo que pasó mientras estuviste en la celda con David Barney.

Esbozó una ligera sonrisa.

– Una mujer práctica. Me gusta. Sabes tomarte en serio a ti misma.

– Exacto. Y espero que tú también me tomes en serio.

Carraspeó y adoptó una actitud discreta, indiscutiblemente con ánimo de causarme buena impresión.

– Estuvimos juntos en una celda. Lo detuvieron un martes y no comparecimos ante el juez hasta el miércoles por la tarde. Parecía un buen hombre. Cuando le cayó el juicio, yo estaba ya en libertad y se me ocurrió asistir para saber de qué iba todo aquel lío.

– ¿Hablasteis del crimen mientras estuvisteis juntos?

– No. El tipo estaba muy alterado -dijo-, y se comprende. A su mujer le habían pegado un tiro en el ojo y eso siempre es desagradable. A mí no me entra en la cabeza que pueda hacerse una cosa así. Luego resultó que había sido él.

– ¿De qué hablasteis?

– No sé. De casi nada. Me preguntó por qué me habían detenido y cosas así, y ante qué juez creía yo que íbamos a comparecer. Le dije el nombre de los implacables, es decir, casi todos. Bueno, el que nos tocó es un blando, pero los demás son unos canallas.

– ¿Qué más?

– No hay más.

– ¿Y sólo por eso asististe a todo el juicio?

– A todo el juicio, no. Nadie asiste a un juicio entero. Es muy aburrido. Para mí es una suerte no haber tenido que estudiar la carrera de derecho.

– Estoy convencida. -Repasé las notas-. He leído la declaración que el señor Kingman…

– ¿Estás soltera?

– Eso ya me lo has preguntado antes.

– Apostaría a que estás soltera. ¿Sabes por qué lo sé? -Se llevó un dedo a la sien-. Porque soy psíquico.

– En ese caso, adivina lo que voy a preguntarte a continuación.

Las mejillas se le cubrieron de un delicado rosicler.

– Chica, no seas dura. No te conozco tanto, aunque me gustaría.

– Bueno, a lo mejor eres capaz de intuir la respuesta correcta a las preguntas que tengo preparadas.

– Lo intentaré. Palabra. Empieza. Soy todo oídos. -Bajó la cabeza y se puso serio.

– Repíteme lo que te dijo después de emitirse el veredicto de inocencia.

– Dijo… vamos a ver. Más o menos fue así: «Hola, amigo. ¿Qué tal? ¿Cómo te va la vida? ¿Comprendes ahora lo que puede conseguir un abogado de los caros?». Y yo: «Y que lo digas, tío. Es de fábula. Aunque yo nunca creí que te la hubieras cargado». Y va el tío y sonríe enseñándome todas las muelas; se acerca a mí y me dice: «Ja, ja, ja. Eso lo dirás por ellos, ¿no?».

Esa conversación me resultaba muy poco convincente. Aunque no conocía a David Barney en persona, no podía creer que hablase de aquel modo. Miré a Curtis con fijeza.

– ¿Y qué conclusión sacaste de eso?

– Deduje que él la había matado. ¿Tienes novio?

– Es policía.

– Mentiiiiira. No te creo. ¿Cómo se llama?

– Dolan. Es teniente.

– ¿De qué?

– Homicidios. Jefatura de Santa Teresa.

– ¿No sales con nadie más?

– No me deja. Es muy celoso. Te arrancaría la cabeza si se enterase de que me estás cortejando. ¿Hablaste con David Barney en alguna otra ocasión?

– ¿Aparte de cuando nos vimos en la celda y en el juzgado? No. Sólo esas dos veces.

– Me parece un poco raro que te confesara aquello.

– ¿Por qué? A ver, demuéstramelo. -Apoyó la barbilla en el puño y se preparó para la contienda dialéctica.

– Apenas te conocía. ¿Por qué iba a confiarte algo de tanta trascendencia? ¿Y precisamente allí, en el juzgado?… -Me llevé la mano hueca al oído-. Con el martillo del juez resonando todavía en el aire.

Frunció el ceño con preocupación.

– Los motivos tendrás que preguntárselos a él. Pero si quieres saber mi opinión, para él yo no era más que un maleante. Quizá se sintiera más relajado conmigo que con todos sus amigos de alto copete. Además, ¿por qué no? El juicio había terminado ya. Nadie podía hacerle nada. Aunque le hubieran oído, no se le podía juzgar dos veces por el mismo delito.

– ¿Dónde estabais exactamente cuando te lo dijo?

– Fuera de la sala, delante de la puerta. Era la sala seis. Salió, le palmeé el hombro, nos dimos la mano…

– ¿Y los periodistas? ¿No acosaron a Barney en aquel momento?

– Sí, mucho. Le acosaban por todas partes. Gritaban su nombre, le acercaban micrófonos, le preguntaban cómo se sentía.

La incredulidad volvió a abrirse paso en mi interior.

– ¿Y en medio de todo el gentío te hizo aquel comentario?

– Pues sí. Acercó la cara y me lo dijo al oído, tal como te lo he contado. ¿Eres detective? ¿Eso eres en realidad?

Me encogí de hombros y empecé a redactar en el papel su versión de los hechos.

– Eso es lo que soy en realidad -dije.

– O sea que, cuando salga, si me meto en un lío, ¿puedo buscar tu nombre en la guía telefónica?

No le prestaba mucha atención, pues en aquellos momentos me dedicaba a transformar sus afirmaciones en declaración por escrito.

– Supongo. -Si es que sabes leer, pensé.

– ¿Y cuánto cobras por investigar? ¿Cuánto me costaría?

– Depende de lo que quieras.

– Pero cuánto, más o menos.

– Trescientos dólares la hora -dije. Si le decía cincuenta, a lo mejor me contrataba.

– Vengaaaaa. No te creo.

– Más los gastos.

– Que no, tía, que no te creo. ¿Me quieres tomar el pelo? Trescientos dólares la hora. ¿Por cada hora de trabajo?

– Es la verdad.

– Tienes que estar forrada. Señor, y luego se quejan las mujeres -dijo-. Oye, ¿por qué no me prestas un pellizco? Cincuenta o cien dólares. Sólo tienes que esperar a que salga y te los devuelvo.

– No está bien que los hombres pidan dinero prestado a las mujeres.

– ¿Y a quién más puedo pedírselo? No conozco a nadie que tenga pasta. Salvo a los reyes de la droga y gente por el estilo. Pero en Santa Teresa ni siquiera tenemos reyes. Aquí sólo hay pajes. -Soltó un bufido-. ¿Tienes pistola?

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